Fragmento del Prólogo

"Parado aquí, miro hacia atras el largo y extraño camino que me reservó el destino, y compruebo tristemente a mi alrededor que hechos similares a los que voy a contar no dejan de ocurrir entre la especie humana."

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EL LEGADO

Grupos de adultos con niños están llegando a la ciudad de Belzitz, en el centro de Polonia; cargan sus pocas pertenencias, tienen las cabezas gachas.
Yo tengo diecisiete años y camino entre ellos. Soy el único varón mayor que queda en la familia. Hace dos días los nazis han asesinado a mi padre. Ahora hemos recibido, igual que todos los judíos de la zona, la orden de abandonar nuestras casas y concentrarnos en la ciudad de Belzitz a esperar que los alemanes se presenten, elijan a los fuertes para enviarlos a inhumanos campos de trabajo forzado, y conduzcan a los que no les sirven a campos de exterminio.
Mi madre, mis hermanos y yo caminamos en silencio. Mamá tiene cuarenta años, yo diecisiete, mis hermanas Hanka, Rosa, Zlota y Sara quince, trece, once y nueve respectivamente; el menor es Elias, tiene cinco años y no va a tener más. Observa muy serio, preocupado, ya entiende que todo es muy grave y no puede portarse como un niño.
En Belzitz nos reunimos en la casa de mi tío. Además de nosotros hay otras familias vecinas. Bajo el piso de tablas, mis primos han preparado junto con un vecino un escondite rudimentario y provisorio donde caben diez personas. Está en un sótano que sirve para guardar tubérculos para los largos inviernos, ellos lo ampliaron y lo camuflaron.
Pasamos juntos muchas horas lentas y silenciosas. Llega la noche, casi no dormimos, alertas, esperando a los alemanes. No existe una salida, nadie nos va a ayudar. Los mayores saben y los niños presienten; tienen hambre pero no se atreven a pedir comida (aunque los grandes lo notan y les dan lo que encuentran para comer), se quedan quietos para no molestar.
Los mayores cavilan, estoicos y resignados. Veo que mi madre hace con otros consultas en voz baja. De pronto nos llaman, nombran a diez de nosotros y entre los diez estoy yo. Eligen a los más jóvenes de los que ya han crecido, a los que parecen más aptos.
Entre los diez hay dos primos míos, Rachmiel y Schoel, y está Hanka, la mayor de mis hermanas. Nos avisan que cuando los nazis vengan a buscar a todos, nosotros diez seremos los que vamos a ir al escondite. Nos hacen saber sin explicarlo, tal vez sin decírselo a ellos mismos, que hay un undécimo mandamiento y que fuimos elegidos para tratar de cumplirlo: "Sobrevivirás". Sí nos dicen que si alguno de nosotros sobrevive, no tiene que olvidarse de algo; debe contar al mundo lo que les está pasando a los judíos.
Pasamos la noche en vela, con la ropa puesta, todos guardan silencio porque nadie quiere decir lo que piensa. Los golpes suenan en la temprana madrugada, después del ruido de muchos camiones que se detienen junto a las casas del pueblo, acordonado por los nazis.
No tenemos tiempo ni coraje para despedirnos. La última mirada que es imposible olvidar, eso es todo. Los diez elegidos bajamos al escondite. Desde abajo escuchamos los gritos, los insultos, las órdenes de correr rápido, las salvas de fusilería contra los enfermos y ancianos que se rezagan. Actúan oficiales de la S.S. y la tropa ucraniana de las divisiones del siniestro general Wlasov.
Es el día de Simjat-Torra, cuando se baila con los rollos sagrados de la tora y se recuerdan las tablas de los diez mandamientos. Los nazis han elegido nuestra fiesta para llevarse a los judíos de Belzitz y dejarme sin familia.
Parados en nuestro refugio, sin poder movernos, escuchamos el ruido infernal que dura hasta el mediodía. Después, un silencio sepulcral nos envuelve. Decidimos esperar que llegue la oscuridad para salir.
Así empieza mi lucha por sobrevivir, donde el horror, la casualidad, el riesgo, la voluntad de vivir, el dolor y la intuición se combinarán de un modo extraño y preciso que me llevará a la lista de Schindler y finalmente a la Argentina.
Me dijeron que no olvidara contarle al mundo lo que ocurrió con los judíos; voy a contar lo que ocurrió conmigo, y con los que yo conocí. No quiero que se piense que el relato que sigue pasó en un mundo que había enloquecido, donde los hombres se habían vuelto animales y el infierno había irrumpido en la tierra. No es así: los hechos que van a leer acontecieron entre la gente, gente más o menos mala o más o menos buena, igual que toda, alguna más valiente y noble, otra más débil y temerosa, gente decidida o vacilante, fácilmente influible o crítica. Eso es todo. Las cosas ocurrieron simplemente porque una lógica humana, política, histórica, las hizo ocurrir. Como la de cualquier sobreviviente, mi historia personal es el producto de esa lógica. Por eso, para poder entenderla, hay que empezar por la historia colectiva.


ALGO DE HISTORIA

Cuando Hitler invadió Polonia, vivían allí 3.300.000 judíos. Hoy hay menos de 5000, la mayoría ancianos que a duras penas mantienen las tradiciones y que con el tiempo van a desaparecer. De los judíos en Polonia, sólo quedan los vestigios de la masacre.
Polonia es un país eslavo, igual que algunos de sus vecinos. Su epopeya nacional es terriblemente conflictiva: rodeado por lo que hoy es Checoslovaquia, al sur, por Alemania al oeste y por Rusia al este, fue desde su origen una tierra constantemente amenazada y disputada por sus vecinos. Pagana hasta el siglo IX, Polonia nace como Estado autónomo al mismo tiempo que se vuelca a la fe católica. En pleno feudalismo, el bautismo del duque Mieszko (960-992) y el apoyo de la iglesia permiten, entre otros factores, que Polonia se constituya como provincia eclesiástica autónoma.
Nacionalismo y religión católica están desde siempre, entonces, fuertemente ligados en ese país. Del siglo XII en adelante Polonia sufre fragmentaciones, invasiones; y es repartida y disputada varias veces a lo largo de 800 años entre lo que hoy podemos llamar Rusia, Alemania y Austria. La ausencia de fronteras naturales y la memoria del avasallamiento territorial fortalecen el nacionalismo polaco, siempre al calor del arraigo de la fe católica, tan ligada a la reivindicación de autonomía.
Estudié la historia de esa nación en mi escuela primaria; me quedó el recuerdo de una tierra poblada de leyendas, guerreros heroicos, señores y siervos, caballeros andantes. En la segunda mitad del siglo XVIII, con Rusia, Alemania y Austria dividiéndose Polonia, hubo levantamientos patrióticos -sobre todo contra el zar- que fueron cruelmente sofocados. La invasión de Napoleón sobre Rusia también despertó esperanzas en los polacos, muchos se alistaron para pelear contra el zar. Pero en 1815 Napoleón fue derrotado en Waterloo.
Recién en 1918, terminada la primera guerra mundial, se proclama la creación de una Polonia independiente con acceso al mar, a costa de la derrotada Alemania. En 1920, una ofensiva militar dirigida por el general Pilsudski logra expandir el territorio hacia el este, combatiendo contra los bolcheviques, con el apoyo de los aliados (Francia y Gran Bretaña). Reconocido como héroe nacional, Pilsudski toma el gobierno. El poder es así ocupado por militares de la fracción derechista del socialismo (Partido Socialista Popular).
Los judíos viven en esta nación convulsionada desde fines del siglo XI. Llegaron empujados por el maltrato de los países anglo-sajones, donde sufrieron las Cruzadas y siempre fueron la población considerada más baja, obligada a vivir en ghettos, expuesta a los caprichos de los príncipes y barones locales. Provenientes sobre todo de Prusia o Alemania, el flujo se expandió en todas direcciones. Los judíos que se instalaron en Polonia hablaron un alemán que con el tiempo se transformó en idisch.
En comparación con las situaciones que sufrían en el resto de Europa, la vida en Polonia fue más fácil. Una etapa buena transcurrió durante el reinado del rey Kazimierz, el Grande (1333-1370), quien -según decían los cronistas- encontró una Polonia de madera y dejó una Polonia de ladrillos. En ese tiempo de bonanza para toda la nación, el rey atrajo a los judíos y les dio una participación que contribuyó al engrandecimiento de Polonia. La actividad judía en el comercio, en los trabajos artesanales y las finanzas fue muy importante. Fue costumbre de los príncipes y barones locales nombrar judíos como asesores financieros.
De todos modos, al vivir en territorio de sus amos, los judíos dependían siempre de los caprichos del señor feudal. Además, las numerosas invasiones que sufría Polonia no dejaban de afectarlos. Las invasiones de los cosacos de las estepas del Don, por ejemplo, se produjeron durante la época de su líder Chmielnicki, a mediados del siglo XVII.
Chmielnicki, un noble polaco que -ofendido con la realeza- se puso al mando de los cosacos, es un nombre tristemente recordado por la población judía. Sus hordas violaron y asesinaron a mansalva a mujeres, varones y niños en incursiones relámpago. Este tipo de asalto, conocido como pogrom, se repitió sistemáticamente, a lo largo de los siglos, contra los judíos de Europa oriental.
Las hordas de Chmielnicki se aliaron a menudo con tribus nómadas y guerreras que venían de Mongolia, o con tribus tártaras. Invadían el este de Polonia y se dividían el botín luego de sembrar la muerte entre los judíos, pero también en poblaciones cristianas y en castillos de nobles. Por esto los nobles polacos formaron un ejército que consiguió rechazar las hordas hacia las estepas.
Los pogroms fueron una constante en la vida de nuestras poblaciones, no sólo de Polonia sino de Ucrania, Rusia y en general de los países donde había fuertes minorías judías. Los atacantes solían usar las fechas de nuestras fiestas religiosas para realizar sus sangrientos asaltos, en los que mataban, violaban y robaban lo poco que los judíos tenían. Las hordas solían estar formadas por populacho ignorante y supersticioso, movido por barata agitación antisemita que decía, por ejemplo, que los judíos elaboraban el pan azimo que comían en Pesaj con la sangre de una criatura cristiana que habían secuestrado y asesinado. En ese ambiente de intolerancia y demonización, los judíos vivieron en Polonia etapas de diferente suerte.
Cuando ya en 1921 el país proclamó su independencia y el general Pilsudski ocupó el poder como un héroe nacional, su situación pareció mejorar. Existía una relativa autonomía para las minorías importantes, aunque el antisemitismo en Polonia era notorio y extendido. Una larga acumulación de frustraciones y un nacionalismo fusionado con ferviente catolicismo producían una química en la cual no había mucho espacio para las minorías, ni religiosas ni nacionales.
La primera minoría estaba constituida por los ucranianos. Estos eran perseguidos y denigrados por los polacos, quienes se referían a ellos con la palabra "jame" (tarado, zonzo). Los judíos éramos la segunda minoría de Polonia. Nuestra comunidad estaba compuesta principalmente por artesanos, comerciantes y profesionales. Era, básicamente, una población urbana y mayoritariamente pobre, aunque había familias de fortuna. Los judíos no tenían en general acceso a los campos, no se les permitía tener propiedad de la tierra; desde los tiempos de los zares existían estas restricciones.
La mayor parte de las familias eran artesanas, de condición muy humilde. Como todos los pobres, tenían muchos hijos que alimentar. En el verano no había trabajo, sobre todo en las ciudades más chicas, porque los campesinos andaban descalzos y casi sin ropa, esperando las cosechas para poder comprar algo en el próximo otoño, entonces los artesanos no tenían demanda.
En 1935 murió el general Pilsudski. La situación de los judíos había sido bastante pasable bajo su mando. A su muerte subió otro militar, el general Szmigli-Ritz, marcadamente antisemita e incompetente. Empezamos a sufrir persecuciones de toda clase.
En este contexto, a Hitler las cosas le fueron muy fáciles. La invasión alemana que él planeaba contó con una eficaz quinta columna en territorio polaco. Apoyados por la minoría alemana de Polonia, pero también por el generalizado antisemitismo, los nazis prepararon el asalto al país sin grandes dificultades, en las mismas narices de las autoridades polacas.
Y así llegamos al primero de septiembre de 1939, el instante inicial en que la Historia se cruza con mi historia personal y empieza este relato. Irrumpe así el horror en mi vida, pero también la extraña y larga cadena de coincidencias y acontecimientos que hoy puedo entender como destino, y que me llevará hasta la fábrica de los Schindler y a salvar mi vida. Yo tenía 14 años recién cumplidos y acababa de terminar la escuela primaria. Me gustaba estudiar y quería seguir haciéndolo. Pero todos los proyectos perdieron sentido: Hitler invadió Polonia, comenzó la segunda guerra mundial y en nuestras vidas hubo lugar para hacer una sola cosa: tratar de no morir.


MI INFANCIA EN POLONIA

Mi primer recuerdo de la infancia es de los cuatro años: estoy en Maski, un pueblo rural, a la vera de un riacho de aguas transparentes que lo bordea. Es agua de afluentes subterráneos naturales, potable, de la que beben los animales domésticos. Allí lava las ropas mi madre Faiga, y también las ollas y los platos. Es un recuerdo tranquilo, agradable, como la vida que teníamos.
Nuestra vivienda era alquilada, tenía dos habitaciones. En una de ellas, mi padre había instalado su taller de zapatero artesano; en la otra, dormíamos. En Maski habitaban unas setenta familias, todos agricultores. Mi padre se llamaba Jaim, hacía trabajos para ellas y para otras familias de los pueblos vecinos.
Además de nosotros, había otra familia judía en Maski y tenía un almacén. Éramos amigos, nos visitábamos. Así transcurrieron mis primeros años, tranquilos y pacíficos, con inviernos crudos y hermosos veranos y primaveras junto al pequeño río.
Yo era el mayor, ya había nacido mi hermanita Hanka y mi madre estaba embarazada otra vez. Llegó el momento de mandarnos a la escuela; nuestros padres decidieron mudarse a la pequeña ciudad de Markuszew, donde estaban mis tíos y mis primos. Mientras tanto, mamá nos dio otra hermana, Rosa, y quedó poco después encinta de la cuarta, Zlota. Cuando estalló la guerra habían nacido ya Sara y Elias, éramos una familia de seis hijos y vivíamos desde 1938 con nuestra abuela materna, la única que conocí. La abuela acababa de enviudar por segunda vez y se instaló en casa. Moriría en el invierno del 43 de muerte natural, pero de eso hablaré después.
Con una importante población judía, Markuszew era además una ciudad llena de vida, a veintisiete kilómetros de Lublin. Pese a su pequeñez tenía una rica actividad cultural y comercial. Todos los lunes había feria y la ciudad se llenaba de gente de la zona. Había comuna, comisaría, bomberos, colegios, médico, farmacia y hasta una estación de servicio donde se vendía nafta bombeada a mano para los pocos clientes que viajaban entre Varsovia y Lublin.
Nosotros vivíamos, por supuesto, en una pequeña casa alquilada. Consistía en una habitación grande y un lugar para guardar el combustible: turba y algo de leña para los inviernos. También allí mi papá había montado su taller de zapatero. Su trabajo comenzaba con el otoño y terminaba a fines del invierno, por eso mi padre trabajaba muchas horas en esos meses. Se levantaba a las cinco de la mañana y rezaba sus plegarias en el templo o en casa. A las seis se sentaba en su banquito de tres patas, frente a una mesita baja más o menos de un metro cuadrado de superficie, y no se levantaba hasta las diez u once de la noche. Se iluminaba con una lámpara de querosén. Los clientes, en su mayoría campesinos, eran habitantes de los pueblos vecinos que había a unos diez kilómetros de allí.
No era fácil hacerse de una gran clientela fija: había que tener fama de muy bueno, cumplir con los pedidos, no cobrar caro y garantizar que las botas que uno fabricaba duraran dos años, lo cual no era sencillo porque la mayoría de los campesinos no tenía más que un par de botas y las usaba todo el tiempo, salvo en los meses de verano.
En Markuszew empecé el colegio primario. Había clases de lunes a sábados. Todos los judíos observábamos estrictamente el descanso sabático, que empezaba los viernes con la salida de las primeras estrellas y terminaba al final del sábado. Los niños judíos estábamos eximidos de concurrir los sábados a la escuela, pero debíamos pedir las tareas de ese día a los alumnos polacos y presentarnos el lunes con todo completo.
En la escuela el antisemitismo se manifestaba sobre todo en la falta de contacto entre nosotros y los chicos polacos, pero no era masivo entre los maestros. Podíamos estudiar tranquilos; yo recibí el reconocimiento de algunos profesores que no eran antisemitas y me apreciaban porque era buen alumno.
Cierta vez, por ejemplo, nos dieron una tarea bastante difícil (una investigación sobre cómo había surgido y crecido la ciudad de Puerto Gdinia). Todos presentamos nuestros trabajos escritos y la maestra leyó primero uno que estaba muy mal hecho, de un alumno polaco, para mostrar los errores; después leyó el mío en voz alta, como modelo para el resto de la clase. Además me dio un regalito: varias conchitas de mar.
En cuanto a mis compañeros, todos me respetaban mucho desde que había hecho sangrar a un compañero polaco por molestar a un judío. La historia no difiere del tipo de episodios que hoy pueden pasar en cualquier lugar donde hay discriminación: muchachos polacos que empujan y acosan a un judío más débil que ellos; otro judío que se mete y propina una educativa piña en la nariz, con la violencia suficiente para provocar el súbito respeto de los polacos; reinado de ahí en más de la convivencia pacífica. Lo cierto es que esa fue la única vez que yo golpeé a alguien en toda mi vida.
En suma, la escuela era un lugar donde los judíos podíamos movernos con bastante comodidad. Tampoco todos los alumnos eran antisemitas, conocí buenos compañeros polacos con los que quizás en otro contexto hubiera podido trabar una amistad. No había espacio para un contacto profundo entre judíos y polacos, pero sí, el suficiente para tener conocidos con los que se mantenía una relación cordial y distante.
Se estudiaba mucho, hasta diez meses al año, y además, entre cuarto y séptimo grado hacíamos gimnasia y competencias deportivas tres veces por semana. Me gustó la escuela. Era un buen alumno, entendía rápido y hacía bien los deberes. También me gustaba mucho leer y concurría asiduamente a la biblioteca.
Tendría diez u once años cuando se presentó en casa, una tarde, una señora acompañada por su hijo, un chico de mi edad. Yo cursaba cuarto grado. La señora le explicó a mi madre que recién habían llegado de Varsovia y pensaban radicarse acá durante un año, por razones de trabajo de su esposo. Su hijo iba a cursar conmigo en la escuela y, como era un buen alumno, ella quería encontrarle un compañero que tuviera también inquietud por el estudio. En la escuela le habían dado mi nombre y ella vino a casa. Por supuesto, era judía, pero también era rica y parecía no importarle que yo fuera el humilde hijo de un zapatero, con padres casi analfabetos.
Así fue que un día fui a la casa de mi nuevo amigo y me mostraron la biblioteca. Quedé fascinado: ¡eso era un tesoro! Había libros de historia griega y romana. No eran libros especiales para nuestra edad, pero era un velo que se descorría frente a mí: un mundo desconocido. Mi amigo me prestó libros, los fui leyendo. Definitivamente, conocer y estudiar era lo mío. En el mundo pequeño en el que vivía, el saber me abría ventanas y me despertaba proyectos. Confié en ellos, pero mis proyectos no se cumplirían; serían solamente sueños.
LA FERIA

Los lunes había feria. Me encantaba ese día, sobre todo en primavera y verano: llegaban de los alrededores y desde lejos toda clase de carros tirados por caballos. Los artesanos traían trajes, zapatos, botas de cuero y abrigos de piel de oveja para el invierno; los campesinos, cultivos, comestibles de muchos tipos, animales vivos que a veces se vendían y otras se canjeaban.
Los animales estaban en un sector de la feria poblado por los gritos de las aves estridentes. Los gitanos se ocupaban generalmente de la compra y venta de caballos. Eran especialistas en el oficio, aunque solían embaucar a los compradores, que observaban con mucha desconfianza y celo cada animal que elegían. Muchas veces terminaban de pagar un animal sano y rozagante, y descubrían que rengueaba.
Regateos y juramentos, gritos, discusiones, risotadas, eran el prólogo inevitable de cualquier compra. Los sastres y los zapateros tomaban medidas para sus confecciones, las amas de casa revisaban las verduras y las aves, los que compraban discutían los precios. El bochinche de la feria era ensordecedor pero agradable. Nadie descansaba: todos corrían a comprar o a vender; la cuestión era ganarse el sustento y tenía que ser ese día, porque las ganancias debían durar toda la semana. Las amas de casa compraban comida directamente a los campesinos, productos frescos, recién cosechados o elaborados. También había barriles de arenques, algunos con mal olor y pasados en salmuera. Los de buena calidad se vendían a diez centavos; los pasados en salmuera, a cinco.
A la feria llegaban también timadores que venían a hacerse el día aprovechando la inocencia de esta gente simple: timberos profesionales que con una simple mesita y un mazo invitaban a apostar; "ayudantes" que incitaban a la gente apostando primero y ganando. Siempre aparecía un campesino al que se lo dejaba ganar hasta hacerle perder todo lo que había obtenido en la feria, siempre había grandes peleas después, gritos desesperados del timado, mientras el tramposo solía escabullirse ayudado por sus socios.
También venían cantantes. Una cantante y su músico interpretaban canciones románticas y nostálgicas, luego vendían las letras en hojas impresas. Y venían tragasables, tragafuegos que pasaban su sombrero entre la gente. Y tullidos lastimeros que pedían limosna con gritos desgarradores. En las tabernas y restoranes se vendía vodka, algo de cerveza y comida. Los campesinos solían emborracharse y muchas veces la cosa terminaba en grescas entre bandos de pueblos vecinos, había corridas y hasta algún apuñalado. La policía irrumpía y apresaba a los que podía. Para soltarlos, si es que no había habido algún muerto, intercedía un intermediario conocido y prestigioso y la policía recibía un "premio". Pero en el crudo invierno la feria era triste: no había comestibles frescos sino productos desecados (frijoles, harinas, trigos), se vendía turba, leña y carbón, algunas bolsas de papas siempre que estuvieran bien cerradas. Los caballos echaban nubes de vapor. En las tabernas se agrupaba mucha gente, que tomaba vodka con la excusa de calentarse un poco.
El invierno polaco era duro, pero la primavera era espléndida. La nieve y el hielo se derretían bajo el sol y poco a poco los prados florecían, en los campos brotaban los trigos verdes y los pájaros regresaban. Una señal de la llegada de la primavera la dábamos nosotros, los niños, que gritábamos cuando veíamos que la cigüeña había vuelto a su nido. La enorme profusión de flores en cercos y jardines, los brotes en los frutales (empezando por las cerezas y las guindas, que comíamos a manos llenas), eran alegría y esperanza de una nueva vida.
Entonces la feria se iba llenando de frutas y verduras, empezaba a poblarse de colores. Las fresas silvestres de los bosques, un fruto muy dulce que costaba mucho recolectar porque se encontraba casi sobre el suelo, aportaban el negro brillante entre el rojo oscuro de las cerezas.
Así era la feria antes de la guerra. Después eso también se terminó. En el verano de 1940, ya instalado en el campo con toda mi familia para escapar de las razzias de judíos que hacían los nazis en la ciudad, quise retornar a la feria de Markuszew. Yo trabajaba de peón para unos campesinos y ellos iban los lunes a vender sus productos. Un lunes les pregunté si podía acompañarlos. Quería volver a ver ese espectáculo, volver a estar en el centro del bullicio.
Mi papá me dio permiso pero me advirtió que tuviera mucho cuidado, era verdaderamente peligroso. Si me reconocían como judío me llevarían a algún campo de trabajo o de exterminio. Fui con ropa de campesino polaco, nervioso y con mucho miedo: iba a volver a ver la ciudad donde había vivido el final de mi infancia, después de los terribles bombardeos que había sufrido; iba a retornar a la feria, ahora que todo había cambiado tanto.
Lo que encontré fue triste, muy triste. Markuszew estaba muy cambiada, llena de ruinas; había muy pocas edificaciones nuevas. En ese breve tiempo se había quedado sin familias judías (todavía había algunas, pero muy pocas). Reconocí algunos paisanos pero no me acerqué, no podía. ¿Acercarme para qué? ¿Para preguntarles cómo estaban? Era imposible, habría sido horrible humor negro.
Volver a la feria fue muy duro para mí. Sin la pujanza comercial y artesanal de los judíos, estaba muerta. Era triste, silenciosa, no tenía el mismo aspecto ni importancia. Había mucho menos movimiento y faltaban más de la mitad de los puestos: ya no había artesanos pregonando la mercadería. Bencina, sal, azúcar, clavos o tabaco eran productos que sólo se conseguían en algunos almacenes polacos y -como farfullaban con rabia sorda los propios polacos- se vendían a precios más altos que los de los puestos judíos.
Ese verano de 1940 retorné a mi hogar con el corazón encogido y les conté a mis padres en qué se había transformado, en tan poco tiempo de guerra, la ciudad llena de vida en la que habíamos pasado varios años. Nunca más quise volver a la feria de Markuszew, ni siquiera después del fin de la guerra.


EN EL CAMPO

En los años de Markuszew, antes de que estallara la guerra, pasamos los veranos en el campo. Una primavera acompañé a mi papá a un pueblo donde él tenía hecha su clientela y era muy conocido, íbamos a ver a los dueños de pequeñas plantaciones de árboles frutales para convenir lo que nuestra familia hacía todos los años: los propietarios nos alquilaban sus plantaciones, nosotros cosechábamos y comercializábamos las frutas a cambio de un precio convenido, que se fijaba según calidad y cantidad.
Primavera y verano eran para mi padre el período fuera de temporada. Con el calor, los campesinos andaban descalzos. El trabajo escaseaba y los artesanos iban a las casas de sus clientes a ver si conseguían algo para hacer. Mi padre buscaba esta opción.
Aquella mañana yo ya tenía diez años y participé seriamente en la tarea. Me subí a los árboles frutales para observar los pimpollos, para ver si eran de hojas o de flores -eso era lo que nos interesaba, las frutas salen de las flores-, para calcular la producción que podíamos esperar. Miraba con mi ojo de niño adulto, juzgaba y opinaba, contribuyendo con orgullo en la economía familiar, como primogénito que era.
Para nosotros la tarea no era fácil: arriesgábamos justo en los meses sin trabajo nuestros pocos dineros ahorrados. Esa vez que acompañé a mi padre se convinieron, como siempre, los términos del contrato con los propietarios y se "firmó" como se usaba entonces: dándose un fuerte apretón de manos. Regresamos luego a casa a pedir a Dios que tuviéramos suerte y no hubiera heladas, ni vendavales, ni pestes de oruga. Esa era una de las cosas peores, nosotros la sufrimos en dos oportunidades: en pleno verano, los árboles apestados quedaron como espectros con sus ramas peladas. Las orugas eran una especie de langostas que acababan con las hojas y las frutas.
Yo amaba esos veranos largos en que pasábamos el tiempo en el campo, combinando trabajo y vacaciones fuera de la ciudad. Había frutas frescas, la comida no era cara y era fácil de conseguir, el trabajo era duro pero agradable. Recuerdo que esperaba con deseo creciente que llegara junio y terminaran las clases para ayudar a preparar el traslado de la familia, tomar posesión de la pequeña plantación, recolectar los primeros frutos y salir a venderlos. La venta no era en la feria de Markuszew sino en Lublin, ciudad grande y capital de provincia, a donde mi padre me llevó dos veces con el cargamento de frutas, en un carro tirado por caballos y alquilado a un campesino. Muy serio, muy consciente de la importancia de la tarea, ayudé a vender la mercadería. Ahora yo era parte de la feria.


LA QUINTA COLUMNA

Tres  meses antes del comienzo de la guerra (yo estaba terminando sexto grado) apareció en nuestra escuela un individuo de muy buenos modales y aspecto atlético, vestido con el uniforme de la organización internacional de los boy-scouts. En Polonia los boy-scouts eran nacionalistas cristianos, muy cerrados y discriminatorios. Entre ellos sólo había lugar para los "verdaderos" polacos, los aristocráticos; nada de minorías y, por supuesto, nada de gente humilde.
La llegada de este personaje fue muy extraña: estábamos en junio, a fines del ciclo lectivo; ¿qué venía a hacer a la escuela, y por qué lo recibían tan amablemente? En efecto, el director le abrió las puertas de la institución, le presentó a los maestros -dos de ellos oficiales de la reserva polaca-.
Con la venia de las autoridades escolares, el individuo organizó un seminario para los boy-scouts locales. Hubo juegos variados, caminatas, fogatas nocturnas. Los muchachos estaban muy entusiasmados y hasta hubo fotos de las excursiones. La cosa duró una semana; un día el hombre no apareció más. Sin previo aviso, dejó a todos esperándolo en una actividad programada. No hubo explicación oficial, nadie dijo abiertamente nada. Pero el rumor que corrió fue que era un espía alemán.
En esos días previos a la catástrofe pululaban los espías alemanes. Operaban en Polonia a plena luz del día, bajo las complacientes narices de las autoridades polacas, que mientras tanto no cesaban de anunciar con estridencias la defensa del honor y el suelo patrio, de elogiar el heroísmo del pueblo polaco que no cedería un ápice de su territorio al alemán ni a nadie.
Ni los discursos altisonantes ni los preparativos de defensa frente a Hitler pasaban de ser algo más que una payasada. El ejército polaco no estaba preparado para una contienda de tal magnitud, como comprendió e informó desde el comienzo la famosa quinta columna de espías y colaboradores nazis, que proliferó en toda la retaguardia y todos los rincones del país.
Pero el ejército polaco no tomó conciencia de su inferioridad de condiciones. Al contrario, sostuvo un orgullo que lindaba con la soberbia. Los oficiales eran arrogantes y bastante pomposos. La mayoría del ejército era la infantería; no estaba motorizada y contaba con poca y vieja artillería; además, subsistían apenas algunos tanques de la primera guerra mundial.
El orgullo de los polacos era su aristocrática caballería, allí destinaban a los más espigados y elegantes. A los escasos y endebles avioncitos que formaban la fuerza aérea, y a la marina (algunos buques, nada muy importante), iban los recomendados; a los pocos cañones, los más robustos y fuertes; el resto era destinado a la infantería.
El servicio militar en Polonia era otra muestra de falta de adaptación a las urgencias de esos tiempos: muy riguroso, pero inútil. Su duración era prolongada, de dos años, y a tal punto tenían que hacerlo todos, que quienes no eran aptos por alguna razón debían trabajar gratuitamente una semana por cada uno de los dos años en tareas asignadas por el gobierno, bajo mando castrense.
Dar algo por la patria era la consigna, no había excepciones. Pero el entrenamiento que realizaban los conscriptos aptos poco tenía que ver con las necesidades del momento. La infantería, por ejemplo, se ejercitaba en caminatas de hasta 60 km diarios cargando equipo completo, lo cual era absurdo, porque mientras tanto los alemanes no perdían más el tiempo en caminatas, para eso habían motorizado la tropa. Tal vez obcecados por un nacionalismo autosuficiente, los militares polacos no se detenían a observar los avances tecnológicos de los países vecinos.
Meses antes del comienzo de la guerra, frente a la inminencia de una invasión, el ejército organizó maniobras patéticas de "intimidación" al adversario. En mi Markuszew hubo una, la recuerdo bien:
Anunciaron las maniobras mientras prevenían ampulosamente a la población sobre peligros e inconvenientes que podían surgir. Una mañana empezaron a llegar los contingentes militares, sobre todo de infantería. Venían a pie, con su equipo a cuestas. Los sanitarios se tambaleaban sobre carromatos tirados por caballos. No había, por supuesto, un sólo motor. Un destacamento de artillería llevaba su único cañón, también arrastrado por animales. Se dividieron en dos bandos para ensayar las maniobras; todo fue notablemente aburrido, con excepción del solitario tiro de cañón sobre la ruta, muy cerca de nuestra ciudad, que nos asustó un poco y rompió algunos vidrios de casas. De más está decir que los vecinos tuvieron que reponerlos por su cuenta: era parte del precio de dar todo por la patria.
Al fin de las maniobras hubo un desfile militar. Levantaron un palco a la entrada de la ciudad y las unidades que habían participado marcharon frente a la más importante autoridad del país, el Marszal Ritz-Sznigli, el ex-segundo de Pilsudski, que ahora estaba al mando de Polonia. A Ritz-Sznigli le gustaban las bravuconadas: "No vamos a dar ni un botón", decía. Después daría hasta sus calzoncillos, pero el momento todavía no había llegado.
En el desfile pude observar tanques por primera vez. Como dije, eran viejos (de la primera guerra) y escasos (cuatro, por todo concepto), pero como pasaban varias veces para parecer más, su marcha duró una hora entera.
Con estas fuerzas y casi oficialmente atestado de espías el ejército polaco enfrentó a los nazis. Antes de estallar la guerra se formaron comités recaudadores para comprar armas. También sobre eso se hizo mucha propaganda y se recitó mucho patriotismo. Pero la verdad es que se obtuvieron sobre todo unas pocas ametralladoras livianas, de mala calidad.
Por afuera, Hitler y Stalin ya habían firmado su tristemente célebre pacto Molotov-Ribbentrop, meses antes de la guerra, pacto de no agresión por el cual los dos dictadores se repartieron el territorio polaco y se prometieron mutua neutralidad, comprometiéndose Stalin a no atacar a Hitler y Hitler a no meterse con las fronteras soviéticas. Por adentro, gran parte de los polacos esperaban vergonzantemente que Hitler tomara cartas en sus asuntos. Las ideas nazis eran un buen pretexto para ganarse a los antisemitas polacos, que eran minoría pero los que importaban: aristócratas de las clases dominantes, nacionalistas defensores del "ser polaco", en un país donde nacionalismo y catolicismo estaban casi fanáticamente entrelazados desde el comienzo de su historia.
En cuanto a nuestra gente, una gran parte observaba acercarse la catástrofe con bastante inconsciencia y autoengaño: "si los alemanes invaden Polonia, no nos va a pasar nada grave", razonaban, "nos van a dejar vivir en paz. Total, somos pobres y no le hacemos mal a nadie". Existía mucha ignorancia sobre lo que realmente eran los nazis, es que no llegaban tantas noticias de lo que estaba pasando en Alemania con los judíos. Y además, de algún modo se esperaba un milagro: Dios nos iba a proteger, nada podía ser tan terrible.
En cuanto a los judíos ricos, probablemente apostaban también a que podrían comprar de algún modo su salvación (y de hecho hubo algunos que lo lograron). Pero las familias pudientes eran muy pocas (el 15% de todos nosotros, aproximadamente).
Así, entre la inconciencia y el autoengaño de nuestro pueblo y la complicidad del extendido antisemitismo, sobre todo de la clase dominante polaca, se inició la guerra.
La aristocracia polaca antisemita fue cómplice del comienzo de la segunda guerra mundial y de la masacre a los judíos, pero no fue el único. Ya en 1938 Hitler había invadido Austria, Checoslovaquia y Hemel (que era parte de Lituania) sin que el mundo interviniera. Francia e Inglaterra creyeron que con esas ofrendas aplacaban el apetito del dictador y se quedaron tranquilas. Después de todo, la ideología nazi no les molestaba demasiado. El discurso ultrareaccionario y el antisemitismo estaban muy extendidos en todo el mundo. Sobre todo el antisemitismo.
En Polonia nuestra situación se deterioró a toda velocidad. Los judíos habitábamos ese país desde hacía más de 900 años, éramos ciudadanos leales, cumplíamos las leyes y trabajábamos en paz. Soportábamos trato y legislación discriminatoria, pero eso no nos impedía hacer nuestras vidas. Las cosas se pusieron cada vez más terribles, cualquier pretexto era bueno para que los poderosos nos hostigaran. Ellos tenían poder de decisión y armas de su lado, y se encargaron de hacernos la vida imposible. En ese contexto, comenzó la invasión alemana. Para nosotros, los judíos, se terminó todo.
LA GUERRA

Para tener una excusa para atacar Polonia, los alemanes inventaron una provocación: sacaron de prisión a un grupo de delincuentes comunes, los vistieron con uniformes del ejército polaco y los hicieron ocupar una emisora de radio de Pleivitz, territorio fronterizo de Alemania, por la cual lanzaron consignas nacionalistas antialemanas.
El ejército alemán que entró en Polonia estaba bien equipado. Tenía armas mecanizadas modernas en cantidad, camiones y tanques, y contaba con un amplio stock de retaguardia. La ocupación de Checoslovaquia le había permitido alzarse con un botín muy valioso para la guerra que se disponía a emprender: en ese país estaba la fábrica Skoda, uno de los más grandes centros de producción de aviación y artillería pesada.
La elegante caballería polaca no pudo hacer nada más que demostrar su heroísmo, lanzándose absurdamente contra los tanques alemanes. Muchos reservistas que fueron llamados a defender el país no encontraron a nadie en los puntos de reunión estipulados, donde se suponía debían equiparse antes de integrarse a las filas. Así y todo hubo quienes marcharon igual, con armas livianas, sin uniformes porque nadie se los había dado. Varsovia resistió varios días cuando nadie esperaba que resistiera uno. Pero el heroísmo de algunos se combinó con el caos, la pobreza militar y la complicidad subterránea de muchos.
Con su poderosa aviación, que no encontró oposición polaca, los alemanes bombardearon objetivos militares y también objetivos civiles indefensos. Cinco días después de comenzada la invasión empezó el desfile, noche y día en nuestra pequeña Markuszev, ciudad de tránsito en la ruta Varsovia-Pulawy-Lublin: llegaban restos del ejército polaco y civiles que cargaban en carros las pocas cosas personales que podían  llevar y  salvar  de  los  bombardeos  indiscriminados. Huían de los alemanes, que seguían avanzando sin parar.
Desmoralizado y sin conducción, el ejército polaco había empezado la retirada. La fuga era hacia el este y el sudeste, la mayoría -diez o doce mil oficiales, junto con restos de tropa- llegó a Rusia, a donde el "neutral" Stalin les tenía preparada una bienvenida: los soldados fueron desarmados e internados y los oficiales recluidos en campos especiales y fusilados luego en secreto. En tiempos de Gorbachov aparecieron sus tumbas colectivas.
LA HUIDA

Ocho días después de la invasión nazi, un viernes bien tarde, los alemanes bombardearon una pequeña ciudad llamada Kuruv, que estaba a cinco kilómetros de nuestra Markuszew. Decidimos esa misma noche que a la mañana siguiente, aunque fuera sábado, abandonaríamos el lugar. Era cuestión de vida o muerte; las estrictas leyes judías nos permitían, en un caso así, transgredir el descanso del shabat: la vida tenía prioridad.
Cargamos lo que pudimos, que era muy poco. Nuestro padre se quedó en la casa para cuidar el resto. Así nos pusimos en marcha mamá, la abuela y los seis hermanos (algunos eran todavía criaturas). Caminamos diez kilómetros. Nuestra meta era un pueblo de campesinos donde mi padre tenía su clientela. Se llamaba Palikiie.
Salir de Markuszev fue inteligente: en la misma tarde del sábado la bombardearon e incendiaron. Cuando terminó el ataque, mi mamá y yo fuimos a la ciudad, caminando a marcha rápida, muy angustiados, para ver cómo estaba mi padre y qué había quedado de lo nuestro. Media Markuszev ardía en llamas; gente destrozada gemía y sangraba en las calles. Cruzamos todo el pueblo en medio del fuego hasta llegar a la otra punta, donde estaba nuestra vivienda. No habían bombardeado esa zona; mi papá estaba sano y salvo.
El domingo a la madrugada volvimos con un carro grande con dos caballos que alquilamos, así transportamos los muebles a Palikiie, donde nos instalamos. En la misma tarde de ese domingo la otra mitad de la ciudad, donde estaba nuestra casa, fue bombardeada y quemada. Sólo quedaron intactos la iglesia, el edificio de la comuna y algunas construcciones de la periferia.
En Palikiie vivimos casi cuatro años. Una familia campesina nos dio una casa que tenía abandonada (una amplia habitación con una especie de depósito); a cambio de la casa y también por mi comida, trabajé para ellos de peón. El campo de nuestros locadores no era muy grande, aunque daba para que pudieran vivir. Tenía doce hectáreas, dos vacas lecheras, una vaquillona y un ternero, dos caballos para trabajos de campo, dos chanchos, algunas gallinas y unos gansos. Había un bosquecito en el que pocos años más tarde yo tendría que esconderme.
El trabajo era muy intenso, sobre todo el trabajo manual. En tiempos de la cosecha la tarea era de sol a sol. Antes tocaba sacar a pastar las vacas, lo que no era fácil porque había que evitar que se corrieran al terreno vecino buscando mejor alimento, y el campo era pequeño, angosto y largo. No existían las alambradas, el límite con la tierra vecina se marcaba con un breve terraplén de 20 cm de ancho y 20 cm de alto. Las vacas lo pasaban tranquilamente, había que estar todo el tiempo impidiéndoles meter el hocico en el campo vecino.
Mientras tanto, mi papá continuó con su oficio; cuando podían, los campesinos abonaban con dinero su trabajo, otras veces lo hacían en especias (es decir, con alimentos). La materia prima que mí padre precisaba para las botas era difícil de conseguir, pero aún era posible. Como la temporada en el campo empezaba en otoño y terminaba a principios de la primavera, en el período en que yo no tenía trabajo podía ayudar. Mi padre preparaba las medidas de cada par de zapatos y yo las llevaba a pie, seis kilómetros hasta la ciudad de Belzitz. Ahí las entregaba, junto con el cuero necesario, al aparador, que era el que preparaba la capellada y la cosía. Retornaba a la nochecita con las capelladas listas y mi papá armaba las botas.
Papá trataba de evitar la ciudad, que se había vuelto un lugar muy peligroso. Allí había muchos judíos y continuas razzias, los arrestaban y los llevaban a lugares inciertos, sin retorno.
En el campo, los judíos estábamos un poco más tranquilos, aunque el municipio del pueblo, la iglesia y la policía no perdían oportunidad de hostigarnos y colaborar con los ocupantes nazis. La comuna obligaba a los varones judíos a realizar trabajos pesados y desagradables, los que ningún polaco quería hacer: enterrar desertores muertos, limpiar la ruta en invierno, después de una nevada. Se hacía, por supuesto, sin paga. Era absolutamente obligatorio, no podía discutirse; la única concesión que la comuna hizo a mi familia fue permitir que a veces hiciera yo el trabajo en vez de mi papá.
De todos modos, se podía más o menos trabajar y subsistir. Pero para los judíos de las ciudades no había tregua: los nazis pedían rescate sólo para dejarlos respirar un poco. Hubo razzias que arriaron gente joven para toda clase de tareas; se castigaba a los que usaban barbas, después de cortárselas a la fuerza; los rabinos tenían que desaparecer, si alguno caía en manos nazis no salía vivo.
Pese a todo, en ese mundo nosotros festejábamos nuestras fiestas y procurábamos por todos los medios no olvidar nuestras costumbres, nuestros preceptos y nuestra cultura. En Pesaj, -pascuas-, Rosh Hashaná -Año Nuevo- y Yom Kippur -Día del Perdón-, los judíos de los pueblitos que integraban el municipio nos reuníamos en casa de un vecino que había vivido toda su vida en Woicieczov y era conocido por todos porque tenía un almacén.
En su casa había espacio, pero sobre todo estaba el rollo de la Tora, nuestro libro sagrado. La tora estaba escrita a mano con pluma de ganso, en un pergamino. No era fácil tener una, pero era indispensable para muchos rituales. Normalmente en la sinagoga había varias toras, algunas donadas por judíos pudientes. Pero ir a la sinagoga se había vuelto peligrosísimo, los rituales eran cada vez más clandestinos. El almacenero en cuya casa nos reuníamos había comprado una tora antes de la guerra.
Encontrarnos en las fiestas significaba pagar primero al comisario local para que permitiera la reunión y no nos hostigara. Venían familias judías de los pueblos vecinos que conformaban el municipio. No era fácil reunimos y resistir el desbande y el miedo. Procurábamos completar el minián, es decir un mínimo de 11 varones mayores de 13 años, necesario, según nuestras costumbres, para honrar a Dios en las plegarias.
Así nos juntábamos alrededor de la mesa, en circunstancias tan desgarradoras. ¿Qué se podía pedir primero a nuestro Dios? ¿Que nos perdonara los pecados cometidos? ¿Pero cuáles pecados podían ser los que estábamos cometiendo, para recibir tanto dolor? ¡Que nos conceda buena salud! ¡Que el año que viene podamos encontrarnos todos otra vez, para alabar a Dios por la gracia concedida! ¿Pero cuántos vamos a ser el año que viene? ¿Cuántos de nosotros van a poder elevar su plegaria para pedir gracia? Yo tenía dieciséis años. Como adolescente adulto, con tantas responsabilidades ya asumidas, he meditado mucho viendo y oyendo las plegarias desgarradas, la tristeza. En la Pascua festejamos el milagro concedido al pueblo judío cuando, liberado de la esclavitud egipcia, deambulaba al mando de Moisés por el desierto. Entonces Dios hizo caer alimento del cielo: la maná. En nuestra fiesta compartíamos pan azimo, hecho de harina, agua, solamente ingredientes amargos. Sentado con los demás a la mesa del seder del Pesaj, mirando y oyendo los rezos, sosteniéndonos obcecadamente, pese a la tristeza, en nuestras prácticas y en nuestra religión, las preguntas se acumulaban: ¿por qué debíamos pasar tantas pruebas? ¿Así era ser el pueblo elegido de Dios? ¿Acaso debíamos esperar otro milagro, otro Moisés que vendría a salvarnos?


BOTAS NEGRAS Y BRILLANTES

Una noche de invierno de 1941, mi padre terminó un par de botas nuevas y las dejó sobre la mesa. Era tarde, nos acostamos a dormir. Al rato escuchamos golpes en la puerta; papá se levantó y preguntó quién era. No recuerdo qué le contestaron, pero por la respuesta parecían conocernos. Mi padre abrió la puerta e irrumpieron dos hombres con revólveres. Para evitar ser reconocidos, rompieron la lámpara de kerosene que siempre estaba prendida de noche, con una llamita pequeña.
Mi papá les hizo frente y se trabaron en lucha en la oscuridad. De pronto escuché un tiro y sentí pasos precipitados: los asaltantes se estaban escapando sin haber podido llevarse nada. Corrimos a asistir a mi padre, que solamente había recibido algunos golpes. En el techo vimos una marca de bala: mi papá les había desviado el tiro.
El miedo que sentí fue tremendo, pero también admiré el coraje y la fuerza de mi padre, que ponía el cuerpo para defendernos y protegernos. Esa noche la familia no pudo conciliar el sueño. Sentíamos como nunca la soledad y el desamparo. Empecé a temer por mi padre, tan decidido, tan integro a la hora de pelear por los suyos, y tan indefenso, tan solo en su empresa.
Por las noches tenía pesadillas recurrentes. Siempre el mismo cuadro macabro: hombres siniestros torturaban a mi papá, que daba gritos desgarrados. Me despertaba en medio de la noche horrorizado y temía dormirme y volver a soñar. A la mañana, lo primero que hacía era buscarlo. Me aliviaba cuando lo veía sentado en su banquito de zapatero, trabajando. Yo era su hijo mayor, yo era importante para la sobrevivencia de la familia. Me juré ayudarlo en todo lo que me fuera posible.
Después del asalto nocturno cometimos una ingenuidad: la familia me envió al destacamento policial polaco a realizar la denuncia. Los policías llegaron por la tarde, hicieron las preguntas de rigor, miraron las huellas y sacaron una bala del techo de madera. Se burlaron de la valentía de un judío y se fueron como habían venido. Entendimos que había sido una estupidez acudir a ellos. En esos tiempos, lo mejor era pasar inadvertido y no ver a la policía muy de cerca. Para protegernos sólo estábamos nosotros, había que asumirlo. Una madrugada salí a arriar las cuatro vacas de mis patrones al campo de pastoreo y cometí la imprudencia de subirme al árbol de manzanas de un vecino para llevarme algunas para comer. El dueño me descubrió, me hizo bajar y me retuvo, amenazándome con entregarme a la policía. Yo no lo podía creer: ¿por cuatro manzanas? Le rogué con desesperación que me perdonara, pero no sirvió de nada.
Para mi gran dolor y vergüenza, el propietario llamó a mi padre. Yo estaba desesperado: me había prometido colaborar como un hombre con el jefe de la familia, y al fin y al cabo no era más que una carga. Papá vino y negoció con el campesino. Después me llevó de nuevo a casa, sin reprocharme nada.
Cuatro manzanas miserables le habían permitido al cristiano propietario aprovecharse de un pobre zapatero judío. Mi travesura le costó a mi padre un par de botas nuevas de cuero. Esas botas que prometió e hizo mi papá para rescatarme están en mi memoria, negras y brillantes para siempre.


STUI

Otro episodio que me aterró transcurrió un viernes en que regresaba de la cercana ciudad de Belzitz. Había ido a comprar cosas para la casa, en vísperas del Shabat. Tres cuartos kilos de carne de la más barata, un pedazo de hígado y no recuerdo qué otra cosa. Yo caminaba por los campos siguiendo las huellas de los carros; cargaba una bolsa de arpillera con la mercadería. Todavía estaba cerca de Belzitz cuando observé que venía detrás de mí, a cierta distancia, un carro con varias personas, tirado por dos caballos a gran velocidad. Eso no era muy habitual y tuve miedo, así que apresuré el paso. Pronto escuché el ruido cada vez más cercano a mis espaldas, y el grito "stui", que en polaco era orden de que me detuviera. Primero no hice caso, pero escuché un disparo y paré. El carro se detuvo detrás, eran policías del destacamento local y sabían que era judío. Se bajó un policía polaco, me llamó. Me acerqué con el corazón galopante. Me hicieron abrir la bolsa y mostrar qué llevaba, me interrogaron: de dónde venía, a dónde iba, para qué y por qué. Finalmente me dijeron que me marchara y me llevara la bolsa. Empecé a caminar con paso inseguro ante ellos; esperaba el tiro que en cualquier momento me entraría en la espalda. Llegué a casa con los nervios deshechos; allí trataron de calmarme. La imagen de mi caminata con la policía atrás, esperando la muerte, me persiguió durante un tiempo.
Con la esperanza de que no me molestaran más, me procuré una carta de trabajo en el arbetsamt (oficina de trabajo) de la Judenrat que correspondía a mi región. Las Judenrat ("consejo judío", en alemán) eran organismos que había creado el nazismo; sus integrantes, elegidos por la colectividad de cada zona, funcionaban como nuestros representantes directos frente a los nazis, se suponía que dialogaban y negociaban en nombre nuestro con las autoridades. En realidad pronto fueron, más que otra cosa, una fuente de extorsión para provecho de los alemanes. Los nazis planteaban exigencias terribles y escuchaban ofertas (no siempre, a veces simplemente esperaban que se cumpliera la orden, bajo pena de muerte de sus integrantes si no lo hacían). Por ejemplo, daban a una Judenrat la orden de que les entregara cien muchachos jóvenes y fuertes para hacer trabajar. Entonces la Judenrat trataba de arreglar, así se entregaron fortunas de los judíos pudientes. Las Judenrat pagaron a veces dinero para rescatar a los judíos de la muerte, sobre todo las primeras, que estaban integradas por gente noble, hubo quienes se negaron a cumplir las órdenes y murieron por eso. Pero después no siempre fue así y las Judenrat muchas veces se ocuparon de su salvación personal, a costa de entregar a otros judíos, y negociaron vergonzosamente la vida de cientos o miles de personas.
Al principio, los nazis habían dicho que los proletarios judíos no serían molestados si tenían el documento que daba la Judenrat, la carta de trabajo que demostraba que no eran vagos. Era un modo más de engañarnos y hacernos creer que había algún modo de ser judío y librarse de ellos. Yo era bastante escéptico pero estaba muy asustado. Como el almacenero en cuya casa nos reuníamos para las fiestas era jefe de la Judenrat de nuestra comuna, me fue fácil conseguir una carta de trabajo. De todos modos, para la S.S. y otros funcionarios el documento no tenía valor oficial. Pronto entendí que tampoco ese papel irrisorio servía para algo.

PRIMOS

En Belzitz teníamos familia: un hermano de mi papá (también zapatero) y su mujer, que tenían diez hijos. Eran pobres igual que nosotros, los dos hijos mayores trabajaban con el padre. Yo tenía mucho contacto con todos ellos porque caminaba seguido hasta Belzitz y siempre iba a verlos. Por la época que estoy contando se casó el más grande, mi primo, e hizo algo para mí incomprensible: tuvo un hijo. Nada puede hoy ser más normal que formar una nueva familia, pero en ese momento nada me resultó más extraño, más absurdo, más imprudente. ¿Para qué, me preguntaba, traer a un niño judío más a este mundo, a esta época que nos tocó vivir?
También recuerdo la última visita de otro primo, el hijo más chico de un hermano mayor de mi padre, de Markuszew. Llegaron a casa el tío y mi primo, que tenía un año más que yo y con quien había compartido parte de mi infancia. Era un chico muy vivo, muy dotado, pero ahora estaba irreconocible: mudo, derrumbado, ni siquiera se acercó a mí. Los adultos no me dieron explicaciones. Yo observé la escena lleno de temor: ¿qué había pasado con el resto de esa familia? Ellos dos no venían de Markuszew, ¿de dónde venían? Mi tío y mi primo almorzaron con nosotros (un almuerzo pobre, lo que había) en un clima pesado y muy triste. El tío habló con mi papá a solas, nunca supe de qué. Luego se marcharon rumbo a Belzitz para ver a mi otro tío. Supimos que al llegar a la ciudad los sorprendió una razzia de las S.S. Padre e hijo fueron llevados a un campo de exterminio de Lublin, Maidanek, donde sucumbieron pocos días después. Era sabido: muy pocos aguantaban más de quince días en el campo de Maidanek.


HITLER INVADE RUSIA

El 22 de junio de 1941 Hitler invadió Rusia, a pesar del pacto de no agresión y de la cooperación entre los dos bandos. En secreto, sin previo anuncio, los alemanes atacaron con toda su moderna maquinaria bélica en una guerra que llamaron "Blitzkrieg", guerra relámpago, a cargo del binomio avión-tanque que venían usando con tanto éxito.
Empezamos a ver convoyes de tropas, armas y abastecimiento que pasaban hacia el este sobre todo de noche, por las rutas principales y por los ferrocarriles camuflados, y circulaban de día por caminos secundarios atravesando pueblos campesinos.
Yo los vi mientras trabajaba en el campo de mis patrones, cuando los alemanes paraban en los bosques para descansar. Me intrigaron los carros militares tirados por caballos de aspecto imponente, que llamaban percherones. Decían que esos caballos provenían de Bélgica.
De todos modos, la apertura del frente ruso estuvo rodeada por mucha confusión, porque los nazis habían atacado en secreto y la versión oficial era que la agresión había sido iniciada por los soviéticos, de modo que nadie sabía quién atacaba a quién. Los polacos tenían mucho miedo a una ocupación rusa, que ya habían conocido en su historia. Los rumores y temores se acumularon a tal punto, que un día el dueño del campo donde trabajaba me pidió que si llegaban los soviéticos les dijera que él nos había tratado bien pese a ser judíos, y que era una buena persona. Lamentablemente, no llegaron. Por el contrario, los alemanes parecían entrar en Rusia como en un pan de manteca.
Hasta 1943 el avance alemán fue imparable. Los nazis ocuparon grandes extensiones del inmenso territorio de Rusia, mataron muchos soldados, muchos civiles y, sobre todo, muchísimos judíos. Recuerdo los eufóricos comunicados militares y nuestra triste certidumbre: los nazis estaban dominando el mundo, nadie podía pararlos y los judíos estábamos completamente solos.
El general Wlasov y sus divisiones se hicieron tristemente célebres entre nosotros. Junto con sus divisiones, Wlasov desertó del ejército soviético y se pasó a los alemanes. Era ucraniano y profundamente antisemita. Hitler no aprovechó la posibilidad política que esto le daba: abrir una brecha nacionalista ucraniana en el frente ruso. Era demasiado racista para apoyarse en una minoría nacional, sin embargo, le hubiera convenido. En cambio, usó el furibundo antisemitismo de Wlasov y sus ucranianos para su proyecto de aniquilación del pueblo judío: los entrenó para custodiar los ghettos y los campos, de trabajos forzados primero, luego de concentración y exterminio. En Polonia y en Rusia Wlasov se hizo tristemente conocido.
El avance nazi continuaba. Grandes contingentes de prisioneros rusos llegaron a Polonia. No había lugar para alojarlos, no les daban protección en el crudo invierno y los maltrataban y subalimentaban hasta que morían como moscas. Con el correr de los meses fuimos viendo llegar hombres fugados de los campos de detención que pedían comida, ayuda. En general, los polacos no los ayudaban, tenían razones históricas para no simpatizar con los rusos. Muchos de estos desdichados morían helados y otros se suicidaban colgándose de algún árbol. A los judíos nos tocó enterrarlos en el campo congelado, por orden del municipio local, que consideraba ese trabajo ideal para nosotros. Con mi padre hemos cavado fosas para por lo menos seis rusos.
Recuerdo los piojos que pululaban sobre la ropa de los muertos. Los cuerpos empiojados fueron fuente de tifus. Sabíamos que si los alemanes descubrían que alguien tenía tifus, cortaban la infección de un modo expeditivo que pagaban el enfermo y sus familiares: asesinaban sin más el foco enfermo. De modo que había que ocultar cualquier signo de esa enfermedad.
En el segundo año de invasión los alemanes empezaron a verse en problemas. Cada territorio que conquistaban era vaciado por el Ejército Rojo antes de entregarlo: los rusos desmontaban fábricas, trasladaban a la población, dejaban un páramo como retaguardia en el cual el enemigo no podía valerse de nada. La cuestión empezó a ser cómo aprovisionarse, cada soldado nazi que se introducía en el territorio se transformaba en un problema logístico. Los partisanos rojos volaban los puentes y los caminos para impedir que llegaran los pertrechos. En el este de Polonia también había grupos de partisanos (algunos de la resistencia judía, como contaré después) que saboteaban el arribo de provisiones.
Además había vuelto el invierno, que se transformó en el principal enemigo de los ocupantes nazis, junto con las enormes distancias del territorio ruso y la escasez de vías de acceso. Con la batalla de Stalingrado, el 2 de febrero de 1943, Alemania empezó a perder la guerra.
Los comunicados triunfalistas siguieron, pero ahora eran mentirosos y podíamos descifrarlos si los dábamos vuelta. También en el frente occidental avanzaron los aliados durante el año 1943. Cuando se anunciaba un fuerte bombardeo contra ellos, sabíamos que había habido uno, pero en terreno alemán; y lo mismo con el número de aviones derribados, cualquier "gran triunfo" que los alemanes comunicaran debía interpretarse, a esta altura de la guerra, exactamente al revés.
Hitler estaba perdiendo. Pero esa noticia tan buena para el mundo sólo significó para nosotros nuevas y peores desgracias. Por algún motivo su ensañamiento con los judíos arreció justo cuando su proyecto empezó a naufragar; en ese momento el genocidio llegó al extremo de su furia. Fue entonces cuando ya no hubo ida al campo o estrategia que sirviera, cuando terminaron con mi familia, de la cual soy el único sobreviviente, y cuando comenzó otra vez mi vida, una vida en la que ya no tuve tiempo para tener pesadillas o temores, en la que no hubo otra tarea que poder seguir vivo.


LA ABUELA

La abuela se había ido de nuestro hogar en Palikiie en el otoño de 1942. No estaba a gusto en casa, ella estaba acostumbrada a vivir en la ciudad. Era muy religiosa, le gustaba verse con gente y no ser una carga. En Palikiie éramos la única familia judía, la abuela se sentía como prisionera, no tenía con quién hablar ni un templo para rezar.
Un día de otoño de 1942 le propuso a mi padre que yo la acompañara a Belzitz, tenía nostalgia y quería visitar a unos conocidos. Nos fuimos los dos caminando despacito y la dejé en una casa que ella me indicó. Como siempre, me fui a cumplir los encargos que tenía y visité a mis tíos y a mis diez primos. Cuando la pasé a buscar a la tarde, me encontré con una sorpresa:
-No pienso volver al pueblo -me dijo-. Me quedo a vivir aquí. Acá estoy en la ciudad y además voy a ser útil en la casa, voy a ayudar en las tareas domésticas. No quiero ser más una carga para ustedes, ustedes son una familia grande, y a tu papá no le es fácil mantenerlos.
Regresé solo y les conté a mis padres. Aunque lo intentaron, ellos tampoco pudieron hacerla cambiar de idea. La abuela se quedó viviendo en Belzitz; yo la visitaba, cada vez que iba a la ciudad pasaba por la casa. Los dueños eran muy religiosos, probablemente tuvieron lástima de ella y quisieron hacer una "mitzva", es decir una buena obra.
Menos de seis meses después, en un febrero particularmente helado, llegó a casa la noticia de que la abuela estaba muy enferma. Inmediatamente mi padre alquiló un carro y viajó con el conductor a Belzitz. Trajeron a la abuela casi moribunda; no había médico al que acudir. En un pueblo de campesinos llamar a un médico no era fácil, y menos si era para una judía. Así que la acostaron en la cama. La abuela no reconocía a nadie, estaba agonizando. Murió unas tres horas después, yo estaba al lado de su cama cuando lanzó su último suspiro. Tenía sesenta y cinco años. Nadie lloró. Mi madre murmuró:
-Tuvo suerte. Por lo menos murió en nuestra cama junto a su familia, y va a tener la digna sepultura que merece.
Esa misma tarde la llevamos al cementerio judío de Belzitz. Hoy, de ese cementerio queda el muro y su portón, que fue reconstruido por un sobreviviente. Un polaco guarda la llave y abre el lugar a los escasos visitantes. Adentro no hay rastros de sepulturas, sólo arbustos y malezas que tapan todo. Nada más que un terreno baldío. Nazis y polacos arrancaron lápidas y placas, lo borraron del mapa. Usaron los materiales en sus construcciones y dejaron que la maleza invadiera las tumbas de nuestra gente. Y eso no ocurrió sólo en Belzitz. En Polonia no quedan casi cementerios judíos.


EL ARRESTO DE MI PADRE

Era el fin del verano de 1943. Pese a la férrea censura, se filtraban noticias sobre la desesperada situación de Hitler en el frente ruso. Pero esto sólo aceleraba el exterminio de los judíos que quedaban. Bajo el mando de Eichman y sus colaboradores, los nazis parecían decididos a completar su plan lo antes posible: "Judenrein", limpio de judíos.
Ese año decidimos no reunimos para las plegarias de Rosh-Hashana. La moral estaba muy baja, éramos cada vez menos y ya no podíamos completar el minián, los once varones mayores de trece.
Tres días antes de Rosh-Hashaná un emisario del municipio trajo una citación para mi padre: tenía que presentarse a las ocho de la mañana siguiente en la comisaría de Woicieczov, cabecera de nuestro municipio. El motivo no se informaba: a los judíos no había por qué darles explicaciones.
Pasamos una noche insomne. A la mañana mi papá emprendió solo la caminata hasta Woicieczov: Cinco kilómetros; iba a cumplir la orden.
La espera se hizo larga. El tiempo pasaba y no teníamos noticias. La tarde estaba muy avanzada cuando mi mamá emprendió la travesía a Woicieczov. Volvió tarde a la noche, traía noticias muy malas. Había visto a nuestro representante en la Judenrat y él le había informado que su esposo estaba preso, no se sabía bajo qué acusación, y además le había aconsejado que no fuera a la policía para que le dijeran el motivo, porque la orden venía de la Gestapo y no habría respuesta.
Pasaron las noches, llegó el día del Perdón, que pasamos en casa; las plegarias no nos trajeron ningún alivio.
Entonces llegaron las fiestas de Sucot, fiestas de palmas que duran ocho días, en las cuales los judíos festejamos la libertad de nuestro pueblo. En algún lugar anexo a la casa se construye una cabaña con tablas y techo de juncos, la familia sale y se reúne allí para contar la historia de su pueblo y comer juntos; la reunión en la cabaña, la salida de la casa, simboliza la salida de los antiguos judíos al desierto. En el sexto día de Sucot, Hashanah-Rabba, se lleva al templo un manojo de ramitas que se sacuden fuerte hasta que quedan sin hojas. Es un ritual tal vez triste, que señala el comienzo del otoño en el hemisferio norte.
En el Hashanah-Rabba de 1943, exactamente en esa fecha, fusilaron a mi padre.
El cuarto día de Sucot había llegado corriendo a nuestra casa un joven polaco, para contarnos que en la ruta, a unos cuarenta metros de allí, nos estaba esperando nuestro padre sobre un carro, en compañía de un policía. Permitían que uno de la familia hablara con él.
Tal vez porque sentía que no iba a tener fuerzas, mamá me pidió que fuera yo. Yo fui. Aunque parezca absurdo, no sabía bien qué decirle, y seguramente él tampoco. Nos miramos un instante y vi lágrimas en sus ojos. Mi papá estaba envejecido, le habían puesto cadenas. Bajó la vista. Yo lo abracé. Me preguntó cómo estaba la familia, cómo nos arreglábamos. Me dijo que lo llevaban a Lublin para juzgarlo; él no tenía la menor idea de cuál era la acusación.
El juicio en Lublin se hizo a puertas cerradas. Por la tarde del mismo día los vecinos volvieron a avisarme que mi padre retornaba de Lublin y estaba en la ruta. Me dejaron estar con él unos instantes. Ya lo habían condenado a muerte. "Hijo, sos el mayor y el hombre de la familia", me dijo mi papá. Eso fue lo último que me dijo en la vida. El carro siguió viaje y la silueta de mi padre desapareció para siempre de mi vista, pero no de mi memoria.
Regresé a casa. No sabía cómo contarlo. Mi madre me miró a la cara terriblemente triste, mis hermanos esperaban noticias, yo no toleraba mirarlos. Mi padre me había ungido responsable de la casa, hombre de la familia. ¿Y yo qué podía hacer por todos ellos, qué opción tenía? Había cumplido los diecisiete años. Hubiera hecho cualquier cosa por protegerlos, y no encontraba qué hacer.
Como dije, hasta hoy no sé por qué asesinaron a mi padre, lo único que tengo claro es que si los nazis hicieron un juicio tiene que haber sido por propaganda política. Eso de juzgar a un judío, de perder tiempo en semejante trámite, no era usual. Algún motivo especial deben haber tenido, por algo deben haber necesitado el juicio y un chivo expiatorio. Mi padre era pobre y analfabeto, firmaba con una cruz y no tenía nada que darles para intentar salvarse. Elegirlo para el rol que precisaban no era difícil: él era un judío más.
Lo cierto es que lo fusilaron al día siguiente al que me despedí, en un campo. Nos avisó un campesino y mi madre fue sola al lugar. Estaba segura de que los asesinos no habían dejado nada que señalara en la tierra dónde lo habían enterrado. Cuando volvió dijo una sola cosa:
-Hijos, han quedado huérfanos. No tienen padre.
Tampoco nosotros tuvimos tiempo de llorar.


NIÑOS EN EL GENOCIDIO

Yo ya era un adolescente, pero tenía hermanos menores y para ellos el desamparo debe haber sido peor. En ese tiempo de pesadilla yo vi cómo los chicos que me rodeaban cambiaban de golpe y se les acababa súbitamente su infancia.
¿Qué es lo que un día se terminó en los niños judíos que yo vi en la Polonia de Hitler? La pureza, la ingenuidad, la preferencia por los juegos y las travesuras, la avidez por los cuentos y las historias maravillosas que relatan los mayores, la seguridad de que el amor de los padres puede protegerlos. Eran niños que, mayoritariamente pobres, estaban creciendo sin embargo contenidos, rodeados de familia: abuelos, tíos, hermanos mayores, todos dispuestos a mimarlos y a defenderlos. Eran niños que vivían en pueblos rurales o ciudades pequeñas, en contacto con la naturaleza, que creían que el mundo era precioso como las florcitas o los pájaros que llegaban todas las primaveras, que entraban al colegio a dar sus primeros pasos en el aprendizaje sabiendo que había un futuro, que iban a crecer, que la educación que recibían y que muchas veces sus padres no tenían serviría para ser una generación mejor.
Y un día se desencadenaron los acontecimientos y el veredicto público fue que había un pueblo entero que debía ser totalmente eliminado. Los niños judíos eran la promesa de ese pueblo entero. Dejaron de jugar, de reír, de hacer travesuras, de mirar cómo los animales corrían o las cigüeñas llegaban en primavera. El mundo ya no era ese lugar encantador: ahora no comprendían lo que estaba pasando pero sí sabían que era grave, muy grave. Y los niños judíos empezaron a portarse bien: tenían miedo.
Yo los vi: chicos buenos, sensibles, que aunque fueran muy chiquititos podían saber que estaba ocurriendo algo terrible. Veían a sus padres muy afligidos, susurrándose cosas en voz baja, a la madre que se escondía para llorar, a los hermanos mayores que guardaban un silencio grave. Los niños querían saber, estaban ávidos de captar para poder entender; se volvieron silenciosos, serios, atentos, se parecían más a adultos. Despertaban a la mañana y buscaban con angustia los brazos de sus padres, brazos protectores que ya no podían protegerlos. Ya no lloraban más, ya no se encaprichaban, ni siquiera se quejaban si tenían hambre. Las madres aprendieron a comprender sus gestos, a adivinar las necesidades de sus hijos callados que no querían molestar, que sabían que el eje se había corrido, que el objetivo de alimentarlos, educar y cuidar a una familia había pasado a segundo plano, ahora que simplemente estar vivo era lo único urgente, sin que se tuviera ninguna certeza de lograrlo.
Para mí pensar en los niños judíos es pensar en la impotencia. Impotencia de mis padres y de tantos otros para garantizar que vivieran, mi propia impotencia de hermano mayor. Entre los que sobrevivimos casi no hubo niños ni ancianos. No servían como mano de obra para los nazis, fueron rápidamente exterminados.


EL ULTIMO CAMINO

El séptimo día de Sucot se llama Szemine-Azeret. Es el momento de recordar a nuestros muertos en plegarias que rezan por sus almas. No pudimos tampoco rezar por el padre que acabábamos de perder. Ese día fuimos obligados a abandonar nuestros hogares. Elegir nuestras fechas sagradas para atormentarnos con sus actos diabólicos era el modus operandi de los nazis.
Como todos los judíos dispersos en los alrededores, recibimos la orden de dejar las viviendas y concentrarnos en Belzitz. La orden provenía de la unidad especial que se ocupaba de la liquidación de la población judía al mando de Adolf Eichmann y sus lugartenientes. Pero no fue ejecutada solamente por alemanes. La recibieron los representantes de los municipios de las ciudades pequeñas y de los pueblos campesinos adyacentes. Cada municipio llevaba por obligación un registro de los pobladores judíos de su jurisdicción, ese registro fue entregado a los nazis sin resistencia.
Esto aconteció a fines del verano y a principios del otoño de 1943. Prácticamente no quedó población judía en las ciudades y pueblos. A partir de ese momento, los judíos sólo pudieron verse en los campos de concentración, donde morían en masa por el trato brutal, el hambre y la sed y donde los crematorios escupían humo día y noche.
Como se nos ordenó, dejamos nuestra casa y marchamos seis kilómetros hasta Belzitz. Llevábamos lo poco que se podía transportar en un trayecto largo, a pie. Yo miraba a mis hermanos con impotencia: Hanka era alta, delgada, agraciada; Rosa era bellísima, el nombre le sentaba bien; Zlota no era hermosa, tenía belleza interior y una capacidad muy grande de dar cariño; Sara era todavía una niñita y Elias, tan chiquitito, observaba todo muy serio.
Miramos las casas vecinas: aunque nos conocían, y muchos nos apreciaban, nadie salió a despedirnos. Pensamos que sentían vergüenza y lástima. Era costumbre de la zona salir a despedir al que partía, diciéndole "zdo bogien", vaya con Dios. A nosotros esas palabras nos hubieran sonado más que extrañas, sentíamos que Dios nos había abandonado, no sabíamos por qué.
Recorrimos en silencio el largo camino. Nos turnábamos para cargar al pequeñito. Cada uno de nosotros estaba inmerso en sus pensamientos, no pude descifrar ninguno, no me animaba a preguntarles y tampoco a intentar darles ánimo. Ese fue para mi familia el último camino.
Y así llegamos a Belzitz, donde -como conté- me arrancaron para siempre a mi madre y a tres de mis cuatro hermanos. Cuando salimos del escondite bajo el piso, supimos que los nazis concentraron al contingente de prisioneros en la plaza y que allí seleccionaron a unos trescientos jóvenes, quienes fueron transportados a un campo de trabajos forzados que se llamaba Budzin. El resto, donde estaban mi madre, mis otras hermanas y mi hermanito, fue cargado en camiones y llevado a la próxima estación ferroviaria. Desde ahí, en trenes de carga a las cámaras de gas, tal vez de Treblinka. No sé dónde murió el resto de los míos.


HACINADOS EN BELZITZ

Parados, amontonados, sin probar líquido ni alimento, los diez jóvenes estuvimos en el escondite bajo el piso desde las seis de la mañana hasta las ocho y media de la noche. Cuando salimos nos dispersamos. Mi hermana tenía la dirección de una familia polaca. La acompañé y la dejé allí, trabajando de doméstica provisoriamente y, por supuesto, sin paga. Con mis primos Rachmiel y Schoel abandonamos Belzitz; empezamos a vagar por los pueblos vecinos.
Con el correr de los días fuimos encontrando otros sobrevivientes. Unos se habían escapado de los nazis, otros de algún polaco que les había cobrado por esconderlos pero que -lo presintieron- después se disponía a matarlos. Es que había antisemitas que lucraban con nuestra situación, sobre todo si la víctima tenía dinero: a cambio de algún favor le quitaban la fortuna y después la mataban: ¿quién iba a investigar el crimen, si la vida de un judío no valía nada?
Los campesinos nos vendían comida a precios caros; nos toleraban, pero fuera de sus dominios. La mayoría no quería arriesgar sus vidas escondiendo y ayudando judíos, los colaboracionistas polacos podían denunciarlos. Tenían miedo de sus vecinos y de sus propias familias.
Mis primos y yo deambulamos sin destino, en círculo, de uno a otro poblado, durmiendo en bosquecitos, comiendo lo que podíamos. Los nazis no nos perseguían, nos habían dado cierto respiro. Creo que su táctica era hacernos salir de nuestros escondites de a poco, dejarnos vagar por caminos secundarios y pueblitos, soportando el antisemitismo y la indiferencia de los campesinos polacos, que nos fuéramos juntando y que termináramos entrando solos, por hambre y desesperación, a los campos de concentración.
Mientras tanto, como pasa siempre frente al horror, comenzaron a correr rumores compensatorios: se decía que en una ciudad no muy próxima los judíos sí podían vivir. Los nazis se lo permitían con la sola condición de que trabajaran para ellos. Si era cierto, era la única esperanza. Nuestro grupo decidió emprender la travesía hasta allá. Nombramos a un líder, nos organizamos con disciplina, juntamos todo el dinero del que disponíamos para comprar comida y nos lanzamos a caminar. La marcha duró unas dos semanas, de un lugar a otro. Interrogábamos a los lugareños y a los que encontrábamos por el camino: nadie sabía nada. Fue quedando claro que el dato era un invento de algún otro desesperado, de modo que desistimos.
Mientras tanto, en ese caminar sin rumbo volví alguna vez a visitar a Hanka. La encontré mal. Yo pasaba hambre y vagaba sin destino, pero no debía aguantar las ofensas y el maltrato que aguanta una muchacha joven y agraciada. Mi hermana no tenía buena vida en esa casa. Me fui con el corazón apretado por la impotencia.
Seguí caminando sin saber a dónde. El otoño empezaba, la perspectiva del invierno era angustiante porque no podíamos pasarlo así, a la intemperie. Retornamos nuevamente cerca de Belzitz. Nos enteramos de que la sinagoga seguía aún en pie y de que allá se concentraban otros sobrevivientes de la razzia del fin del verano. Las autoridades nazis les permitían apiñarse ahí y los hacían trabajar. En verdad, no era más que otra especie de campo de concentración, pero no tuvimos otro remedio que ir nosotros también.
Nos quedamos, entonces, en el edificio de la sinagoga de Belzitz. Hanka estaba ahí. Nos dimos un abrazo muy fuerte, la encontré muy triste. Me contó que había preferido compartir el destino de todos a estar a la merced de los caprichos insoportables y la crueldad de sus empleadores polacos.
-No lo aguanto más -me dijo-. Prefiero esto, pase lo que pase.
Yo la entendí. Ahora, por lo menos, estábamos juntos.
La concentración en la sinagoga era una creciente reunión de judíos producida por la desesperación. Pronto fue necesario poner cierto orden, ciertas reglas de convivencia, y aparecieron algunos que se autoproclamaron como autoridades. Su tarea, dijeron, era dirigir el acondicionamiento de la sinagoga para que fuera un lugar mínimamente habitable y negociar con los nazis para que nos dieran alimentos.
Así fue que nuestra sinagoga se transformó en un campo de concentración. Como en todos los campos, los nazis nos obligaron a hacer trabajos forzados: mejorar caminos, cavar zanjas; trabajos muy duros, por supuesto sin ninguna paga.
Nos daban mala y escasa comida; los días eran lluviosos en otoño y no teníamos la ropa adecuada. Éramos literalmente esclavos. Tal como lo había determinado Hitler, los judíos estaban condenados al exterminio, se trataba únicamente de exprimirles las últimas fuerzas mientras se iban muriendo.
Los dirigentes del campo habían conseguido que las autoridades nazis nos proveyeran algo de alimentos, pero eran pocos y no alcanzaban. Los que tenían medios financieros o algo para malvender a cambio, aunque fuera, de pan, la pasaban un poco mejor. Los que no, sufríamos hambre. Había conflictos por robos.
Mayoritariamente en el campo había jóvenes de ambos sexos, algunas pocas madres con una hija o dos. A veces las jóvenes buscaban compañía masculina para conseguir algo de comida. Podrá decirse lo que se quiera, pero ese gesto desesperado significaba, sobre todo, negarse a claudicar, defender su deseo de vivir.
En el campo no había, al principio, separación de sexos, y a nadie le preocupaba. En semejante situación, lo único que importaba era que mañana podíamos estar muertos por lo que había que vivir el momento lo mejor que se pudiera. Los moralismos eran ridículos y los proyectos también. Se formaban parejas en medio de la desolación, las chicas buscaban protección para intentar sobrevivir; el amor también surgía entre los judíos hacinados en la sinagoga transformada, un amor ambiguo, confundido con la urgencia por soportar tanto horror, por permanecer cuerdo y vivo.
El campo estaba rodeado por una alambrada endeble y no tenía vigilancia. Evidentemente, no la necesitaba. La política nazi de obligar a los judíos dispersos y sobrevivientes a someterse resignadamente a sus diabólicos planes tenía éxito. Por otra parte, los trabajos a los que nos destinaban eran necesarios, pero no tenían demasiada importancia en sus proyectos. Ellos tenían la mente en otras metas. La sinagoga no era más que una trampa. Se trataba, como entendería en seguida, de esperar que nos juntáramos, hambrientos y exhaustos, todos los que quedábamos, para después elegir a los que les sirvieran y matar a los demás.


EL SALTO DESDE EL TREN

Un día Rachmiel y Schoel se contactaron con un joven polaco que decía que tenía documentos para vender. El había ido a trabajar a Alemania como voluntario obrero (los alemanes se llevaban polacos para trabajar, pedían voluntarios y si no los había, arriaban gente a la fuerza). El había estado allí y había retornado de licencia, con permiso temporario. Ahora quería quedarse y vender su documentación; era la posibilidad para un judío de hacerse pasar por polaco y blanquearse ante los nazis.
A mis primos la idea les gustaba, pero eran miedosos y no se atrevían a un cambio tan grande. Entonces me lo ofrecieron a mí. Me explicaron que el muchacho no pedía mucha plata y que no era bueno perderse una oportunidad así. Yo no estuve muy entusiasmado con la propuesta: desconfiaba. Ni conocía al individuo ni tenía certeza de que la documentación fuera auténtica. Pero Schoel y Rachmiel insistieron y hasta ofrecieron colaborar con lo que tenían para pagar los documentos.
Me entrevisté con el polaco y seguí con dudas. Pero si salía bien, el beneficio era grande: en Alemania podría trabajar y salvar la vida. Finalmente decidí ir. Reunimos menos dinero del que el muchacho pedía, pero él aceptó igual.
Fijamos fecha para dos días más tarde. Cuando llegó el momento, me encontré con el polaco en un sitio estipulado. Me acompañaba Hanka, venía a despedirme. El individuo nos llevó hasta la estación de ferrocarril vecina a Belzitz, allí le pagué; él entonces me sacó el boleto a Lublin y me dio los documentos. En Lublin, yo compraría pasaje para llegar a Alemania. Me despedí de mi hermana, que volvía a la sinagoga, y subí al tren. Arrancó en seguida.
Había viajado un trecho muy corto y ya no podía parar de dar vueltas la cosa por mi cabeza; me sentía cada vez más incómodo, incluso desesperado: Lo que estaba haciendo no era razonable, yo no sabía quién era ese tipo, ni mis primos ni yo habíamos averiguado nada sobre él; me estaba poniendo en peligro sin ninguna garantía, y había cosas oscuras, él había aceptado demasiada poca plata, no me había aclarado bien las cosas cuando le pedí explicaciones sobre cómo debía usar los documentos y qué debía hacer cuando llegara a Alemania, a dónde tenía que presentarme, etc, no me había preparado bien para usurpar su rol. El panorama era lábil y confuso, ¿no tenía que desconfiar?
El tren llegó a una curva mientras atravesaba un bosque que yo conocía muy bien: había trabajado de peón por esa zona. De pronto lo decidí: me lancé afuera, rodé. No me lastimé nada. Me senté y dejé que el corazón se calmara. Después caminé rumbo a Belzitz los 10 km que me había alejado.
Volví al campo por la tarde y conté todo a Schoel y Rachmiel. Ellos estaban un poco avergonzados por su irresponsabilidad. De hecho, el tipo terminó tristemente muy poco después. Los alemanes lo buscaban por desertor (¡y yo tema sus documentos!), pero él era un borracho perdido y lo mataron en una pelea. Seguramente se emborrachó con la plata que le di.

DESARMANDO CASAS DE JUDIOS

Un día pidieron 35 obreros para un trabajo en un suburbio de Lublin. Yo no estaba tranquilo en el campo de Belzitz. Tenía un presentimiento: eso no iba a terminar bien. Los nazis nos habían dejado juntarnos, por algo sería. En ese cuadro, arriesgar y cambiar de lugar era siempre más seguro -paradójicamente- que quedarme quieto. Decidí presentarme como voluntario.
Una mañana llegaron cuatro carros de los de cuatro ruedas, con dos caballos cada uno. Los guiaban campesinos. Cargamos comida, algunas ollas, etc. Subimos los obreros y dos mujeres que iban a encargarse de la cocina, y emprendimos el viaje.
El trabajo era en Helenow, un barrio residencial de las afueras de Lublin, donde habían vivido familias judías ricas que habían sido obligadas a abandonar sus casas y enviadas, como todas, a campos de concentración. Una empresa comercial alemana se disponía a apropiarse de esa riqueza y de nuestra mano de obra.
Nuestra tarea era desarmar las casas, separar el material con cuidado de no dañarlo y cargar todo en carros. Cuando los terrenos quedaran vacíos debíamos alisarlos prolijamente. No debía quedar ningún rastro de que allí había existido algo alguna vez.
Habían nombrado como responsable del grupo a un judío alemán que había sido carnicero antes de la catástrofe; su esposa y su hija eran las encargadas de la comida. Tenía el don de ser simpático y no abusaba de su poder con nosotros. En las esporádicas inspecciones del empresario alemán se cuidaba de mostrarse servicial, de manifestar disciplina. Para conformarlo, nos exigía aplicación, pero si nos esmerábamos nos premiaba con raciones extras de comida y no nos molestaba, nos dejaba trabajar en paz.
La tarea duró alrededor de dos semanas. No teníamos vigilancia, aunque se nos había avisado que en caso de que alguno de nosotros se escapara del grupo, nos matarían a todos. Entre nosotros había un tapicero de oficio, un hombre de unos treinta años. Aunque nos habían prohibido caminar por los alrededores de Helenow, él consiguió contactarse con un polaco del barrio. Cuando le dijo su oficio, el otro le ofreció trabajo: tenía unas sillas que retapizar. Se trataba, seguramente, de un acto de solidaridad: el polaco se ocupó de procurarle los materiales que precisaba y por supuesto le pagó. Nuestro capataz permitió el trato y con ese dinero extra pudimos reforzar la comida diaria de todo el grupo.
Cuando terminamos, nos enviaron a desarmar más casas a una ciudad pequeña que se llamaba Glusk. Cruzamos Lublin por el costado y viajamos muy cerca del tristemente famoso campo de exterminio Maidanek, donde habían muerto familiares míos y donde, ya lo dije, nadie resistía más de quince días. Pudimos observarlo de cerca: imponente, siniestro, con sus dobles filas de alambradas electrificadas, las altas torres de vigilancia con todos los reflectores encendidos, las chimeneas de los crematorios echando humo. Pasamos al lado silenciosos, con los corazones encogidos, los centinelas no nos prestaron atención y seguimos de largo hasta Glusk, adonde llegamos a la tardecita.
Nos esperaba un delegado de la firma comercial. Se nos designó una casa grande abandonada, en la que nos alojamos el tiempo que duró el nuevo trabajo. El delegado entregó a nuestro responsable el programa de tareas y mostró el edificio que había que desarmar. Como antes, los materiales eran de muy buena calidad. Había que recuperarlos sin dañarlos y clasificarlos para su posterior transporte.
Esta vez fue un poco más fácil comer mejor: como era un pueblo chico y todo se encontraba cerca, el que tenía un poco de dinero o algo de valor para vender podía comprar pan, un poco de leche y comer algo más que la magra ración diaria. Además, tratábamos de juntar lo que conseguíamos y se lo dábamos a nuestra cocinera para que lo agregara a la olla; ella era muy eficiente y hacía milagros con ese plus, de modo que no pasábamos hambre.
Por mi parte, utilicé mis conocimientos para arreglar zapatos formados en años de observar a mi padre sentado en su banquito. Cuando tenía la oportunidad de hacer algún trabajito, iba a lo de un zapatero polaco del pueblo que me prestaba su herramienta o me vendía algún elemento que precisaba.
Es que no todos los polacos eran antisemitas. Si el antisemitismo era un sentimiento masivo en las clases dominantes, entre los campesinos existía con más morigeración. Casi podría decirse que los campesinos que lucraron con nosotros o contribuyeron activamente al exterminio fueron una minoría, el problema es que fueron una minoría activa y muy cruel. La mayoría más bien dejó hacer, más por miedo que por otra cosa. Ayudar a un judío se penaba con la muerte y entre los familiares había antisemitas dispuestos a denunciarlos. Muchas veces ni siquiera se trataba de antisemitismo, sino de algo mucho más mezquino: los familiares sospechaban que el que ayudaba a un judío había pactado dinero por su favor, y exigían una parte a cambio de silencio. Despechados por la negativa, denunciaban.
Lo cierto es que en Glusk un artesano polaco que me ayudó a realizar mis trabajitos y así ganarme algún dinero, que después servía para conseguir alimentos. Además, tuve buena suerte: Un judío de nuestro grupo me pidió que le desarmara el taco de una bota; lo hice y encontré adentro monedas de oro que él había escondido. A su pedido, saqué una sola y cerré el taco. Evidentemente, la cosa no era legal. El hombre y yo compartíamos el secreto. Como es obvio, mi compañero estaba dispuesto a darme algo de ese dinero. Fue un trabajo bien pago que no volví a hacer.
En los campos de trabajo todavía existía alguna posibilidad de conseguir algunos medios propios, de tener un poco de dinero para resistir la hambruna a que los nazis nos condenaban, apostando a que muriéramos sin que ellos tuvieran que tomarse demasiado trabajo. El motivo era simple: los obreros judíos trababan algún contacto con obreros polacos, y eso facilitaba el mercado negro. Muchos polacos estaban dispuestos a vendernos cosas o a comprar por monedas alguna joya u objeto de valor que algún judío pudiente hubiera podido esconder y guardar consigo. También estaba la posibilidad que yo usé, sobre todo cuando salíamos del campo por varios días: hacer algún servicio y cobrarlo.
En una palabra, en los campos de trabajo circulaba algo de dinero. El contrabando podía costar la vida si era descubierto, pero se intentaba. En los campos de concentración y exterminio, en cambio, la situación era desesperada. Ahí sí los judíos no sólo habían sido despojados de todo sino que no tenían ningún contacto con el exterior.
Al finalizar los trabajos, nos avisaron que nos preparáramos para abandonar el lugar y volver a Belzitz. Por la mañana llegaron cuatro carros, siempre conducidos por campesinos polacos. Cargamos el escaso equipaje y emprendimos el viaje.


HANKA

Nuevamente nos instalaron en el campo de la sinagoga de Belzitz, donde me reencontré con mis dos primos y con mi hermana Hanka. Había gente nueva en el campo: la estrategia nazi funcionaba.
A la mañana siguiente de nuestro retorno nos destinaron a otro trabajo, esta vez diferente: pegado a la ruta a Lublin, un ingeniero civil alemán había montado un taller por orden del ejército, para desarmar los motores dañados de los blindados y las orugas de los tanques, también dañadas, que llegaban del frente de batalla del Este. Se nos indicó desarmar las piezas y separar las partes rotas, clasificarlas y cargarlas en un tren que iba rumbo a una fábrica de armamento.
Nunca habíamos hecho un trabajo parecido. Nos dieron herramientas y algunas instrucciones. Los primeros días fuimos muy lento, nos despellejábamos los nudillos hasta sangrar, por no hablar de los martillazos en los dedos. Es una tarea que se hace con guantes, pero nadie nos dio guantes para protegernos. No obstante, había que cumplir. Disciplina ante todo y obediencia prusiana. Trabajamos unos diez días.
Cuando retornamos al campo, esa misma tarde, llegó una especie de comisión de oficiales de la S.S. que observó atentamente el lugar por dentro y por fuera. Más tarde supe que eran especialistas en tareas antijudías. Ordenaron reforzar el cerco alrededor y pidieron la lista completa de los ya más de trescientos habitantes del campo.
Mis primos y yo nos habíamos acostumbrado a percibir toda señal inquietante; nos reunimos en seguida, junto con mi hermana Hanka, cambiamos impresiones y yo hice una propuesta que fue aceptada: había que abandonar el campo por esa noche, pernoctar en un granero abandonado que yo conocía, cerca del bosque de la familia para la cual yo había trabajado cuando todavía existía nuestro hogar.
Mi hermana no quiso venir conmigo. Estaba sin fuerzas, le faltaba ánimo. Lo que fuera a ocurrir le daba lo mismo.
Nosotros nos fuimos cuando oscureció. Cruzamos la cerca con muchísimo miedo, mirando a todos lados para ver si alguien nos seguía. No cargábamos ningún equipaje. Es que no teníamos nada que no fuera lo puesto.
Nos refugiamos en el bosquecito de mis ex-patrones, donde yo había trabajado como peón cuando vivía con mi familia. Rachmiel y Schoel lo conocían de los días en que habíamos deambulado por todos los alrededores. En la madrugada sentimos movimiento en la ruta lindera y nos asomamos con mucho cuidado. Camiones con las luces encendidas iban hacia la ciudad. Era una mala señal: después de poco tiempo el silencio de la madrugada se terminó. Las descargas de fusilería duraron unas dos horas. Nos quedamos quietos, cohibidos, terriblemente tristes. Pero la fuerza humana puede muchas cosas, y nosotros ya estábamos acostumbrados a la desgracia.
Cuando salió el sol empezarnos a averiguar: un guardabosque que yo conocía porque trabajaba para la misma familia que me había empleado, nos contó que los nazis seleccionaron y separaron una parte de la población del campo, la cargaron en camiones y la llevaron a destino desconocido; el resto fue fusilado en el lugar, arrojado a los pozos ciegos de las letrinas, que luego apisonaron con tierra. ¿Estaba Hanka entre los muertos o entre los evacuados? En ese momento no pude saberlo.
En todo caso, ahora sí Belzitz había quedado sin población judía. Nosotros, escondidos en el bosque, sabríamos luego que éramos de los pocos sobrevivientes.


MIS EX-PATRONES

A través del guardabosque les hice avisar a mis antiguos empleadores que estaba en su terreno, con vida. Por razones de seguridad, mis primos se apartaron y me esperaron a la orilla del bosque.
Apareció mi ex-patrona, lo primero que hizo fue mirar a ver si yo no traía equipaje. Pensaría que podía conseguir mercaderías o algo que le fuera útil, a cambio de darme un poco de comida. Como no vio nada, ofreció la hogaza de pan y el pedazo de queso que me había traído. Elogió mi aplicación para el trabajo cuando había sido su peón, y mi honestidad, insinuando que yo era una excepción como judío. Parecía que ninguno de mi raza había hecho jamás algo por la humanidad, y que la familia de mi padre zapatero, humilde y laboriosa, a la que ella y su marido habían tratado durante varios años, era única.
Como muchos polacos, mi patrona era una ignorante. Creo que vino más por curiosidad que por otra cosa, para ver si yo poseía algo de valor que a ella le sirviera. No podía entender que no hubiera nada: ¿nada, alguien como yo? ¿Acaso no había estado en la ciudad y me había escapado? ¿Acaso un judío se escapa con las manos vacías? ¡Un judío siempre será un judío!, ¡son vivos!, ¿quién no lo sabe?
Pero era ella la que tardaba en resignarse a irse con las manos vacías. Después de un rato, al ver que no tenía nada más que hacer, se fue. De todos modos, no me denunció. Tampoco volvió más, nunca la volví a encontrar.
Cuando me quedé solo me permití un minuto para pensar. Yo ya sabía que el único modo de seguir adelante era no hacerlo, no recordar cada instante atroz que venía de pasar, cada pérdida, cada tragedia. Pero a veces no podía evitar detenerme y me permitía por lo menos interrogar a Dios. Eso hice esa vez; como siempre, no obtuve respuesta. ¿Por qué éramos el pueblo elegido del Hacedor? ¿Para ser sometidos a estos atroces sufrimientos? No era la primera vez que otras razas se ensañaban con nosotros, que dirigentes sangrientos nos usaban, como Hitler, de chivos expiatorios. Pero a esto nunca antes se había llegado, este horror contra mi pueblo no tenía parangón.
Rachmiel y Schoel me aguardaban a la orilla del bosque. Devanarse en lo que no tenía explicación no servía para sobrevivir, y yo amaba la vida. Me encontré con ellos y les dije que no había otra salida que quedarnos a la intemperie y arreglarnos, sea como fuere. Hacía fresco y lloviznaba, pero todavía faltaba para el invierno. El guardabosque nos traía alimentos con el dinero que le dábamos. Era un buen hombre polaco, nos demostraba amistad. Tenía que mantener a su familia con su sueldo y no tenía otro recurso que cobrarnos lo que nos daba.
Pasábamos las noches en algún cobertizo de las cercanías y a la mañana nos escondíamos en el bosque. A falta de otra cosa que hacer, lo recorríamos una y otra vez con mucha precaución, casi siempre cerca de la orilla para observar más fácilmente el movimiento de los alrededores, que por suerte era muy poco, ya que estábamos al fin de las cosechas.
UN BULTO EN EL BOLSILLO
Pero antes debía cumplir la promesa a mis primos. Ir a verlos, contarles qué ocurría en Poniatov para que decidieran qué hacer. Buscando cómo escaparme recorrí los límites del campo. Descubrí que al fondo del bosque había un sector sin alambradas. Las incógnitas seguían. Observé bien el lugar, en busca de algo sospechoso. No encontré nada, de modo que resolví salir por ahí.
Avisé mis planes a mis conocidos. Por la tarde un amigo trajo dos personas que querían verme. Sabían que me iba y que volvería probablemente con mis primos, y querían preguntarme si conocía algún polaco que tuviera o pudiera conseguir un arma para vender. Ellos la iban a pagar a buen precio. Medité un poco mientras trataba de entender qué traían entre manos. Prudentemente les dije que podría buscar, aunque sin compromiso. Yo no tenía dinero para proveerme de comida, les expliqué que me sería difícil quedarme afuera de Poniatov el tiempo necesario para averiguar, entonces me dieron algo para gastos personales.
A la madrugada siguiente emprendí la travesía de regreso, confiando llegar por la tarde a destino. Tenía buena memoria para orientarme, estaba alimentado e iba a paso rápido por el camino. De pronto se me paralizó el corazón: a lo lejos venía un grupo de polacos caminando en dirección inversa. Era fatal, íbamos a chocar y yo debería pasar entre ellos. Estaban cada vez más cerca, ya me habían visto. Si me corría, sospecharían. Si mantenía mi rumbo, ¿me dejarían pasar? Era obvio que yo era judío, era obvio que erraba por los campos en vez de estar concentrado en alguno de los macabros centros nazis. Ellos eran varios y yo no tenía quién me ayudara a defenderme. ¿Estaba perdido?
¿Y ahora cómo paso?, me pregunté. No había nada que hacer, estaba jugado. Entonces pensé con mucha fuerza: "mamá, ayúdame". Quise tener la sensación de que ella estaba conmigo y la tuve. Quizás incluso fue así, quién sabe. Metí el brazo derecho en el bolsillo, trataba de que se viera abultado, de que pareciera que tenía un arma. Caminé derechito entre los hombres, con la cabeza gacha. De todos los momentos de peligro inmediato que pasé, siento que ése fue uno de los más graves. Pero los polacos no me molestaron, tal vez sirvió el bulto en mi bolsillo, tal vez pensaron que un judío es traicionero, que anda con un arma y puede usarla, o tal vez no estuve en peligro porque eran personas correctas, sin malos pensamientos. O tal vez fue mi madre.
Por fin encontré a mis primos donde habíamos convenido. Se alegraron mucho de verme y yo también de verlos a ellos, pero los noté desmejorados. Les ofrecí la comida que había traído, estaban famélicos. Les conté lo que había visto en el campo y les di mi opinión. Ellos no tenían salida, de modo que estaban dispuestos a ir a Poniatov sin pérdida de tiempo. Aislados y sin medios, iban a morir de hambre o de frío, se aproximaba el invierno.
Al día siguiente nos dirigimos a Poniatov, adonde llegamos por la tarde. Les dije a mis amigos que no había podido averiguar nada sobre la venta de armas y no hablé más del tema.
Mis primos se amoldaron a la vida de Poniatov: como no tenían dinero para comprar en el mercado negro, comían la comida del campo, que era muy mala pero abundante porque muchos internados no precisaban consumirla. Pero Schoel y Rachmiel estaban tranquilos, se conformaban con lo que tenían. Yo seguía desconfiando. Tanta bonanza era un plan maquiavélico al que seguiría un futuro negro, no podía quedarme pasivo.
Quince días después de llegar abandoné Poniatov. Comuniqué la decisión a mis amigos: Pensaba ir a Budzin, un campo cercano adonde me habían dicho que llevaron a los judíos de la sinagoga de Belzitz que seleccionaron para trabajar. Era poco probable que mi hermana se hubiera salvado, pero si se había salvado, podía estar allí.
Nadie estuvo de acuerdo con abandonar Poniatov, yo no tenía qué ofrecer para tentar a mis primos a que me acompañaran. Después apareció Julio, un muchacho que se había enterado de mis planes y se ofreció a venir conmigo, era oriundo de la zona donde se encontraba Budzin.
La noche en que me despedí de mis primos y de mis amigos no pude dormir. Sentía mucha pena y muchas dudas. ¿Lograría llegar a Budzin? ¿Y acaso allá me esperaría algo que no fuera peligroso?
Con un tremendo esfuerzo de voluntad me obligué a no pensar más en nada La decisión estaba tomada. ¡Que fuera lo que tenía que ser! Me daba lo mismo. Si vivía un día más, un mes más, ¿qué importancia tenía? Total, ya había perdido a todos mis seres queridos. En todo caso, si me tenía que morir, que no fuera en una trampa de oro, que no fuera escuchando la risa de los alemanes como fondo a mi agonía.

JULIO HUYE

Así fue que a la madrugada Julio y yo emprendimos una odisea incierta, con esa convicción que tanto habíamos entrenado en el infierno que vivíamos: la de que los problemas se enfrentarán como se pueda cuando aparezcan y, mientras tanto, a no preocuparse y a darle para adelante, ya se vería.
Luego de recorrer cincuenta kilómetros llegamos a la fábrica donde trabajaban los prisioneros de Budzin. Tres kilómetros más allá estaba el campo, cercado por alambres de púa y recorrido por centinelas armados. La fábrica, después lo supe, había sido construida por los primeros prisioneros del campo. Producía estructuras de aviones de guerra para la aviación alemana; era de la empresa Henkel Verk. El perímetro estaba alambrado, cada cien metros, por adentro, caminaba lentamente un centinela que daba la vuelta entera por el predio. Los centinelas eran gente mayor, seguramente alemanes reclutados que ya no tenían edad para ir al frente. Teníamos que lograr que no nos vieran y entrar.
La zona era verde, poblada de arbustos que crecían afuera y adentro del terreno de la fábrica. Nos agachamos y los arbolitos nos taparon, así nos acercamos a la planta, sigilosamente. Para nuestro asombro, no se escuchaba ningún ruido. El silencio era extraño, decidimos entrar a averiguar. Mientras el centinela se alejaba dándonos la espalda, siempre agachados llegamos hasta la alambrada. Puse el pie en el alambre de púa más bajo y levanté como pude el de arriba, mi compañero se deslizó adentro y después me ayudó a entrar a mí. Nadie nos había visto. Posiblemente, como ese día no había gente, los centinelas no ponían demasiado celo.
La fábrica era un complejo formado por varios galpones. Todos estaban vacíos y en silencio. De golpe nos topamos con un obrero polaco que se encargaba del mantenimiento. No tuvimos más remedio que preguntar, como si estuviéramos allí por derecho propio, qué pasaba que no había gente. Nos miró sin animosidad y nos informó que ese día despedían al comandante S.S. Obersturmfürher Faigs, por eso los judíos no habían venido a trabajar. Luego supimos que Faigs era un gran sádico que asesinaba todos los días inocentes en el campo y volvía la vida de los prisioneros imposible de sobrellevar.
Julio y yo agradecimos la información y volvimos a salir por la alambrada, resueltos a esperar al día siguiente. Pasamos la noche en la orilla del bosque, usamos como refugio un pozo dejado por un árbol que había sido arrancado de raíz y como abrigo, hojas secas. Por la mañana escuchamos ecos de un canto: eran los obreros judíos que se aproximaban a la fábrica. Las tropas de soldados ucranianos, las del general Wlasov, los obligaban a cantar mientras marchaban.
Nos dispusimos a volver a la fábrica. La idea era entrar y quedarse allí; traíamos cartas para dos reclusos que nos habían entregado sus familiares del campo de Poniatov. Volvimos, agachados, al cerco; mi compañero levantó el alambre para que yo ingresara. Yo entré. Entonces ocurrió algo inexplicable: Julio se dio vuelta y se internó en el bosque corriendo. Nunca más lo vi.


CANTO EN EL CALABOZO

Me quedé quieto, inhibido por el asombro. Pero ya estaba adentro y no tenía tiempo para reflexiones, debía seguir. Me acerqué a los edificios y me deslicé en un baño.
Había un obrero usando el baño, me miró con asombro. Con naturalidad, le nombré a las dos personas que buscaba, dije que tenía algo para entregarles. El salió y yo me quedé esperando. Minutos después llegó uno de los que buscaba, se presentó y le di la carta. El hombre se fue y me quedé solo. No habrían pasado diez minutos cuando entraron dos judíos con cara de pocos amigos. Uno era el responsable ante los nazis de los obreros que salían a trabajar, el otro era su ayudante.
Me ordenaron que los siguiera. Me llevaron a una habitación, me palparon, me sacaron la otra carta y cuando yo protesté me ordenaron callar. Me metieron en una habitación y me incomunicaron. Yo no entendía qué pasaba y seguía preguntando y pidiendo explicaciones. Finalmente, las recibí:
Mis captores eran los responsables judíos de la fábrica, militares judíos del ejército polaco. Como me explicó el responsable Szczepiacki, las reglas nazis eran que si se escapaba un obrero, el comandante de la S.S. fusilaba a 10 judíos al azar, en castigo. El hombre al que yo le había entregado la nota acababa de escaparse. Afortunadamente los nazis todavía ignoraban esto, así como desconocían mi llegada. Evidentemente, yo era peligroso y perturbador; ellos no creían mis explicaciones sobre cómo había llegado al campo y por qué. Además, debían asegurarse de que no me escapara para que reemplazara numéricamente al que había huido. Cuando terminara el trabajo, me iban a llevar ante el comandante judío del campo, llamado Sztokman, para que resolviera mi situación.
Al final de la jornada formé en las filas para el recuento. Los obreros del campo tenían una gran X en sus pantalones, dibujada con pintura roja, y otra en la espalda. Yo no tenía esas marcas en la ropa. Custodiado por dos guardacárceles que me cubrían estrechamente para que los nazis no notaran la diferencia, ayudé a reemplazar al que se había escapado al recibir la carta, probablemente para encontrarse con los suyos en Poniatov. El número dio bien.
Entonces mis guardianes me condujeron ante el comandante, un hombre alto, vestido con uniforme del ejército polaco. Luego me enteraría de que los primeros habitantes de ese campo habían sido los primeros prisioneros judíos que los alemanes habían hecho entre los efectivos del ejército polaco, unas 70 personas -suboficiales y soldados- que ocupaban ahora todos los puestos de privilegio en la administración de Budzin.
El comandante Sztokman escuchó la historia de boca de su colega Szczepiacki y ordenó que me dieran de cenar y me llevaran al calabozo hasta ver qué destino se me asignaba con el tiempo.
Me encerraron en un sótano oscuro con una pequeña ventanita arriba y una puerta de hierro. No tenía camas, sólo paredes y piso de portland. Estaba solo ahí. Me senté en el piso, apoyándome contra la pared. Estaba muy fresco y yo tenía ropa liviana. Entre tanta hostilidad me asaltaron pensamientos de todo tipo, las consabidas preguntas sin respuesta, la desesperanza. Pese a todo, el cansancio me ganó y me dormí. Yo no tenía pensamientos en los que sostenerme, pero mi cuerpo insistía: quería seguir.
Así pasé varios días. Desayunaba café frío de cebada tostada. Me daban 200 gramos de pan cada 24 horas. Pan de mala calidad, hecho con parte de papas. Las papas, en Polonia, eran la comida del pobre: se cambiaban 8 kilogramos por un kilo de harina. Además me daban sopa de hojas y rábanos, típico alimento del campo: medio litro por día de una sopa que era más agua que otra cosa.
Con los días empezaron a aparecer otros convictos, gente que había sido enviada al calabozo por los guardias ucranianos, generalmente por intentar entrar al campo comida que le habrían comprado en la fábrica a algún polaco. Llegamos a ser once personas. Por lo menos estaba acompañado y tenía alguien con quien hablar. Estar juntos nos servía para no desesperarnos. Luego de la cena, nos poníamos a cantar. Sucios, bastante hambrientos, entonábamos canciones nostálgicas en idisch, polaco o ruso. Así acortábamos las noches.
Cantábamos, sobre todo, para tratar de no pensar y dejar vagar la mente en blanco. Una de nuestras canciones preferidas era un himno que hacía pocos meses circulaba entre nosotros de boca en boca, a espaldas de los nazis. Era la canción de los partisanos judíos de la resistencia y también sería la de los heroicos rebeldes del ghetto de Varsovia: "El himno de los partisanos".

Nunca digas que vas por tu último camino
aunque los días azules se oculten tras cielos plomizos;
todavía ha de llegar el momento soñado
y resonará nuestro paso: ¡aquí estamos!

Desde el país de las nieves al de las palmeras aquí estamos con nuestro dolor, con nuestra pena. Y donde caiga una gota de nuestra sangre brotará nuestro heroísmo, nuestro coraje.

El sol de mañana dorará nuestro hoy
y el enemigo se esfumará con el ayer;
pero si el sol demorara en aparecer,
por generaciones vaya como consigna esta canción.

Esta canción ha sido escrita con plomo y sangre, no es el canto libre de un pájaro salvaje; entre un desplomarse de muros resquebrajados la cantó un pueblo con armas en la mano.

Nunca digas que vas por tu último camino
aunque los días azules se oculten tras cielos plomizos;
todavía ha de llegar el momento soñado
y resonará nuestro paso: ¡aquí estamos!


Cantábamos los versos que había compuesto el escritor y poeta Hirsch Glick, intentando darnos fuerza. Pero era muy difícil. Aprovechábamos que era de noche, el calabozo estaba relativamente aislado de otros edificios y no podían escucharnos.
Era parte de lo que podríamos llamar nuestra resistencia pasiva. Nadie quería entregarse mientras tenía fuerzas; siempre se estaba pendiente de la oportunidad para sobrevivir, pero no era nada fácil encontrarla. Los pueblos con que los judíos veníamos conviviendo hacía casi mil años asistían con indiferencia o con complicidad al espectáculo de nuestro exterminio. La opinión pública mundial, incluyendo la Iglesia católica, mantenía silencio. Pinzados entre ellos y la eficiente maquinaria nazi, era imposible hacer más.
Así y todo había guerrilleros judíos y había levantamientos. El del ghetto de Varsovia es bien conocido, pero no el de algunos otros lugares, como Sobibor, un campo donde la rebelión destruyó las cámaras de gas y los crematorios. Hubo pocos sobrevivientes de la revuelta, yo conocí a uno.
En cuanto a los partisanos, eran hombres y algunas mujeres que escaparon de los ghettos y los campos, se escondieron en los bosques de Polonia oriental y asaltaron alemanes para conseguir armas. Además de sus acciones contra los nazis, se defendían de las bandas ucranianas que se dedicaban al pillaje y a saquear judíos. Después se integraron a la resistencia rusa, que estaba muy organizada; formaron unidades propias con mando interno propio y se pusieron a las órdenes de oficiales superiores designados por Moscú. Yo conversé mucho con uno de ellos, después de la guerra, más adelante voy a contarlo.
Ahora quiero recordar otra canción que cantábamos en el calabozo de Budzin. La letra era del poeta Gebirtik. No nos volvía partisanos, pero nos ayudaba a seguir sintiéndonos personas:


Arde nuestra aldea, arde hermanos.
Nuestra pobre aldea arde.
Vientos fuertes soplan con fuerza,
agrandan las llamas, siembran
destrucción por doquier.
Todo alrededor es una enorme hoguera.
Ustedes, parados con brazos cruzados,
mirando con impotencia cómo arde, hermanos.
Es posible que llegue un momento desesperante,
que a la aldea con todos ustedes la devoren las llamas,
que dejen solamente negras paredes en ruinas.
Ustedes mirando parados, con brazos cruzados.
Arde nuestra aldea, arde hermanos.
La ayuda depende solamente de ustedes.
Si la aldea les es querida, agarren las herramientas,
apaguen las llamas, aunque sea con su propia sangre,
aunque sea dar la vida.
Demuestren que son capaces,
no se paren con los brazos cruzados.
SEXTO SENTIDO

Una mañana nos anunciaron que por la tarde nos visitaría el comandante S.S. provisorio del campo, un oficial de bajo rango. Quería comprobar, decían, cuántos éramos los presos. Cada uno de nosotros -yo, sobre todo- preparó su coartada para explicar por qué estaba allí. El comandante llegó y nos interrogó uno por uno. Yo le dije que sin querer me había aproximado a la alambrada y los guardias habían sospechado que estaba tramando algo, pero eso no era así. Pareció creerme, sólo me dijo que no lo repitiera. Nos contó a todos y se fue. Otra vez, los números dieron: el recuento total del campo no señalaba ninguna fuga.
Llegué a estar un mes en el calabozo, siempre con los mismos compañeros, sin cambiarnos, sin bañarnos, atormentados por piojos y pulgas de todo tipo, mal alimentados. Hasta que una tarde oscura se abrió la puerta y recibimos la orden de salir.
Ansiosos, mis compañeros se apresuraron a abandonar el calabozo. Yo estaba por hacerlo, cuando sin entender del todo por qué, sentí que estaba expresando con un gesto irracional la rabia que tenía por la injusticia que los responsables judíos del campo habían cometido conmigo, decidí que me quedaba en prisión. Los guardias no me vieron en la oscuridad, escondido detrás de la puerta, y nadie se dio cuenta de que yo faltaba.
Me quedé solo otra vez, sin entenderme mucho y sin saber si era correcto lo que acababa de hacer. Dormí muy mal. A la mañana nadie vino a traerme comida. Pasaron dos días en los que no tuve ni siquiera agua. Oscilaba en quedarme quieto, para no perder fuerzas, y moverme por el lugar como un león enjaulado. Al tercer día, por hacer algo, me acerqué al techo cerca de la puerta, donde había un poco de claridad. Entonces vi un caño que pasaba por el cielo raso, tenía tres llaves grandes. Yo estaba absolutamente desesperado y me movía por instinto, sin entender demasiado bien qué hacía. Con las pocas fuerzas que me quedaban me puse en puntas de pie y me estiré todo lo que pude para llegar a las llaves. Logré girar dos y me tiré al suelo, exhausto.
¿Entendí lo que hacía? Ni siquiera hoy lo sé. Se trataba de mover algo, cambiar algo, dar alguna señal para que afuera supieran que yo estaba allí, antes de que me muriera. Después me senté en cuclillas al lado de la pared, a esperar. Debía haber pasado el mediodía cuando escuché movimientos en la puerta. Entraron dos personas con una caja de herramientas, las acompañaba un policía judío. De pronto aparecí desde la sombra:
-¡Se olvidaron de mí! ¡Nadie me trajo más comida! Aterrorizado, pálido del susto, el policía quedó en silencio mirándome como se mira a un fantasma.
Cuando empezó a tranquilizarse pudo articular algunas frases. Entonces me enteré: todos los otros detenidos habían sido fusilados la misma noche en que habían salido. Acababa de escaparse alguien de la fábrica y mis compañeros fueron los diez que pagaron por ello. El policía y los obreros habían venido a reparar las llaves de paso de la esclusa, no sabían por qué las cloacas habían desbordado.
El policía me condujo ante el comandante Sztokman. Cuando pisé la superficie el sol me encegueció y tuve que cubrirme la cara.
El comandante me escuchó con atención. Mi historia lo conmovió. Ordenó que me alimentaran, me bañaran, me desinfectaran, me cortaran el pelo y me afeitaran. Me felicitó por mi coraje y mi decisión.
Me integré a la vida de Budzin con el amargo recuerdo de los diez que murieron, los diez con quienes cantaba en las noches oscuras. Éramos once jóvenes, teníamos un enorme deseo de vivir. No sé si supe sus nombres, no los recuerdo; pero sí recuerdo estas canciones, las últimas que cantaron, y las he transcripto en su homenaje.


BUDZIN

En verdad, el comandante era una buena persona, como lo eran la mayoría de los militares judíos que formaban la plana administrativa interna de Budzin, el campo que ellos mismos habían sido obligados a levantar al ser hechos prisioneros por los nazis. Era obligación y responsabilidad de Sztockman tener registrados a todos los habitantes, anotar cada mañana los obreros que salían a trabajar y controlar que regresaran. Ya se sabe cuál era la represalia nazi si se descubría que alguno se había fugado, eso explica las precauciones de Sztockman contra mí, cuando llegué al campo.
La organización de Budzin no era especialmente diferente de la de otros campos de trabajo. El oficial de la S.S. a cargo nombraba al comandante interno, que a su vez elegía a sus colaboradores: un vice-comandante, una comandante femenina, un contador, un responsable del trabajo en la fábrica, un encargado del depósito de ropa (la que iba quedando de los muertos). Había además un destacamento de policía interna, formado por judíos.
Budzin era un lugar sin vegetación, apartado y solitario. Estaba cercado con dos alambradas de púas que tenían cuatro metros de altura y estaban dispuestas en doble fila, separadas entre sí por un corredor de unos tres metros de ancho. En él, rollos de alambres de púas obstaculizaban cualquier circulación. Además había vigías armados, apostados en lo alto cada cincuenta metros, que de noche recorrían el terreno con potentes reflectores. Eran los ucranianos antisemitas de Wlasov, bajo el mando de la S.S..
La entrada al campo era un gran portón custodiado del lado de afuera por una casilla con centinelas. La única custodia judía que se permitía era del lado de adentro, donde únicamente durante el día estaba apostado un policía interno.
A veces, por la tarde, el oficial S.S., máxima autoridad del campo, se paraba en el portón a esperar que llegaran los obreros de la fábrica y se dedicaba a revisar si habían traído pan o algún alimento (comprado carísimo a algún polaco). Si descubría algo así lo arrebataba y castigaba cruelmente al "culpable". Así vi cómo fusilaban a dos hermanos, una vez, frente a todos nosotros.
Adentro del campo había barracas: siete para los varones, tres para las mujeres (dormían unas doscientas personas en cada barraca); una para la cocina, una para los talleres (sastrería, zapatos). Otra barraca era de duchas y lavandería, esta última manejada por mujeres. Las duchas eran atendidas y desinfectadas por cuatro supervisores ex-soldados judíos del ejército polaco y tres obreros. Allí terminé trabajando yo.
En cuanto a las letrinas, estaban a unos cinco metros de las alambradas, bien al costado del campo. Eran repugnantes: la cloaca era un amplio pozo cuadrado sobre el cual habían construido, con alguna elevación, una plataforma de madera a la que se subía por un escaloncito. Sobre la plataforma, dos cuartuchos con una puerta batiente eran los excusados, uno para varones y otro para mujeres, separados por un tabique. En ellos había sendas docenas de cubículos con agujeros hechos sobre la plataforma, que daban al gran pozo.
El tablado tenía menor superficie que el pozo, entonces se veía por los costados y cuando uno subía el escalón. Los excrementos se acumulaban al aire libre, había un olor insoportable y zumbaban las moscas todo el tiempo.
El pozo se limpiaba cada tanto, una vez me tocó ese trabajo. Tuve que vaciar la cloaca con una pala larga e ir echando el contenido en un carro-barril, algo así como un camión atmosférico pero tirado por caballos, que se llevaba el excremento fuera del campo para usar de abono.
Como durante la noche estaba prohibido acercarse a las cloacas, en las barracas ponían barriles con los que los doscientos ocupantes debían arreglarse. La gente tenía serios problemas estomacales por la pésima comida, y los barriles se usaban profusamente. Solamente por la mañana podían vaciarse. El cuidador y responsable de la barraca cargaba el barril hasta las letrinas, lo ayudaban algunos judíos que después recibían algo más para comer.
También había una clínica con un médico (judío, por supuesto, ningún alemán se iba a dignar a atendernos), aunque nadie quería internarse allí; tenían miedo de no volver a salir. Yo no lo vi y no ocurrió en nuestro campo, pero se sabía que en otros lugares había médicos que colaboraban con los nazis y se prestaron a dar inyecciones letales a los enfermos. Nuestra clínica no llegó a eso, pero lo cierto era que no tenía medicamentos para curar, y aunque podía autorizar a un enfermo para no ir a trabajar, esto podía volverse muy peligroso para el "favorecido": estaba prohibido para cualquier judío estar en el campo sin hacer nada. Ser atrapado "haraganeando", aún con un certificado médico, podía costar la vida. Cuando alguien, en un caso realmente muy grave, se decidía a concurrir a la clínica y obtenía autorización para faltar tres días a la fábrica, debía estar siempre alerta para que no lo descubrieran.
De todos modos, en Budzin había una ventaja: nuestra administración interna estaba integrada por gente excelente, judíos que usaban su poder indeseado para intentar -dentro de sus escasas posibilidades- proteger a los judíos que estaban bajo su responsabilidad. Procuraban tratarnos bien y generar un clima de respeto entre todos, que la desesperación no nos ganara y cortara los lazos de solidaridad. No hubo excesos como en otros lugares, donde sé que hubo violencia contra los subordinados y abusos de poder.
Sin embargo, el comandante Sztockman no recibiría el reconocimiento merecido por su conducta íntegra personal. Al contrario, cuando terminó la guerra supe que fue fusilado por "colaboracionista" de los nazis. Ocurrió en el final de Hitler y por iniciativa de un ucraniano asustado que quería anticiparse a los rusos. Sztockman y el resto de nuestra plana administrativa estaban en un campo de concentración en Alemania, a donde los destinaron cuando los trabajadores de Budzin entramos en la lista de Schindler. Al comandante lo fusilaron allí, por culpa de un idiota de Budzin que habló de más: había tomado cierta confianza con un guardia ucraniano, y se le ocurrió decir, señalando a Sztockman, "este hombre fue nuestro comandante en el campo de Polonia". El otro, para sentar buenos precedentes frente a los rusos que estaban por llegar, lo fusiló en el acto.
El día en que yo entré a Budzin, como conté, el oficial S.S. Faigs dejaba el lugar para ir a otro destino. Tuve la suerte de no conocerlo, pero sí me llegaron sus historias inolvidables, porque el sadismo y la maldad de este hombre no tenían límites.
Voy a contar una de ellas: Casi todas las mañanas Faigs recorría el campo, provisto de una ametralladora especial con la que pretendía ejercitar su puntería. Lo hacía sobre personas judías, que elegía a su antojo y según su estado de ánimo. A veces su víctima era un enfermo con permiso médico, a veces alguien que simplemente le daba ganas de matar. Un policía interno, judío, lo acompañaba en su caminata. Alguien que luego se haría muy amigo mío, y a quien llamaré Mario, lo había acompañado a menudo.
Mario me contó el método que utilizaba para dificultar el entrenamiento del monstruo: caminaba junto al oficial Faigs blandiendo un rebenque de cuero, poniendo expresión fiera, hablando con voz potente y enojada. Faigs solía elegir una víctima que no tuviera tiempo de esconderse. Entonces, Mario entraba en acción y sorprendía al comandante Faigs usando su rebenque para pegarle al elegido, gritando con furia en idisch una palabra que quiere decir "¡corre!". La víctima corría y Mario lo seguía a rebencazos hasta que le permitía esconderse detrás de alguna barraca, entonces volvía, simulando satisfacción y furia, y le contaba a Faigs qué paliza le había dado. Así había salvado la vida de unos cuantos.

EL PONIATOVER

Cuando salí de mi arresto me integré a la vida del campo. Los de la policía interna me pusieron un sobrenombre: Poniatover. Como oficialmente era sospechoso de haber intentado fugarme, y extra-oficialmente podía pensarse que intentara volver a Poniatov, tenía prohibido acercarme al portón, me debía presentar dos veces por día en la comisaría de la policía judía y no tenía permiso para salir a trabajar.
El tercer día de mi libertad me presenté, como lo había hecho ya dos veces, en la comisaría, y me recibió un policía que me preguntó cómo era Poniatov. Empecé a contarle y me interrumpió: si era tan bueno, ¿entonces por qué me había ido? Le expliqué lo que le decía a todos y nadie me creía: yo pensaba que ese bienestar tenía poco futuro, Poniatov parecía una trampa urdida por la S.S. con fines propagandísticos. Como todos en Budzin, no me creyó. Me contó que había conseguido -pagando bastante dinero, seguramente a oficiales alemanes- que Poniatov enviara clandestinamente a un policía interno a Budzin, para que él pudiera ir para allá y ocupar su lugar. Pensé que este hombre debía tener dinero, el puesto de policía lo debía haber obtenido pagando y ahora pagaba el canje a Poniatov.
Dos semanas después de mi salida de prisión y unos diez días después de que el policía se había ido de Budzin, unos obreros polacos nos trajeron la noticia: Poniatov había sido completamente borrado del mapa, con sus dieciocho mil judíos adentro: habían prendido fuego a las barracas en la noche, con los chicos, las mujeres, los varones dormidos, las autoridades internas. El desdichado policía le había salvado la vida sin quererlo al hombre por el cual se había hecho canjear.
Mis primos estaban en Poniatov, los últimos familiares que me quedaban. Alguna vez, mi madre y mis tíos nos habían elegido a ellos, a mi hermana, a mí, para que tratáramos de escapar y sobrevivir. De todos ellos, solamente yo vivía.
Doblado por la tristeza, por la impotencia, por la rabia, me convencí una vez más de que la soledad era completa: era noviembre de 1943, la masacre a mi gente estaba en su punto álgido y a la mayor parte del mundo eso no le importaba nada.
Y sin embargo, los judíos seguíamos intentando existir. Todas las mañanas veía a dos hombres que salían de su barraca y entraban a la habitación del comandante Sztock-man. Un día descubrí que se trataba de dos rabinos de Varsovia. El comandante respetaba a los rabinos del campo, les asignaba tareas livianas y trataba de protegerlos. Los dos que yo había visto se reunían con él por las mañanas junto con nueve hombres más, para formar -en absoluta clandestinidad- el grupo de once varones mayores de trece años que se necesitaba para elevar las plegarias a Dios.
TEUBENS

Interrumpo aquí brevemente mi relato para hablar de Poniatov, campo que tenía, en el momento de la masacre, dieciocho mil judíos y del cual soy -que yo sepa- el único sobreviviente. Poniatov parecía el único lugar ocupado por los nazis donde un judío podía vivir con alguna dignidad, y resultó ser en realidad el más sutil y refinado campo de exterminio.
Los contingentes que llegaron allí provenían de Varsovia. Eran en principio muy pequeños; arribaron inducidos en forma pacífica por un industrial alemán llamado Teubens, quien poseía en esa ciudad una poderosa industria de confecciones en la cual utilizaba mano de obra judía.
En la fábrica de confecciones trabajaban alrededor de cuatro mil judíos encerrados en el ghetto; producían uniformes para el ejército alemán. Como trabajar en la industria bélica era ser considerado "trabajador esencial" para Alemania, y por ende significaba la vida, el privilegio de tener un puesto en esa fábrica era grande, pese a que, por supuesto, nadie recibía salario alguno por su tarea. Lo cierto es que los judíos que podían pagaban para entrar en esa fábrica.
La conjunción guerra y mano de obra esclava fue, claro, un excelente negocio. Teubens se enriqueció en demasía. Pero no sé si por celos o por cuestiones monetarias, el industrial tuvo problemas con sus amigos nazis y le llegó la orden de cerrar la fábrica en un plazo determinado. Posiblemente Eichman tenía otros planes para el ghetto de Varsovia. Los nazis ordenaron a Teubens propagandizar entre sus obreros las ventajas de ser transferido a Poniatov, adonde supuestamente Teubens trasladaría su industria: un lugar tranquilo, con bello paisaje, a donde trabajarían en paz y llevarían una vida normal junto a sus familias. Los que quisieran ir podían llevar todos sus bienes, todas sus riquezas. Así algunos empezaron a ubicarse, y pronto quedó claro que -a diferencia de lo que los alemanes hacían al trasladar judíos a los campos- la gente había podido llevar sus valijas y establecerse allí. Los primeros residentes se comunicaron con sus familiares y amigos instándolos a ir. Así, y por medio de otras promesas, grandes contingentes llegaron a Poniatov. Cuando exterminaron el campo, había dieciocho mil judíos.
Igual asesinato en masa (seis mil víctimas) ocurrió en el campo de Trawnik, cercano a Lublin, que fue liquidado el mismo día en que terminaron con Poniatov. También aquí vivían ex-obreros de Teubens. No es una coincidencia, fue parte de la estrategia nazi para vaciar el ghetto de Varsovia. El exterminio del pueblo judío era un plan organizado con la sistematicidad y eficiencia que caracteriza a los alemanes. Pero lo que horroriza en Poniatov es el refinamiento de la trampa mortal, la planificación del engaño.

EL COLORADO

Pocos días después de la terrible noticia sobre Poniatov, cuando los obreros volvieron de la fábrica, las autoridades alemanas nos ordenaron, como era de rutina, formar a todos los judíos sin excepción. Se nos comunicó que el vice-comandante interno de Budzin acababa de ser condenado a la horca por el comandante S.S., máxima autoridad del campo. El vice-comandante le había contestado mal y se había olvidado de que el nazi era el dueño de las vidas de cada judío. Inmediatamente trajeron al condenado y lo ahorcaron en nuestra presencia. Durante cuarenta y ocho horas el cadáver quedó allí, colgando de la torre principal de vigilancia.
El vicecomandante era un judío alemán. La mayoría de los judíos alemanes se sentían más alemanes que judíos; el hombre acababa de pagar semejante error. Había combatido por lo que consideraba su patria durante la primera guerra mundial y había sido distinguido por su heroísmo. Seguramente se sentía un patriota alemán, con derecho a hablar y a opinar ante otro militar, seguramente se consideraba un colega. Ni las condiciones en que vivíamos en el campo ni los múltiples ejemplos de su error pudieron con su genio. No se calló la boca y lo condenaron a muerte.
Al día siguiente del asesinato de nuestro vice-comandante empezó mi amistad con Mordekay, a quien llamaré aquí Mario y en el campo llamaban el Colorado, porque era pelirrojo. Nuestra amistad empezó bastante mal: con insultos y gritos. Le habían encomendado la tarea de mantener la limpieza en el campo y le habían asignado a los enfermos como sus colaboradores. Como ya dije, los enfermos tenían permisos cortos para no concurrir a la fábrica, pero pese a que estaban disponibles no podían ayudarlo. Los nazis los tenían en un estado desesperante, sin medicamentos, no estaban en condiciones de trabajar.
Mario recurrió a mí porque yo tampoco salía a trabajar a la fábrica (lo tenía prohibido) pero estaba sano, aunque flaco como todos. Me ordenó barrer, levantar la basura; el campo era grande y la tarea pesada. El primer día obedecí, después me rebelé. Yo quería salir a trabajar afuera, me daba rabia que no me dejaran, y además era peligroso para la sobrevivencia no ser obrero. Para no ayudar a Mario me escondía en las barracas, vacías durante el día; él me buscaba por todas partes, furioso. Tenía una voz de trueno, sus insultos se escuchaban por todo el campo. Yo no salía.
Finalmente se cansó de gritar y decidió cambiar de método. Me habló con sinceridad, me explicó su situación y me pidió que lo ayudara; él iba a trabajar a la par mía y juntos íbamos a hacer una tarea que los otros no podían hacer. Los enfermos, me dijo, no tenían fuerzas ni para levantar la escoba.
Salí de mi escondite. Muy bien, lo aceptaba. Si él me hablaba civilizadamente, yo iba a obedecerlo; pero si no, no me iba a ver más.
Limpiamos todo el campo en tres horas. Fue una tarea bien hecha. Mario estaba contento, me prometió que otro día me iba a devolver el favor y cumplió su promesa. Habló con el capataz de los baños para que me incorporara al equipo que trabajaba en las duchas. Eso me permití dejar de dormir en la barraca dormitorio, donde la paja de los colchones -que las pulgas ennegrecían como las hormigas un hormiguero- era polvo, donde nuestros cuerpos ya flacos y desnutridos quedaban todos picados, cada vez con menos sangre, donde no nos daban sábanas ni frazadas y dormíamos con la ropa puesta.
Gracias a Mario formaba parte del equipo de cuatro personas que cuidaba los baños, tenía posibilidad de estar limpio y calentito. En los días fríos dormía cerca del horno, que calentaba el agua y la cámara seca de desinfección y además mandaba agua caliente para la lavandería.
En seguida contaré cuántos beneficios me reportó ese trabajo. Ahora quisiera detenerme en Mario, a quien debo la posibilidad que tuve de vivir un poco mejor en Budzin.
Era un hombre corpulento, de un metro noventa de estatura; pertenecía al destacamento de policía interna del campo, había sido recluido junto con un numeroso grupo de judíos de Varsovia y Lodz, bastante antes de que yo llegara.
Antes de la catástrofe había vivido en Lodz, pujante ciudad de la industria textil en el oeste de Polonia. Allí su oficio fue el de curtidor y vendedor de cueros. Tenía esposa e hijos pero, como tantos, no sabía nada de ellos. Mario y yo nos hicimos amigos, él me contó la historia del campo, las maldades de Faigs, me habló de la conducta que habían mantenido los ex-militares judíos que lo habían construido y lo dirigían.
Me separé de él en el verano de 1944 y lo reencontré cuatro meses después en los campos de concentración de Wieliczka y Plaszov, cuando fui incluido en la lista de Schindler. Mario no tuvo mi buena fortuna, él y toda la cúpula administrativa de Budzin fueron excluidos adrede de la lista y enviados a un campo de concentración en Alemania.
Pese a su fortaleza, allí Mario enfermó de tifus. Se contagió de un modo ridículo, tragicómico, si no fuera por el horroroso contexto y porque la enfermedad le costó un pulmón: En el campo de concentración de Alemania Mario trabajaba en la lavandería y hervía la ropa para desinfectarla de los piojos. Alguien le dio dos papas para comer y él, ansioso y muerto de hambre, las hirvió en la misma agua. Comió y se enfermó. Al finalizar la guerra estuvo nueve años internado en distintos hospitales, hasta que en París lo operaron, y le sacaron un pulmón.
Sé todo esto porque un día del año 1955, en Buenos Aires, entré a un negocio de la calle Canning y lo vi. Era principios del otoño, ambos habíamos ido a comprar telas por nuestros trabajos (estábamos, descubrimos, en el mismo rubro: confeccionábamos prendas de cuero). Nos miramos fijo y en seguida nos reconocimos. Nos abrazamos profundamente conmovidos; éramos dos hombres libres y no estábamos muertos: ése era el milagro que nos había ofrecido la vida.
Aquel día hablamos largamente y nos contamos muchas cosas. Después la relación continuó. Mi mujer y yo estuvimos en su casamiento. En Polonia, Mario había perdido a su esposa y a sus dos hijos en una razzia, nunca supo a dónde los llevaron. Aquí se casó con una chica judía con quien vivió unos quince años. No tuvieron hijos, los dos habían pasado los cuarenta. La esposa de Mario falleció de un cáncer de mama. Más adelante Mario se volvió a casar con una mujer viuda que también enfermó y tuvo una convalescencia larga y agotadora. El falleció a los 85 años, antes que ella, en 1993.
Una larga vida triste. Mario no fue feliz. Mi mujer y yo, a quienes nos fue dada una extensa y dulce convivencia, tampoco lo fuimos. La palabra felicidad no existe para los sobrevivientes, como no existe el olvido. Nuestras historias parecidas son sin embargo entrañables y personales. Nuestras pérdidas pueden volverse una estadística y generalizarse (tal porcentaje de huérfanos, tal de padres que perdieron a sus hijos, tal de viudos), pero nadie puede generalizar la imagen que guardo de la silueta de mi padre alejándose encadenado rumbo a la muerte, o los ojos de mi mamá y mis hermanos, que me miran sabiendo que es por última vez. Cada uno de nosotros tiene sus heridas intransferibles, muy pocos las relatan, apostando tal vez a cerrarlas así, como si fuera posible.

UN TRABAJO CONVENIENTE

Todos los que trabajaban en los talleres internos de Budzin tenían ciertos privilegios y adquirían mayor categoría.
El motivo era simple: como los servicios eran para todos, los cocineros precisaban de las lavanderas, ellas de los cocineros, los zapateros también se bañaban y desinfectaban, el sastre necesitaba zapatos, etc. Esta interdependencia hacía que entre nosotros nos esforzáramos por satisfacernos. Por eso, lo mejor que a uno le podía pasar era trabajar en algún taller, eso se lograba mediante un pago, o como premio por un favor. Ese era mi caso, así había entrado a las duchas.
Mantener la higiene personal era un privilegio, el baño de los reclusos "comunes" era cada dos semanas. Pero los cocineros -ex-soldados judíos del ejército polaco- lo hacían (gracias al personal de las duchas) todos los días. A nuestra vez, quienes limpiábamos las duchas recibíamos la comida por otra ventanilla y teníamos una ración más abundante, de mayor calidad (dentro de lo mala que era la dieta). También era ventajoso que en la otra mitad de la barraca de los baños estuviera la lavandería. Las mujeres que trabajaban allí conseguían a menudo algo de dinero porque lavaban la ropa de la "élite": los artesanos de los talleres o los de la administración interna. Esa gente pagaba; no tenían obligación, pero lo hacían sobre todo para que el trabajo estuviera bien hecho.
Los viernes,  las lavanderas nos pedían permiso y usaban el horno para poner el "chulent", la comida del almuerzo del sábado. El "chulent" es nuestra comida sabática. Como ese día la liturgia prohibe cocinar, los viernes se pone al horno una olla con una especie de guiso, muy sabrosa que se saca recién el sábado al mediodía del horno apagado. Por supuesto que en el campo no había shabat, el sábado se cocinaba comida pobre e inmunda como siempre. Pero las chicas de la lavandería se daban el gusto de tener su "chulent", con nuestra colaboración. Como premio, nos regalaban una olla también para nosotros cuatro.
Cada domingo era el día de ducha de los varones o de las mujeres, alternadamente, de modo que -como dije- nadie se bañaba sino cada catorce días. Los cuatro encargados descargábamos el carbón que llegaba al campo, lo llevábamos al horno de nuestra barraca; los domingos preparábamos los baños y alimentábamos el horno para calentar los tanques de agua. La gente se desnudaba y entregaba su ropa (siempre atestada de piojos) que iba directo al horno. Se la devolvíamos desinfectada, y por lo menos durante dos días la gente recordaba lo que era caminar con ropa sin insectos.
El personal de atención de los baños era masculino en todos los casos. Eso quería decir que cuando tocaba el domingo de las mujeres, las veíamos pasar desnudas frente a nosotros. En la situación extrema del campo, el asunto se había llegado a considerar normal, no se nos ocurría hacer chistes vulgares. Los encargados de las duchas éramos muchachos jóvenes, pero eso no significaba que no tuviéramos respeto. Yo consideraba a esas mujeres como a mi madre o a mis hermanas. Probablemente todos nosotros pensáramos en las mujeres de nuestras familias, ellas también podían haberse bañado en otro campo, en las mismas humillantes condiciones.


YUZIEK

Yuziek era un judío de Varsovia que no me inspiraba ninguna simpatía. Tenía diecinueve años y trabajaba con nosotros en las duchas; parecía un tipo del bajo mundo, un delincuente, de esa gente que siempre quiere sacar provecho, un ventajero a cualquier precio. Era muy cruel con las mujeres, una vez lo vi engañar a una y disfrutar del daño que le hacía.
En el campo trabajaban alrededor de 400 mujeres que dormían en sus propias barracas; de día no había restricciones para que estuvieran en contacto con los hombres luego de la jornada de trabajo. Era frecuente que se armaran parejas. A nadie se le ocurría casarse, nadie pensaba en el mañana. ¿Qué seguridad había de que al día siguiente íbamos a vivir? Disfrutar el momento era la única consigna. Por lo general, las chicas más lindas y las más jóvenes trataban de tener relaciones con los varones más influyentes o pudientes dentro del campo: soldados judíos del ejército polaco, integrantes de la administración interna, prisioneros con algo de dinero, hombres en condiciones de darles alimentos y ayudarlas a sobrevivir. De todos modos, estos contactos ocurrían de tarde y en la clandestinidad. Por supuesto, ningún varón se atrevió a entrar a las barracas de las mujeres. No hubo, que yo sepa, casos de embarazo, todos se cuidaban mucho. Procrear, en esas condiciones, era lo más terrible que podía ocurrir.
Yuziek aprovechaba su lugar privilegiado en el campo. Una vez lo vi acercarse a una joven y prometerle beneficios que sabía que nunca iba a poder cumplir. Ella se dejó convencer y él, por supuesto, se aprovechó sexualmente de ella. Cuando la pobre chica volvió a la barraca de los baños una o dos veces, buscando la comida prometida, quizás la ropa para no pasar frío, él la trató con ironía, se le rió en la cara y hasta le dijo groserías. Después se jactó ante nosotros de haberla engañado y haberla conseguido. No sólo a mí me resultaba repugnante escucharlo, todos nos sentimos bastante mal.
Supe de esa persona cuando terminó la guerra y me encontré en Cracovia con otro de mis compañeros de las duchas. El había estado con Yuziek en un campo en Alemania, donde las condiciones de vida eran mucho peores que las nuestras. Allí consiguió entrar a la enfermería y se desempeñó como ayudante de médicos colaboracionistas. Era una tarea repulsiva: como ya dije, los nazis no tenían interés en curar a ningún judío, en la enfermería se ocupaban de terminar de matarlos.
Cuando finalizó la guerra, los testigos sobrevivientes entregaron a ese individuo a las autoridades comunistas polacas, acusándolo de haber dado inyecciones letales a los judíos internados en el hospital.
Cuento este relato porque sé que no es único, aunque por suerte hubo pocos casos. En una situación terrible como la que vivíamos, las víctimas también mostrábamos quiénes éramos. Así como Mario usaba su poder ocasional y no buscado para salvar a inocentes, este muchacho joven e inmoral aprovechaba cualquier ventaja contra los que la pasaban peor que él. Su condición de víctima no lo volvió una buena persona, más bien reveló hasta dónde era capaz de llegar cuando los tiempos no eran normales: alguien que en su vida cotidiana es simplemente un poco ventajero, o expresa su maldad aprovechando la desesperación de una mujer, empujado en una situación límite colabora con el asesinato en masa y se alía con los que no sólo lo desprecian y lo maltratan sino que exterminan a su propia gente.
PARADO SOBRE NUESTROS MUERTOS

Los días en Budzin eran todos iguales, cuando no los perturbaba un hecho tan doloroso que hacía desear la rutina. En general, tratábamos de no darnos permiso para pensar y mirar atrás. Concentrarse en las tareas que nos imponían y en volver lo más llevadera posible la vida en ese lugar era el modo de sobrevivir.
Sin embargo, recuerdo un día en que me invadió la nostalgia. Era un sábado de primavera, primer día de la Pascua judía: salida del pueblo judío de Egipto, conducido por Moisés, final de una larga esclavitud. Los milagros florecen uno tras otro en ese relato: cuarenta años de marcha en el desierto; las aguas del Mar Rojo que se abren para que nuestro pueblo pueda atravesarlas; el fracaso del ejército del faraón, decidido a regresar a los judíos por la fuerza. ¿Y si Dios volvía a hacer milagros y nos ayudaba? Yo recordaba los relatos de mi infancia y miraba mi prisión. Era un día hermoso. Más allá de la alambrada se veían animales, gente: libres, posiblemente felices. Recordé la libertad, cualquier escena de mi vida familiar ahora era un sueño irrealizable: nuestros preparativos para la pascua, después de los rezos de la tarde; toda mi familia reunida, celebrando; todo limpio, todo distinto, era la gloria. La comida, el pan azimo, la casa recién pintada a la cal para la ocasión, la paja fresca en los colchones, la ropa nueva que estrenábamos los chicos, nosotros bañados, contentos, queridos. La mesa generosa y esmerada que había preparado mi madre, su voz orando al encender las velas. Mi padre sentado en su silla de rey de la casa, con un almohadón debajo para estar más alto, relatando la historia de la salida de Egipto. Entonces nosotros repetíamos la historia; yo, como varón de la familia, debía formular a mi papá cuatro preguntas que él me respondía. Y se llenaban los vasos con vino dulce o guindado, se servía una copa especial para el profeta Elías, se abría simbólicamente la puerta de nuestra casa: invitábamos al profeta a entrar, a tomar nuestro vino y a compartir nuestra comida, que servían mi madre y mi hermana mayor. Todas las casas judías abrían esa noche la puerta al profeta Elías y compartían la mesa con él. La reunión terminaba a media noche. Cansados y satisfechos, todos nos íbamos a dormir.
Ese sábado de pascuas, prisionero en Budzin, todos estos recuerdos me embargaron. Aunque la nostalgia era grande, hoy entiendo que valía la pena: mi memoria estaba resistiendo contra Hitler.
Además de nuestro trabajo en los baños de Budzin, nos correspondía enterrar a los muertos, los pocos que fallecían de muerte natural y la mayor parte asesinados por el hambre o por los fusiles.
Me acuerdo de dos hermanos que me tocó enterrar una tarde, cuando los obreros habían vuelto como siempre de su jornada en la fábrica. Los alemanes y los centinelas ucranianos revisaban a los obreros que volvían si les parecía ver que tenían bultos sospechosos. Esta vez los hicieron formar y separaron a dos hermanos, los revisaron y les encontraron dos candaditos.
Los dos muchachos eran cerrajeros; en las barracas había algunas gavetas en lo alto, adonde ciertos privilegiados conservaban -si las cerraban bien- alguna cosa que habían conseguido. Alguien les debía haber encargado candados para las gavetas, y estos hermanos debían haberlos sacado de la fábrica para vendérselos.
Cuando se cuentan historias como ésta, o cuando se dice que en el campo se pagaba para obtener un privilegio, hay que tener siempre en cuenta el rango de lo que estamos contando. El pago de un beneficio, en semejantes condiciones de vida, puede llegar a ser un pedazo de comida. Ese era el nivel de los "negocios", y por eso es tan difícil juzgarlos.
En el caso de estos hermanos cerrajeros, fueron acusados por los nazis -que exhibían indignados, frente a nosotros, el insignificante botín- de robar al estado alemán. Un delito semejante merecía, qué duda cabía, la condena a muerte. Quienes robaban la propiedad de Alemania eran traidores.
Los fusilaron en el acto. Al personal de las duchas nos tocó enterrar a esos desdichados. Era una de las primeras veces que hacía esa tarea, la impresión y el horror me duraron varios días.
Custodiados por guardias armados, cargamos los dos cuerpos en dos camillas hechas de tablas hasta un bosquecito cerca del campo. Allí había un pozo cuadrado de veinte metros de lado: era la tumba común. Los cuerpos se iban apilando, entre capa y capa se ponía un poco de tierra y después cal viva, para que la descomposición no contaminara los alrededores. Al pozo se accedía por una bajada de tierra. Como ya había muchos muertos enterrados, la fosa ya tenía sólo un metro de profundidad.
Bajamos. Al empezar a dar los primeros pasos con la carga sentí que caminaba sobre un colchón que se movía. La cal, la fina capa de tierra y los cuerpos debajo hacían que el piso fuera blando y móvil. Colocamos a las víctimas en la fosa, les echamos un poco de tierra y cal. Durante algunos días no pude dormir. Sin embargo, una anécdota menos terrible es hoy un recuerdo aún más sobrecogedor:
El responsable del depósito de ropa usada era un hombre de unos cincuenta y cinco años, oriundo de Lodz. Antes de la catástrofe había sido dueño de una fábrica de telas. Un día pidió gente para que le ordenara un poco la ropa de la barraca, fuimos dos del grupo de las duchas. Cuando mi compañero y yo entramos al depósito nos golpeó el olor viciado, a transpiración, a cuero. La ropa vieja se amontonaba por todos lados, calzados de muchas clases formaban una montaña, todo se acumulaba y todo nos nombraba con claridad el horror: la procedencia de ese aluvión de ropas sin dueño nos era harto conocida.
El responsable nos ordenó que pusiéramos los calzados en los estantes de arriba: cada vez había más ropa que se quedaba sin usuario, necesitaba más espacio. Yo empecé a treparme, llevando zapatos. De pronto sentí que algo me caminaba por adentro del pantalón. Salté asustado y me desabroché el cinturón. Mientras me bajaba el pantalón vi cómo saltaba de adentro un inmenso ratón. El asco y el horror me paralizaron: yo no tenía ropa interior, casi nadie la usaba. Estaba prohibido.
Una noche llegaron al campo guardias ucranianos mientras todos reposábamos en las barracas. Los ucranianos nos apuntalaron las puertas con travesaños de madera para que nadie pudiera salir. Todos estuvimos muy preocupados pensando lo peor, ¿hacían esto para prendernos fuego adentro?; ¿había llegado la hora en que nos mataban a todos?
Sin embargo, no pasó nada. No lo sabíamos, pero los prisioneros de Budzin no estaban destinados al exterminio en masa, pienso que por las características de su ocupación. Más tarde supe que durante la misma época Goehring había ordenado que no se eliminara a los judíos que trabajaban en la industria bélica aeronáutica, Alemania los precisaba. Los esclavos ya tenían entrenamiento en el oficio y, sobre todo, la producción estaba mermando, habían matado a una buena parte de esa mano de obra y no llegaba reposición.


LA MADRE DE ISAQUITO

En el invierno de 1943-4 recibimos la orden de que de cada taller, cocina u oficina, aportara varones para realizar trabajos extras fuera de la fábrica. Había que completar cincuenta personas en total. Nosotros éramos tres para los trabajos sucios y más duros (además de los cuatro capataces, que no hacían demasiado), nos turnábamos día por medio para cumplir la orden.
Nos llevaban unas dos horas en dos camiones, hasta una ciudad llamada Krasnik, donde había cuarteles del ejército polaco abandonados en la retirada. Teníamos que acondicionarlos porque llegaba una división de tártaros de Crimea, voluntarios que apoyaban a los nazis y peleaban bajo mando alemán, e iban a alojarse ahí.
En comparación con otros trabajos, era una tarea pasable y además la comida era comida: Nosotros estábamos habituados a dietas que cubrían menos de una cuarta parte de las calorías necesarias, aquí sólo nos daban un almuerzo, pero era por lo menos el almuerzo que forma parte de las raciones militares, quiero decir que tenía valor alimenticio. Volvíamos tarde a Budzin, a eso de las nueve de la noche.
Una noche, al retornar, observé que las luces de nuestra barraca de los baños estaban totalmente encendidas. Como no era día de baño, era raro. Cuando entré vi el piso cubierto con ropa usada. Me contaron que habían fusilado a todos los prisioneros de Skrent, un campo de trabajos forzados donde había unas ciento cincuenta personas. Antes de asesinarlos, los habían hecho desnudar. Teníamos orden de desinfectar toda la ropa en los hornos y llevarla a la mañana al depósito.
La impresión me revolvió el estómago y no pude cenar. Me quedé dando vueltas alrededor de la ropa hasta que me acerqué a una mesita donde mis compañeros habían separado los cinturones. Me puse a buscar uno que me sirviera. Encontré uno doble, le pasé la mano y noté un bulto pequeño. Contuve el aliento: el cinturón tenía algo adentro. No perdí el tiempo mirando qué era, seguí tocando los cinturones y encontré dos más que parecían tener algo, eran dobles. Me ajusté todos a la cintura, los tapé con la chaqueta y miré a mi alrededor.
¿Nadie había visto nada? Así me pareció y casi no me había equivocado. No me había visto nadie, salvo Isaquito, un muchachito de unos 15 años que me observaba interrogativamente.
Isaquito era más joven que yo pero además petisito, había sido recluido en el campo junto con sus padres. El comandante Sztokman lo asignó a nuestro grupo probablemente porque lo veía muy joven y quería protegerlo, su baja estatura no era favorable a los ojos de la S.S., que cuando seleccionaba judíos para enviar a trabajar buscaba gente robusta, apta para tareas pesadas.
Isaquito era la mascota del campo, un chico muy vivo. Se encontraba esa noche ayudando a clasificar la ropa. Me había visto cuando elegía los tres cinturones y me los ponía; se acercó y me preguntó en voz baja por qué había hecho eso. No tuve otro remedio que explicarle que sospechaba que tenían dinero. Quedamos en que guardaríamos el secreto entre los dos. Lo que hubiera, lo compartiríamos. Isaquito se puso a buscar y él también encontró un cinturón con algo adentro.
Salimos juntos de la barraca a examinar el botín: un cinto tenía dos billetes de cincuenta dólares, era muchísima plata; otro tenía algo de plata polaca y el último una libra esterlina (unos tres dólares de ese momento). Entramos a la barraca como si nada ocurriera.
A la noche siguiente, luego de cenar, nos encontramos en un lugar discreto y dividimos el contenido. Yo me quedé con 50 dólares y la mitad de la plata polaca, unos quinientos slotys. Aunque tuve que manejarme con discreción para que no me descubrieran mis compañeros, el dinero me permitió alimentarme.
Como no podía repartir la única libra esterlina por falta de cambio, resolví entregarla a la mamá de Isaquito. La señora se reunió conmigo después y me agradeció el gesto. Era una mujer sensible e inteligente. Me empezó a hacer preguntas sobre mi familia. Por primera vez desde el desastre me descubrí hablando y contando todo, me empujaba una fuerza incontenible. Hablé de los míos, de lo que había perdido, de mis hermanos, de mis primos, de mi dolor, de mi rabia. La madre de mi compañero me escuchaba conmovida. Me hizo muy bien vaciar mi alma. Tanto tiempo mirando solamente para adelante, tanto tiempo sin pensar, sin detenerme. Fue como librarme de un peso terrible para poder seguir.
Esa noche dormí profundamente y tuve un sueño. Hoy sé que era una premonición. Del sueño sólo puedo contar una sensación: me sentía libre, liberado, y no iba a morir. Sobrevivir, soñaba, era la principal venganza contra Hitler.
No sé qué fue de Isaquito y su familia, de esa mujer. Me fui de Budzin y nunca más supe de ellos. Pero hoy siento que esa madre que tuvo simplemente el corazón abierto para escuchar mi historia fue una de las personas a quienes les debo estar vivo.

ESPERANDO A UN AMIGO

Por esos días llegó al campo un grupo de 50 judíos que había terminado un trabajo. Entre ellos encontré a un muchacho conocido de mi pueblo de Markuszew. Jugábamos juntos al fútbol cuando éramos chicos. Hablamos un poco. Lo vi hambriento y asustado y traté de ayudarlo. El primer mediodía lo llevé a la cocina, a mi ventanilla, con mi ollita. Les expliqué a los que servían que él me iba a traer la comida de ahora en más. Por supuesto, yo se la cedía y me arreglaba para comer con el dinero que había encontrado. Eso fue durante el tiempo que estuvimos en Budzin juntos. Debo decir que mi compañero ni siquiera me lo agradeció. No era un chico muy inteligente, era bastante seco y antipático. De hecho, aunque yo cumplí con mis obligaciones de paisano, no nos hicimos amigos.
Podrá parecer absurdo que estuviera tan dispuesto a gastar el dinero que había encontrado. ¿Pero qué sentido tenía ahorrar? La palabra futuro no significaba nada, guardar para después no tenía la menor importancia. No podía garantizar quién hallaría en mi cinturón el dinero que no hubiera tenido tiempo de usar, sí podía decidir qué hacía aquí y ahora, y sólo eso servía.
Nada tenía importancia en ese momento, pero todos queríamos vivir. Pese a las pérdidas definitivas de los que más amábamos, pese al espanto. Yo no pensaba en dejarme vencer, y muchos eran como yo: había que sobrevivir a Hitler y a su nazismo, había que arruinarle el plan. Esa era la venganza suprema.
Y así entré en el año 1944. Pasó el invierno y llegó la primavera. Al lado de la fábrica construían otro campo, más moderno, con las tecnologías que los nazis habían urdido para las prisiones de judíos.
Un día llegó una carga de ropa nueva para los reclusos, toda con rayas verticales. El uniforme consistía en una chaqueta, un pantalón, gorra y camisa con una cinta blanca cosida del lado izquierdo del pecho donde había un triángulo amarillo con un número. Era la ropa que usaban los reclusos en los campos de concentración. Los planes de los nazis eran mudarnos al campo moderno que acababan de hacer construir y cambiarnos de status. Pasábamos de ser un campo de trabajo a ser un campo de concentración. Para decirlo con las siglas alemanas: Konzentrazion Lager, K.L. Ahora las mujeres estarían separadas de noche y día con alambradas. Ya no tendríamos apellido, sólo seríamos un número. (Esto fue exactamente así: nos marcaron a fuego con el número, en un lugar visible del cuerpo). Quién sabe cuál sería nuestro final.
En eso pensaba la tarde en que nos hicieron desinfectar toda la vieja ropa y entregar la nueva a nuestros compañeros. Me había quedado absorto, mirando la montaña de prendas, cuando se me acercó un hombre y me preguntó simplemente si yo quería ser su amigo.
Lo miré. Tener un amigo con quien hablar y compartir era muy bueno. El hombre se llamaba León Milgrom y era de Varsovia. De oficio sastre, tenia doce años más que yo.
Llegó la orden de instalarse en el campo nuevo. El régimen cambió y yo me quedé sin mi conveniente trabajo en las duchas. Pasaron pocas semanas, en las que León y yo consolidamos nuestra amistad. Una tarde llegó una comisión de oficiales de un campo más lejano, en la ciudad de Mieletz, con orden de llevar trescientos obreros para la fábrica que tenían bajo su mando. También era una fábrica de aviones, con características similares a las de Budzin.
Los oficiales nos hicieron formar a todos y empezaron a elegir gente, cuando vi que seleccionaban a León se me ocurrió presentarme como voluntario, no quería abandonarlo en su nuevo destino y nada me retenía en Budzin. Me aceptaron y me fui con ellos.
MIELETZ

Hacinados en camiones, llegamos al campo de Mieletz luego de un largo y cansador viaje. Incluidos nosotros, que éramos recién llegados, había alrededor de 950 judíos. Pasaron lista, llamando a cada uno por su número. Preguntaron si alguno de nosotros era sastre. León era muy miedoso, no quiso decir que él lo era. Pero cuando preguntaron si alguno era zapatero, yo me presenté.
En Mieletz estuvimos tres meses, en los cuales trabajé en el taller de zapatos. Había un maestro zapatero, un medio oficial y yo, que era el ayudante, y había un aparador. Se trataba de hacer composturas, no era una tarea muy exigente porque la mayoría del calzado tenía suela de madera y eso facilitaba las cosas. Yo trabajaba rápido y bien, estaban conformes conmigo.
Como solía pasar en estos casos también se hacían trabajos por encargo para la administración interna del campo; esas tareas se pagaban, y cada sábado dividíamos las ganancias en el taller, en partes iguales. De modo que nuevamente yo tenía un poco de dinero para sobrevivir algo mejor, para no pasar privaciones demasiado graves. Debería decir que tenía suerte, pero es una palabra difícil de pronunciar para mí. Digamos que, tal vez, el destino seguía demostrándome que yo podía llegar a sobrevivir.
Mi amigo León Milgrom, en cambio, estaba realmente mal. Transportaba carga pesada y tenía hambre. Yo usaba mi dinero para procurarle comida extra y lo ayudaba en lo que podía. León estuvo conmigo en Mieletz, y luego en Wieliczka, en Plaszov, y entró a la lista de Schindler. Pasamos juntos la postguerra y nos separamos cuando yo me vine para la Argentina y él se fue a Australia.
Si bien mi trabajo de zapatero me proporcionaba ventajas, no me libraba de dormir en las barracas. Luego de algunas noches en Mieletz empezamos a sentir fuerte picazón. Eran chinches, que se sumaban a nuestra experiencia en pulgas y piojos, una nueva plaga para aguantar. Los domingos, que eran libres, sacábamos los colchones al sol. Las chinches salían de sus escondites buscando la sombra. Así hicimos todas las semanas, pero en seguida volvían y recomenzaba la tortura.
Una noche trajeron un pequeño grupo de internados ucranianos y rusos, de un campo de prisioneros, les habían ordenado tatuarnos a todos en la muñeca derecha, las iniciales KL (Konzentration Lager). Yo le pedí al que me tatuó que trabajara con prolijidad y no me hiciera algo demasiado grande. Ya que tenía que tenerlo, por lo menos quería que quedara presentable. Desde entonces tengo la marca, sello imborrable del horror. Vivo con ella, no la elegí.
Ya era el verano de 1944. Varias noches escuchamos tremendos ruidos parecidos a truenos y vimos una estela de humo en el horizonte, como un resplandor. Pudimos observar claramente cohetes volando por el aire hasta desaparecer. En ese momento algunos dijeron (y después lo confirmé) que se trataba de los cohetes alemanes V-2 y V-1, que sus plataformas de lanzamiento se encontraban en bosques cercanos y eran esa especie de tobogán inclinado levemente hacia el cielo, del que llegábamos a observar desde Mieletz la parte de arriba. Aunque después ciertos compañeros del campo sostuvieron que ese verano habíamos visto los V-2 y V-1 disparados sobre Londres, hoy no lo creo. Londres estaba muy lejos para que los lanzaran desde allí. Lo seguro es que los vimos volar, vimos el resplandor y escuchamos el trueno. Surcaron el cielo con destino desconocido.
Era la guerra, que transcurría y se decidía al costado nuestro, indiferente a sus víctimas privilegiadas. La guerra que los nazis estaban perdiendo mientras seguían matándonos, frente al silencio internacional.
Un día recibimos la orden de evacuar el campo. Nos cargaron en un tren de carga como a animales y nos llevaron a Wieliczka.

VOCACION DE POLICIA

Al llegar a Mieletz nos encontramos con una mala noticia: sus autoridades internas habían designado como policía del campo a un joven judío que conocíamos bien de Budzin y era muy mala persona. Era un tipo dispuesto a sobrevivir a cualquier precio, aún si eso suponía torturar a los suyos. Una anécdota de Budzin lo pintaba de cuerpo entero:
Teníamos un compañero que sabía lucha grecorromana y nos enseñaba algunas tomas y movimientos. Para sobrellevar nuestra situación con alguna cosa divertida, a algunos se les ocurrió organizar un espectáculo. Las autoridades lo permitieron y se decidió montar un escenario con tablones. Mientras varios reclusos trabajábamos en el tablado, el tipo que sería policía de Mieletz se metió a "ayudar" en la tarea, sin que nadie le hubiera pedido. Pronto empezó a dar órdenes con gritos e insultos, a empujar a la gente que trabajaba y a maltratarla. Entendimos en seguida: quería demostrar a nuestras autoridades internas primero, y a los nazis sobre todo, que él era apto para manejar gente y someterla. El tipo ambicionaba ser policía, ponerse del lado de los opresores. Supondría, seguramente, que así podría sobrevivir.
Por suerte, nuestras autoridades internas no eran afectas a ese tipo de gente y el método no le dio resultado. Pero en Mieletz sí, y obtuvo el ansiado puesto.
Pronto tuvo oportunidad de exhibir sus dotes: Nos daban una hora por todo concepto para comer; en el primer almuerzo él estuvo encargado de cuidar el orden de la fila. Eramos muchos y el reparto de la comida era muy lento. Cuando terminó la hora había muchos que no habían podido recibirla, pero el flamante policía ordenó cerrar la ventanilla. Muchos protestaron: estaban hambrientos. Ahí nomás él sacó su bastón de goma y se puso a golpear con saña a los que reclamaban.
Sus compañeros no olvidamos esa actitud y otras por el estilo. Cuando nos evacuaron y nos llevaron al campo de Wieliczka reencontramos a la gente de Budzin y a sus autoridades. Entonces decidimos denunciar a ese muchacho.
Dos cocineros del campo, militares del ejécito polaco, le dieron una terrible paliza. "Le haces esto a judíos como vos", decían, "vos no te mereces vivir". El hombre quedó tirado, ensangrentado, hasta que lo encontraron los nazis. Por mejores servicios que él estuviera dispuesto a prestarles, ellos no se tomaban el trabajo de curar las heridas de un judío. No supimos qué pasó con él, probablemente los alemanes lo terminaron de matar.


COCINERO EN WIELICZKA

La ciudad de Wieliczka, ubicada cerca de Cracovia, no era una excepción al resto de las ciudades polacas: súbitamente "limpia" de judíos, presentaba casas y negocios vacíos y saqueados.
Era famosa por sus antiguas minas de sal. Los alemanes habían planeado montar allí parte de la industria bélica y nos querían para montar una fábrica, pero en seguida se comprobó que el salitre que impregnaba el ambiente oxidaba las máquinas y se decidió abandonar el proyecto, de modo que nuestra estadía en Wieliczka fue muy breve. Allí encontramos a la gente de Budzin que había sido evacuada, incluido Mario y toda la plana administrativa.
Cuando llegamos nos hicieron formar fila, como siempre, pasaron lista estrictamente y nos dividieron en grupos para salir a trabajar. El responsable de los grupos de obreros era el mismo que en Budzin, mi viejo conocido Szczepiacki, el que me había requisado y llevado ante Sztokmaii cuando me detuvieron. Su tarea era la misma: supervisar la salida y la entrada de los trabajadores. Estaba parado al costado nuestro cuando comenzamos a salir. Yo caminaba con todos y pasé frente a él; para mi asombro, me indicó con una seña que saliera de la fila. Obedecí intrigado.
Cuando todos se hubieron ido, Szczepiacki se acercó y me preguntó si yo era capaz de preparar una comida sencilla y lavarles la ropa a él y a su novia. Su novia era de la administración interna, una comandante femenina muy agraciada. En seguida contesté que sí. Era extraño: Otra vez el destino me reservaba un lugar tolerable en el infierno. Lo cierto es que a mí me gustaban las tareas domésticas, muchas veces me había dedicado a observar a mi madre cuando cocinaba, y me hacía una idea de lo que tenía que hacer.
El suboficial vivía en la parte más cómoda de la barraca, que compartía con varios personajes de la administración del campo. Allí yo tenía un rincón con pocos utensilios y una pequeña cocinita eléctrica con dos resortes que se encendían y se rompían a cada rato. Con esos pobres elementos tuve que ingeniármelas. La comida era sencilla porque no había mucho que elegir.
Todos los días iba a buscar provisiones al depósito, que administraba un judío vienes, dentista, muy estricto y celoso de su trabajo. El vienes me controlaba todo y me escamoteaba las provisiones. Una mañana vi un tesoro: una caja de sardinas ahumadas de unos cinco kilogramos. No sé hasta hoy cómo llegó semejante cosa al depósito del campo, pero cuando la descubrí quedé deslumbrado. Hacía años enteros que no veía ese alimento, entre la pobreza de mi hogar durante la guerra y los ya muchos meses de comida nazi, había olvidado que existía.
Con un coraje rayano en la insolencia me acerqué a la caja, dispuesto a llevar un puñado de sardinas para mi patrón y de paso para mí. El vienes entendió mi intención y se interpuso. Le dije que él sabía para quién me llevaba las sardinas, pero por toda respuesta recibí una cachetada. Me fui con las manos vacías.
Cuando Szczepiacki volvió de la jornada de trabajo le conté lo que había ocurrido. No le gustó quedarse sin comida, sobre todo sin sardinas. Tuve que traerle la cena que sufrían todos en el campo. Szczepiacki prometió vengarse. Se sentía tocado en su rango e importancia. Terminada la cena tomó un destornillador y aflojó los tornillos del elástico de la cama cucheta del vienes, que era la de arriba. Cuando éste se acostó se vino abajo con colchón y todo, la gente festejó a risotadas el porrazo.
Después yo no tenía muchas ganas de aparecer por el depósito, era obvio quién había hecho la broma pesada y por qué. Pero era mi trabajo, y tuve que ir. El tipo no me dijo nada, al contrario, me trató bien.
Más adelante este hombre entró en la lista de Oskar Schindler y fue elegido por el comandante de la S.S. Leopold para desempeñarse como comandante interino judío. Pero ahí no tuvo mucha relevancia, porque no tenía gran trabajo que hacer.
Los evacuados a Wieliczka estuvimos tres semanas. De ese tiempo recuerdo un episodio significativo. Faltaban pocos días para abandonar el campo y un muchacho tuvo la idea de esconderse en las minas de sal y esperar allí que todos se fueran y llegaran los rusos. Cuando nos hicieron formar para el recuento, descubrieron que faltaba uno; empezaron a buscarlo y lo encontraron. El S.S. Leopold decidió no fusilarlo de inmediato sino torturarlo, como ejemplo para todos: lo hizo colocar entre las dos líneas de alambradas, cerca del portón, y permanecer parado a la intemperie soportando el pleno sol estival y la larga noche sin una gota de agua ni de comida.
Pegado al campo había barracas del ejército alemán, la Wermacht. Desde allí se veían las alambradas. Al día siguiente del comienzo del castigo se presentó un alto oficial nazi acompañado por otros oficiales, juntos hicieron un terrible escándalo por el muchacho parado a la intemperie, abuchearon e insultaron al S.S. por su inhumanidad. Esa misma tarde el muchacho desapareció de la alambrada. Seguramente Leopold lo hizo fusilar.
El episodio sirve para mostrar que las generalizaciones son siempre simplificadoras e inexactas. No todos los alemanes eran la misma cosa. En la S.S. -un organismo estrictamente represivo- predominaban los más crueles y los más sádicos; la Wermacht era una institución militar y había espacio para otras actitudes, aunque tampoco eso significa que fueran predominantes. De hecho, la Wermacht colaboró con la S.S. y hay más de un testimonio de su crueldad. Por ejemplo, sé que durante la ocupación del territorio soviético la S.S. pidió muchas veces contingentes al ejército alemán para apurar la eliminación de los judíos; la Wermacht asesinó así a miles de inocentes que luego enterró en sepulturas masivas.
No obstante, también ocurrió el episodio que cuento y presencié, probablemente una de las pocas excepciones a la barbarie nazi.
Antes de evacuarnos, los nazis seleccionaron a dos mil judíos que enviaron a un campo de concentración en Alemania llamado Flossenburg. Una vez más, algo me protegió. Quedé entre los setecientos cincuenta que no fueron enviados y permanecí en Wieliczka todavía una semana. Luego nos llevaron a Plaszov, en los suburbios de Cracovia. Mi camino terminaba en la fábrica de Oskar Schindler, aunque aún no lo sabía.




BORRAR LOS MUERTOS

Plaszov había sido construido en gran parte sobre el cementerio judío de Cracovia. Lindaba al fondo con unas canteras abandonadas, en cuyas excavaciones y zanjas fueron ejecutados muchos judíos de la zona en una matanza que se aceleraba al ritmo en que avanzaba el frente ruso.
El trabajo que nos tocó hacer allí fue atroz. Los nazis habían ordenado desenterrar y quemar los restos de todas las víctimas para borrar todas sus huellas. No sé cuándo había comenzado el macabro trabajo, que era arduo porque los cuerpos eran muchísimos. Cuando llegamos, nos tocó proseguirlo y terminarlo.
Trabajamos al mando de convictos alemanes, "kapos" que habían sido condenados por asesinato a cadena perpetua (habían matado alemanes, por supuesto, único asesinato realmente castigado). Los judíos fuimos divididos en dos turnos, diurno y nocturno, de doce horas seguidas cada uno. Nos dieron pala, pico y tablas que hacían de camilla para transportar los cuerpos hasta la pira, que se encendía al terminar el turno. Nos obligaban a comer ahí mismo, entre los muertos, sin lavarnos las manos. La primera vez me tocó de noche, no pude comer nada y durante dos días tuve fiebre. Después me acostumbré. Es increíble a lo que se puede uno acostumbrar. Durante dos semanas, día tras día, realicé este trabajo.
Un día la pesadilla de quemar cuerpos terminó. Empezó otra, menos espantosa. Había que nivelar la tierra para que no quedaran rastros de lo que allí había ocurrido. Se formaron dos grupos para trabajar, uno de varones y otro de mujeres jóvenes. Cada grupo hacia su tarea por separado en lugares muy próximos, al mando de un "kapo", que era uno de los convictos asesinos. Una tarde vimos que los respectivos "kapos" alemanes se encontraron y conversaron entre ellos. El de los varones retornó a nuestro grupo y nos avisó que nos dejaba solos por un rato, que siguiéramos la tarea sin interrumpir. El otro fue hasta donde trabajaban las mujeres, eligió a una joven, se sacó el saco y le indicó que fuera a una casilla y lo esperara allí.
Todos entendimos de qué se trataba. El alemán caminó detrás de la muchacha, desapareció en la casilla por un rato y volvió. Entonces le tocó al otro desaparecer y retornar. Un rato más tarde vimos venir a la chica caminando despacio, con la cabeza gacha. Se unió a su grupo y siguió trabajando. Impotentes, infinitamente tristes, seguimos la tarea en silencio.
Días después, la noticia se propagó en forma de rumor: Un empresario de Cracovia cerraba su fábrica por el avance del frente ruso, y pretendía montar una de municiones en Checoslovaquia. Se llamaba Oskar Schindler. Como nosotros proveníamos de Budzin, estábamos catalogados como obreros metalúrgicos. Junto con los judíos que ya trabajaban para él, estábamos incluidos en la lista de gente que se iría para allá. Se hablaba muy bien de Oskar Schindler.
LA LISTA DE SCHINDLER

En la fábrica de ollas enlozadas de Cracovia, Schindler tenía trescientas personas trabajando para él. Por supuesto, las condiciones eran las mismas que las de todos los judíos en ese momento: trabajo forzado y sin pago alguno. Pero se decía que el comportamiento de Schindler era humano, y que había defendido a su gente. Primero los judíos de su fábrica llegababan todas las mañanas del campo de Plaszow, pero como era frecuente en estos casos, no llegaban siempre los mismos.
Schindler protestó; aunque el cambio estaba motivado por las constantes muertes de los prisioneros, él adujo ante los nazis razones económicas: cuando le cambiaban la gente le sacaban obreros entrenados y le lentificaban la producción. Hizo un pacto con los nazis: su plantel dormiría en la misma fábrica. Así la empresa de Schindler se convirtió ella misma en un campo y él y su mujer dieron a los trabajadores una vida más digna. Se decía que adentro se comía bien, no se pasaba hambre y había buen trato.
Por eso la noticia de que entrábamos en la lista fue recibida con entusiasmo. Schindler llevaría a Brünnlitz, en su Checoslovaquia natal, casi mil doscientos judíos, con quienes montaría una fábrica y la pondría a funcionar. Encomendó a su gente de confianza, entre la que figuraba un tal Goldberg, completar la lista. De Budzin entramos setecientos cincuenta; los que trabajaban en la fábrica de Cracovia eran trescientos; Goldberg agregó cerca de doscientas personas reunidas entre sus familiares y amigos o entre judíos con medios que compraron su lugar.
Una acotación sobre los setecientos cincuenta obreros que se agregaron a la lista, entre los que estaba yo: En las Memorias de Emilie (Bs. As., Editorial Planeta, 1996) figura que también provenían de Plaszov. Esto es corecto, si se tiene en cuenta que mis compañeros y yo estábamos en ese campo cuando fuimos incorporados; pero es incompleto: entramos a la lista de Schindler porque éramos obreros metalúrgicos del campo de Budzin, y llevábamos en Plaszov muy poco tiempo.
Resultará seguramente asombroso que a esa altura del exterminio y del saqueo hubiera todavía judíos que tenían con qué sobornar. Pero tampoco se necesitaba mucho para comprar un lugar en la lista. Había judíos de Cracovia que habían logrado esconder fuera del campo alguna cosa de valor: una joya heredada, un reloj. Después de la guerra, hubo sobrevivientes que regresaron al escondite a buscar lo que habían dejado y lo encontraron a veces, otras no.
Lo que hoy no me explico es cómo se las ingeniaron, los que se acomodaron en la lista, para entregar el pago. La única posibilidad es que hayan contado con la complicidad de algún alemán que recibía su parte. Lo cierto es que si la planta administrativa de Budzin no ingresó a la lista de Schindler fue porque la borraron para que los que pagaban tuvieran su lugar.
Finalmente la lista estuvo completa. Schindler la presentó y los alemanes la aprobaron en su totalidad. Ignoraban que estaban aprobando la nómina de casi mil doscientos judíos que escaparían de la "limpieza".
Llegó el día de la partida. Nos íbamos a Brünnlitz, en los Sudetes, de donde era oriundo Schindler. Pero antes pasábamos por el campo de concentración Gros-Rosen. Las penurias no habían terminado.


GROS-ROSEN

Llegó el día de irnos de Plaszov, nos convocaron para la formación y después de pasar rigurosa lista separaron varones de mujeres. Bajo vigilancia, pusieron a las mujeres en un tren de carga con rumbo desconocido y nos embarcaron a nosotros en otro, que luego entendimos que iba a Gros-Rosen, campo de trabajo masculino que funcionaba como el gran campo central de más de cuarenta sucursales, una de las cuales era Brünnlitz. En la organizada burocracia de la máquina de exterminio alemán, los judíos debían pasar por la "casa matriz" antes de ingresar a la sucursal, para ser registrados, preparados, torturados convenientemente.
En Gros-Rosen estuvimos tres días. De todos los lugares atroces que conocí, este campo fue el peor. Era inmenso, y tenía un horno crematorio que trabajaba día y noche. Nadie aguantaba mucho en ese lugar, donde la desnutrición era tremenda y la labor inhumana. Obligaban a trabajar a los prisioneros en las canteras de granito de los alrededores, debían sacar piedras que los nazis usaban para sus bunkers y para construir caminos. La tarea era manual y sin las herramientas necesarias; semejantes condiciones de producción, junto con la alimentación intencionalmente insuficiente, hacían que los obreros no sobrevivieran mucho tiempo. Por alguna razón que ignoro, los guardias llamaban a los reclusos musulmanes o beduinos. Lo cierto es que parecían calaveras. En cuanto a nosotros, los Schindlerjuden, no nos hicieron ir a las canteras. Pero apenas llegamos empezó nuestro calvario. Nos hicieron formar al estilo militar, en filas de cuatro en fondo. La primera fila, unas doscientas cincuenta personas, recibió la orden de hacer sus necesidades en dos minutos en una zanja cercana, y regresar al sonido de un pito. Luego hicieron lo mismo con el resto de las filas. La gente corría con los pantalones colgados, chorreando orín. Los que llegaban tarde recibían una paliza. Estábamos bajo el mando de "kapos" profundamente antisemitas, crueles capataces que eran prisioneros colaboradores de los nazis, internados en campos de concentración, donde había polacos y de otras naciones.
Después de hacer nuestras necesidades, nos llevaron cerca de unas barracas y nos ordenaron desvestirnos completamente y despojarnos de cualquier objeto que tuviéramos. Quedamos desnudos a la intemperie, siempre quietos y en fila; ya empezaba el otoño y atardecía, hacía frío. Nos hicieron ingresar de a grupos a las barracas donde nos esperaban improvisados peluqueros blandiendo navajas melladas que parecían serruchos y, dejándonos de pie, nos fueron rasurando todos los pelos, cabezas, axilas, genitales, cortándonos la piel más de una vez por torpeza o crueldad. Luego nos desinfectaron con un trapo que mojaban en un recipiente lleno de un líquido casi negro, con el que limpiaban los baños, y nos hicieron entrar a las duchas de agua fría, sin jabón y con pocas toallas que ya chorreaban agua.
Siempre desnudos y apenas secos caminamos a la intemperie en ordenada fila, hasta la barraca donde estaba la ropa con que ahora debíamos vestirnos: chaqueta, pantalón, gorro redondo y camisa. Había que buscar una muda que fuera de nuestro tamaño y un par de zapatos, entre una pila de ropa de víctimas anteriores.
Ya vestidos, nos mandaron a una oficina donde anotaron el número de cada uno y la edad que teníamos. Nos hicieron abrir la boca y registraron cuidadosamente todos los dientes de oro.
Cuando todos estuvimos listos, registrados, "limpios, empilchados y elegantes", nos llevaron a dormir. Se había hecho la medianoche.
Nos instalaron en un edificio completamente iluminado. Era un salón con suelo de madera, donde nos ordenaron desvestirnos con rapidez, quedarnos en camisa y estirarnos sobre el piso, utilizando el resto de ropa como almohada. Nos teníamos que ubicar de costado, bien derechitos uno al lado del otro, bien apretados para que cupiéramos todos. Casi no se podía respirar, no nos podíamos mover; así, quietos, permanecimos "durmiendo" hasta la madrugada, escuchando los insultos terribles con que nuestros torturadores se entretenían. Las tres noches fueron así.
Apenas aclaraba volvía el silbato. Orden de despertar. Otra vez los dos minutos para orinar en la zanja. No teníamos calzoncillos. Teníamos el cuerpo acalambrado, los miembros doloridos por la inmovilidad. Nos daban un magro desayuno y nos hacían formar. El resto de los prisioneros salía a trabajar en las canteras de granito; yo los observaba marchando a lo lejos: parecían un ejército de esqueletos mecánicos.
Como nosotros estábamos de paso no teníamos tarea asignada, nuestros guardias idearon nuevas torturas en forma de ejercicios militares que duraban cuatro horas por la mañana y cinco por la tarde.
Así estuvimos en Gros-Rosen, mientras las dos chimeneas del crematorio humeaban día y noche.


AL RESCATE DE LAS MUJERES

Por fin nos llevaron a Brünnlitz en un tren de carga. Allí nos esperaba nuestro viejo amigo de Budzin, el Obers-turmführer S.S. Leopold y su séquito, pero también estaba Emilie Schindler. Oskar Schindler se encontraba en Cracovia. Sé que esto no coincide con el libro de memorias de Emilie, pero mi recuerdo es que Schindler llegó a Brünnlitz cuando ya los rusos estaban por ocuparla. En realidad, yo vi a Schindler solamente una o dos veces antes del 8 de mayo. No así a Emilie, que por su tarea tenía bastante contacto con nosotros. Montamos la fábrica bajo el mando de un ingeniero alemán que entonces creí que era Oskar, pero charlando con Emilie aquí en Buenos Aires supe que se llamaba Schóneborn y tenía cierto parecido físico con él.
Cuando llegamos a Brünnlitz nos encontramos con que las mujeres no habían venido. Una gran inquietud cundió entre los que habían entrado a la lista junto con sus esposas o familiares. Corrió el rumor, probablemente proveniente de los colaboradores cercanos de Oskar Schindler, de que las mujeres habían sido enviadas a Auschwitz y que pronto estarían entre nosotros.
En efecto, así como nosotros tuvimos que pasar por la "central" Gros-Rosen antes de ingresar a Brünnlitz, ellas fueron conducidas a Auschwitz, uno de los más terribles y más grandes campos de concentración y exterminio del régimen nazi. Como Gros Rosen era un campo masculino, a ellas no las llevaron. Pero si a nosotros nos enviaron a Brünnlitz en un lapso de días, a ellas las retuvieron dos meses. En realidad, parece que fue Oskar quien consiguió que las sacaran de ese infierno, usando sus métodos típicos: regalos, contactos, diplomacia. Lo cierto es que unos meses después de nuestra llegada a la fábrica aparecieron por fin las mujeres de la lista, para inmenso alivio de muchos de nosotros. Fueron  alojadas  en  un  lugar  especial,   separadas completamente de los hombres por alambre tejido. No tenían nada que hacer, unas pocas trabajaban en la lavandería pero no había tampoco mucho para lavar. Había quedado lana en el depósito de la planta (era de la fábrica que anteriormente había funcionado allí), de modo que las que querían podían tejer, aunque no era obligatorio.
Tampoco los varones teníamos demasiado trabajo. El ingeniero se ocupaba de organizarlo y Emilie de las condiciones del alojamiento en el campo.
La fábrica estaba bajo la supervisión de la Wermacht, la S.S. no tenía ninguna injerencia en lo que hacía a alojamiento y producción. Lamentablemente seguía siendo dueña de las vidas de los judíos internados, estaba autorizada para disponer de nosotros llegado el caso y cumplir las órdenes que Eichman y otros dieran sobre nuestro destino.
De modo que los guardias S.S. nos vigilaban, armados y amenazantes, desde las altas torres, y el alambre electrificado nos rodeaba. En sus memorias, Emilie habla de doscientos cincuenta hombres a las órdenes de Leopold. Yo creo que no es correcta la cifra, no había un guardia cada cinco personas. No creo que llegaran a cien. Tal vez la fuerte aprehensión y el profundo desagrado que la joven Emilie sentía por ellos hicieron que en su recuerdo sean muchos. Lo cierto es que si algo queda claro de sus Memorias es que ella se sentía amenazada igual que los judíos por los monstruos de la S.S., y tenía razón: aunque de otro modo, los Schindler corrían un inmenso riesgo y eran, a su manera, prisioneros de la fábrica.


UN MAL NEGOCIO

El montaje y acondicionamiento de la planta industrial se hizo sin apuro. La maquinaria llegó a días de nuestro arribo y la montamos. La fábrica debía producir balas antitanque. Estuvimos en Brünnlitz desde el otoño de 1944 hasta el final de la guerra, en mayo de 1945, y en todo ese tiempo fabricamos apenas un vagón de balas que además regresó en devolución, porque por los bombardeos no pudo llegar a destino.
La fábrica de ollas de Cracovia había tenido buena productividad, pero ahora eso no parecía importar a los Schindler; sabían que venía el fin del Reich y de Hitler; sus objetivos parecían haberse deslindado por completo del aspecto económico. En el campo había más gente que puestos reales de trabajo, y eso no impidió que en una situación de emergencia que en seguida contaré se integraran ciento diez personas más.
La Wermacht inspeccionaba periódicamente la marcha de la producción, lo cual era un problema. Afortunadamente, el comandante general del lugar, el oficial Lange, era una persona recta y no era nazi. Intentaba diferenciarse de ellos con gestos sutiles, como venir a inspeccionar la fábrica vestido de civil o dejar caer que su trabajo era para Alemania, no para un gobierno. Es probable que esto explique que, en la inminencia de la derrota de Hitler, la baja productividad de la fábrica no haya sido un problema grave. Además, el intendente de Brünnlitz había sido maestro de natación de Emilie en la escuela y la apreciaba; eso le había permitido conseguir el permiso para que Oskar instalara la planta y daba a los Schindler cierta comodidad para manejarse en el lugar.
En cuanto a nuestras condiciones de vida en Brünnlitz, no podían compararse con el horror del que veníamos. Pasamos un largo y crudo invierno allí y nunca faltó carbón. La fábrica tenía su propia usina eléctrica a carbón y a vapor, de modo que siempre teníamos calefacción y agua caliente, incluso en las habitaciones colectivas donde dormíamos.
Entre los selectos colaboradores judíos de Schindler había un abogado de apellido Beiski, que luego fue miembro de la Corte Suprema de Justicia en Israel, donde reside hasta hoy. Todavía es íntimo amigo de la señora Emilie, y en ese entonces pertenecía al estrecho círculo que rodeaba a Oskar. Beiski se destacaba por su extraordinaria habilidad para falsificar sellos y firmas. Falsificó numerosas rúbricas de los jerarcas nazis que le permitieron a Oskar obtener productos indispensables como bencina, carbón y alimentos para todos. Se necesitaba coraje y sangre fría para moverse con documentos falsos, Oskar tenía ambas cosas, pero tenía también la posibilidad de planificar y calcular, y había sabido rodearse de gente idónea para hacerlo.
Por su parte, Emilie hacía constantes compras en el mercado negro para reforzar nuestra comida, que no era mucha pero sí suficiente. Eramos casi mil trescientos judíos para alimentar, pero también había unas trescientas bocas más, entre los rusos y polacos que constituían la planta asalariada del campo (cocineros, choferes). A los guardias nazis la fábrica estaba obligada a darles una dieta diferente y no les podía faltar nada. Si se tiene en cuenta que todo salía del dinero de los Schindler, queda claro que el objetivo del campo de trabajo forzado de Brünnlitz no era precisamente hacer un gran negocio.
Nosotros, en vez de doscientos gramos diarios de pan, recibíamos trescientos treinta; la sopa era realmente nutritiva; cada domingo recibíamos un extra: cien gramos de azúcar, cien de mermelada, cien de fiambre y a veces un paquete de tabaco. En condiciones de guerra y de aislamiento progresivo por el avance ruso, Emilie se las arreglaba incluso para conseguir remedios para los enfermos. Ella se ocupaba de nuestra salud. Cada vez que nos bañábamos pasábamos por una balanza y el peso de cada uno era anotado junto a nuestro número de identificación.


DESCUBIERTO ROBANDO PAPAS

Como ya dije, en Brünnlitz sobraba gente. Yo no tenía tarea asignada. Pero más allá de las excelentes intenciones de Emilie y Oskar, nada había más peligroso en esos tiempos, para un judío, que no tener trabajo útil. De modo que con León y varios muchachos más, un grupo que siempre estábamos juntos, nos impusimos una serie de tareas: limpiábamos el campo todos los días y por la mañana transportábamos papas del depósito a la cocina, en una carretilla. La cocina estaba en el primer piso, nosotros subíamos la carretilla y allí la entregábamos a otro grupito de voluntarios que la llevaban al destino final.
Podrá parecer extraño que se necesitara tanta gente para una labor relativamente sencilla. Es que había gato encerrado: en el depósito de papas nosotros nos guardábamos dos o tres
 -elegidas entre las más chatas- en una pernera atada a la rodilla que cubríamos con un delantal. Arriba, los que nos esperaban se cobraban, a su vez, el flete. Por eso tantos interesados.
Tal era el ritual de todas las mañanas, hasta que una mañana el hecho llamó la atención del oficial de la S.S. que cuidaba el orden del campo, el único que entraba cada tanto para inspeccionar. El oficial S.S. decidió averiguar por qué era tan popular el trabajo de cargar las papas. Nosotros, como siempre, entregamos la carretilla a los de arriba y abandonamos el edificio. Yo salí último y el oficial me llamó. Me revisó y por supuesto me encontró el botín.
En otro lugar, hubiera sido fusilado de inmediato o sometido a alguna tortura atroz. Pero ésa era la fábrica de los Schindler, y además la guardia de la S.S. era más bien veterana, ya habían convocado a casi todos al frente, quedaban los oficiales más viejos y menos fanáticos. Por todo castigo, el S.S. me sacó las papas y me avisó que pasaría la noche sin cenar. A la hora de la comida me coloqué como todos en la fila para recibir mi ración, pero el hombre había vuelto a entrar al campo exclusivamente para vigilar que se cumpliera su orden. Me descubrió y me hizo salir de la fila. Eso fue todo. Temí que se engolosinara y me dejara con hambre todas las noches, pero no fue así.
Cuando le conté esta anécdota a Emilie, tantos años después en Buenos Aires, ella me reconvino:
-¡Con razón siempre faltaban papas! ¿A usted le parece? ¡Y yo que ya no sabía cómo conseguir más!
Se reía, pero todavía me reprochaba: para Emilie Schindler conseguirnos la comida era un deber maternal.
EL DERECHO A UNA TUMBA

No había muchas muertes, pero cuando ocurría alguna se hacía un entierro por la noche, en un cementerio católico, con la mínima legitimidad de una ceremonia. Era un acto casi clandestino, producto de un arreglo entre Oskar, el párroco del lugar y el Obersturmführer Leopold, con quien Oskar desplegaba sus típicas estrategias de seducción, a las que después me referiré. El hecho no se explica de otro modo, porque como ya habrá quedado claro en los múltiples ejemplos de mi relato, los judíos no tenían derecho a ser enterrados dignamente y Leopold no era un humanista. El destino de los muertos era el horno de la fábrica, pero a los Schindler les debe haber repelido que su horno humeara como el de los demás campos.
Decidí describir los entierros que hubo en Brünnlitz porque en el libro de Thomas Keneally, La lista de Schindler, (traducido del inglés por la editorial Sudamericana en 1984), se exagera al decir que se les dio a los muertos sepultura judía. No se trata solamente de que el obvio riesgo que algo así hubiera significado para la continuidad del campo y para el proyecto humanitario de los Schindler vuelve poco probable que se hayan hecho esos rituales: estoy absolutamente seguro de que no se siguió nuestro culto religioso porque cuando pidieron voluntarios para la tarea de enterrar a los muertos yo me ofrecí, y ésa fue una de mis funciones en Brünnlitz.
Eramos cuatro los que hacíamos la tarea. Nos daban un ataúd ya cerrado y sellado, listo para llevar a su último descanso, dos palas y dos picos. En el portón nos esperaba un carro tirado por un caballo y un oficial de la S.S. que vigilaba que no escapáramos del campo. Estábamos a unos quince minutos del cementerio.
Al llegar, el oficial nos conducía al lugar donde había que cavar, nos marcaba el perímetro de la fosa y poníamos manos a la obra. Como la tierra estaba arriba congelada, hacer el pozo daba mucho trabajo. Cuando llegábamos más o menos al metro y medio de profundidad, bajábamos el ataúd y lo cubríamos de tierra. Después prolijábamos el terreno, borrando las marcas de haber cavado, y nos íbamos sin dejar ninguna identificación. El motivo de esto último es claro: Oskar habría conseguido la posibilidad de sepultar judíos en el cementerio bajo la promesa de que no quedara ningún rastro de lo que se estaba haciendo.
Quien haya seguido mi relato, comprenderá que después de las veces y sobre todo de los modos en que me tocó hacer la misma tarea, poder dar una sepultura por lo menos humana a alguien de mi pueblo era reparador. Ese fue el motivo por el que me ofrecí como voluntario las pocas veces que hubo necesidad. A la mañana siguiente de la primera vez, me encontré con la sorpresa de que Emilie había asignado un kilo de pan extra como pago a cada enterrador.
Afirmo entonces que no hubo rito judío en los entierros ni supe nunca de algo similar en el campo. Si algún grupo lo hizo a escondidas yo no me enteré, y no ocurrió en el momento de la sepultura.


EMILIE SCHINDLER

Hay un dicho: detrás de cada gran hombre hay una gran mujer. Tal vez no siempre esté detrás, pero pocas veces el refrán es más exacto que en el caso de Emilie Schindler. Agraciada, menuda, sencilla, la mujer de Oskar Schindler no sólo acompañó a su marido en su decisión de salvar la vida de mil doscientos judíos, asumiendo todos los riesgos que eso implicaba, sino que protagonizó una buena parte de ese sal-vataje, encargándose desde la retaguardia de darles una vida digna.
El discurso nazi sobre la mujer era de un machismo profundo. El sueño de Hitler, gobernar el tercer Reich por mil años, requería preparación. Se precisaban organismos reproductores capaces de hacer florecer la raza superior. De los vientres de las rubias y fuertes mujeres germanas saldrían generaciones de arios puros, altos, atléticos y poderosos, capaces de regir los destinos de ese sueño y manejar a los pueblos sojuzgados en su provecho. En su sencilla humanidad, a Emilie Schindler esa ideología no parece haberle hecho efecto.
Nació en una familia campesina de Moravia que tenía una buena situación económica. Por supuesto, eran cristianos. A juzgar por su relato, fue su madre quien le transmitió la importancia del humanitarismo y la solidaridad. Tenía veintiún años cuando se enamoró del apuesto y seductor Oskar Schindler, con quien se casó en seguida. Después quedó huérfana de golpe, muy poco antes de comenzar la Segunda Guerra Mundial: su padre murió cuatro meses después que su madre.
Emilie no fue feliz con Oskar. Ella cuenta que era mujeriego y despilfarrador, le gustaba la buena vida y la dejaba muy sola. Pese a que le hacía continuos desaires, lo perdonaba siempre: era su primer y único amor. Siempre le fue fiel y lo acompañó en todos los riesgos. En algún momento decidió no luchar más contra las características de su marido y sobrellevarlas con resignación. Entonces se concentró en sus tareas pero no dejó de estar a su lado. Si se los veía juntos, ella era tan sólo una sombra: él tomaba todas las decisiones importantes, muchas veces sin que ella lo supiera. Sin embargo, nosotros la vimos desempeñarse sola en las pequeñas cosas cotidianas. Tenía una inmensa energía y era como una madre, llena de iniciativas si se trataba de proteger a su gente y ayudarla.
La infelicidad del matrimonio no supuso que ambos tuvieran distinto punto de vista sobre los judíos. Ella sabía muy bien lo que Oskar estaba haciendo y puso todo su empeño en la empresa. Era muy activa, controlaba las finanzas de la fábrica, de las que salía el dinero para nuestra alimentación, higiene y salud. Era una buena administradora, lo cual en esos tiempos tenía gran importancia porque nada era fácil de conseguir. No vaciló en incursionar en el mercado negro para obtener artículos de primera necesidad para los judíos de su fábrica. Además consiguió la solidaridad de una aristocrática vecina de la zona, dueña de un molino y esto le permitió aumentarnos la ración de comida.
En febrero de 1945 -promediaba el crudísimo invierno, más de treinta grados bajo cero- le avisaron que en Trottau, la estación ferroviaria cercana (los Schindler tenían familiares que trabajaban allí), había un vagón apartado y cerrado del que salían quejidos humanos. Un desvío de vías iba de la estación a la fábrica. Emilie hizo que enviaran inmediatamente el vagón.
Era el fin de la guerra y ya no había orden, era la debacle. El vagón había llegado a Trottau rumbo a otro destino y había quedado allá, desenganchado. Venía de Goleschau, una mina donde funcionaba un campo de trabajo forzado. Al parecer la idea original era trasladar a un grupo de judíos de allí para que trabajaran en una empresa, pero con la inminencia del fin la empresa había desistido de recibirlos y el vagón había quedado abandonado, con la gente adentro.
Emilie llamó a algunos obreros de Brunlitz para que ayudaran a abrirlo. No fue fácil porque los cerrojos estaban cubiertos de escarcha. Con grandes esfuerzos abrieron la puerta. Adentro había alrededor de ciento diez varones medio congelados y completamente desnutridos, algunos ya enfermos terminales, y doce cadáveres. En nuestro campo, Emilie dio a esa gente una atención especial dentro de sus posibilidades. Se hizo un dormitorio aparte en el primer piso, se pusieron camas con colchones de paja y cobijas, se lo calefaccionó. Emilie consiguió tapioca en el molino. Los médicos judíos del campo asesoraron sobre el cuidado y la alimentación que había que dar a esta gente. Fallecieron tres (ésos fueron los cuerpos que yo enterré), pero la mayoría se repuso. A los sobrevivientes del vagón de Goleschau nunca se les asignó trabajo en la fábrica.
El episodio pinta a Emilie de cuerpo entero. Lamentablemente, la película de Spielberg le asigna un lugar mucho menor del que realmente tuvo en nuestra supervivencia. Mi sincero y eterno agradecimiento y homenaje a la querida Emilie Schindler. Hacer lo que ella hizo por nosotros suponía arriesgar gravemente la vida: los nazis condenaban a muerte a quienes nos ayudaban. Si salió airosa de los riesgos no fue sólo por ser católica, alemana y esposa de un hombre importante sino también por su coraje e inteligencia para obedecer su idea de lo correcto y lo humano, más allá de lo que dijeran los que tenían el poder.


OSKAR SCHINDLER   

Algunos han discutido la bondad de Oskar Schindler. Se le ha criticado explotar trabajo judío sin pagarlo, usar a los judíos para su propio interés y buscar enriquecerse y hacer negocios aprovechando nuestra situación. Estas críticas (aparecidas en algún diario de Buenos Aires que no recuerdo, alrededor del estreno de la película de Spielberg) revelan un profundo desconocimiento de nuestra situación durante el nazismo.
Por supuesto que nunca recibimos paga alguna por nuestro trabajo en la fábrica de Schindler, pero tampoco recibimos paga por ningún otro trabajo en ningún otro campo. Y ya he relatado que en Palikiie, aún antes de estar recluido en los Konzentrazion Lager, mi padre y yo fuimos obligados, como cualquiera de nosotros, a hacer tareas pesadas o desagradables por el sólo hecho de ser judíos. El uso de nuestro pueblo como esclavo en la producción industrial no fue un invento de Schindler, fue la constante de todo el nazismo; ni el poder concebía otra cosa ni hubiera permitido que alguien lo concibiera.
En todo caso, Schindler se apoyó en la metodología nazi para salvarnos la vida, y los obreros le respondieron con empeño porque querían salvarse. Cuánto de su acción empezó como un negocio y cuánto como una empresa humanitaria no es fácil de decir, pero sí es evidente que en un momento se volvió exclusivamente una empresa humanitaria. Como queda claro de la descripción que hice sobre el ritmo productivo y las condiciones de vida de Brünnlitz, y como se verá después, los Schindler gastaron mucho capital en nosotros.
Sobre la base de comentarios que circularon, de relatos que me hizo Emilie y de suposiciones que tengo, me atrevo a dar opiniones personales sobre los motivos de la conducta de nuestro querido Oskar Schindler. Se sabe que era afiliado al partido nazi, un afiliado sin rango. Aparentemente habría entrado ahí por conveniencia, luego de que Hitler tomó el poder. Trabajó para el Servicio de Contraespionaje de la Wermacht, el ejército alemán. Primero fue espía en los Sudetes y luego en Polonia.
Su trabajo le habrá dado una preparación especial: de hecho, Schindler era un excelente simulador, tenía gran prestancia personal, manejaba muy bien la seducción y se movía con comodidad en las situaciones de riesgo. Probablemente sus tareas de espionaje le permitieron trabar contactos con civiles y militares importantes de la política alemana, más tarde esto le sería útil.
Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, Schindler era oficial de reserva del ejército alemán. Fue asignado a Cracovia por el Servicio de Contraespionaje. Nunca fue llamado a filas, ni tomó parte activa en la guerra. Si pensamos que no era un fanático nazi ni un patriota alemán, sino un despreocupado checo de los Sudetes sin fuertes convicciones políticas, podemos suponer que no tenía ningún interés en ser enviado al frente. Ese puede haber sido un motivo para elegir manejar una fábrica y colaborar así con los alemanes en su rol civil de productor "patriótico": nadie lo iba a mandar a pelear mientras él fuera útil de ese modo.
En Cracovia Schindler aprovechó, como muchos, los bienes confiscados a los judíos. Probablemente con ese botín empezó a vender en el mercado negro, donde hizo muy buenas ganancias. Luego le dieron una pequeña fábrica de ollas y platos esmaltados de aluminio y hierro, la planta había sido arrebatada a un judío.
En este punto quiero hacer una observación. Aunque se ha dicho que Schindler compró a los dueños la fábrica de Cracovia, como judío que vivió en carne propia esa época sé que esto no puede ser así. Ya he dicho que se despojaba a todos los míos de sus posesiones. Cualquier fábrica o casa judía eran, entre 1939 y 1945, propiedad del Estado alemán. Aun si Schindler lo hubiera querido, comprar o vender legal -mente algo a un judío era imposible.
Desconozco los detalles por los que Oskar adquirió la fábrica, no sé si se la ofrecieron por sus fuertes contactos, si se volvió su dueño a cambio de pagar al tesoro alemán o si simplemente la administró. En cambio, estoy seguro de dos cosas: la primera, que los dueños judíos no recibieron absolutamente nada por el traspaso; la segunda, que el modo en que obtuvo el control de la planta no le quita a Oskar Schindler ninguno de sus extraordinarios méritos. Schindler pudo salvar nuestras vidas porque tenía esa fábrica y porque luego tuvo otra, que también había sido de judíos. No hizo fortunas con nosotros, se obsesionó cada vez más por cuidarnos, estuvo dispuesto a perder todas sus ganancias para lograrlo y las perdió.
La fábrica de ollas enlozadas estaba en los suburbios de Cracovia. Oskar se encontró con que debía administrarla y dirigirla cuando no tenía idea de cómo hacer eso. No era universitario, no manejaba la contabilidad y no había trabajado nunca como industrial. Tuvo que pedir consejo y ayuda a los antiguos dueños judíos y a su personal.
Eran los primeros meses de 1942; la fábrica funcionó casi hasta muy entrado el año 1944. Es probable que su simpatía por los judíos haya comenzado a raíz de su trabajo de industrial, cuando empezó a frecuentarlos mientras era testigo del maltrato y de la brutal liquidación nazi del ghetto de Cracovia. Frente a semejante horror, él y su mujer habrán sentido una rebelión interna y se habrán prometido ser diferentes. Su fábrica se volvió una esperanza de vida para sus obreros, que de buena gana se esforzaban por aumentar la producción.


LOS METODOS DE OSKAR

Trabajó con los prisioneros del campo de Plaszov, dirigidos por el sanguinario comandante Goeth. Al principio no le fue nada fácil hacer tratos con Goeth. Cada mañana llegaban obreros a su planta acompañados por un oficial S.S., pero a menudo no eran los mismos. Los fusilamientos y las bajas por los malos tratos resentían el trabajo. El comandante Goeth no entendía el argumento con facilidad y Oskar empezó a usar otros métodos para convencerlo a él y a sus lugartenientes.
Estos nazis eran individuos de dudoso pasado, por no hablar de su presente. Schindler les envió regalos, los invitó a cenas en las que servía productos inconseguibles, les preparó orgías con bellas polacas jóvenes. Emilie, por supuesto, no participaba de estos encuentros, que se hacían muchas veces en las residencias de Goethh y los suyos. Allí, entre lujurias y alcohol, tocaban dos violinistas judíos prisioneros del campo de Plaszov. Eran los hermanos Rosner, Goeth los llevaba para que les animaran las fiestas.
De a poco, Oskar fue recibiendo los favores que pedía: ventajas para su gente. Así consiguió que le permitieran ubicar a su personal al lado de la fábrica. Aunque con alambradas y vigilancia de la S.S., los guardias no podían entrar al predio y de este modo los judíos estaban protegidos. Se empezó a hablar de los "Schindlerjuden", los judíos de Schindler.
Hoy puede asombrar que los alemanes no lo hayan fusilado. Schindler se movió siempre en ese complicado filo de la navaja. Muchos circunstanciales camaradas suyos deben haber entendido que Oskar no era tan patriota, que tenía algo escondido, pero también deben haberle hecho el juego. Denunciarlo era perder los pocos momentos de cognac francés, mujeres bonitas y diversión que tenían en la Polonia ocupada, ellos estaban lejos de sus hogares, rodeados de judíos desnutridos y humo de hornos crematorios. Oskar les ofrecía distracción y placer poco santos y con eso les tapaba la boca.
Lo que cuenta para juzgar a Schindler no son sus amigos circunstanciales o sus métodos, sino los resultados de lo que aconteció con nosotros: nos salvó la vida.
Schindler trabajaba con contratos con el gobierno alemán, pero también se las ingeniaba para colocar parte de lo producido en el mercado negro. Una vez fue denunciado por eso y arrestado durante una semana por la GESTAPO, pero pudo librarse de la situación. Era un hombre de muchos contactos con la Wermacht. Nadie consiguió probarle nada.
Después Goeth cayó en desgracia: un camarada suyo lo delató por no haber entregado al tesoro alemán parte de un botín de joyas arrancado a los judíos. Fue arrestado y no volvió a ejercer sus funciones. A Oskar lo detuvieron otra vez, esta vez por su amistad con Goeth, le pidieron información sobre el enriquecimiento ilícito del inculpado. Schindler se salvó a duras penas de quedar relacionado con el caso. Por suerte para él y para nosotros, fue absuelto.
Cuando el frente ruso estuvo demasiado cerca de Cracovia, tuvo la idea de montar una fábrica nueva en los Sudetes. Una vez le pregunté a Emilie por qué se le ocurrió eso a su marido. Me respondió que se sentía en la obligación de salvar a su gente. Se hablaba de liquidar el campo de Plaszov y era evidente que los nazis no dejaban judío vivo cuando cedían territorio al enemigo, a menos que les sirviera trasladarlos como mano de obra esclava.
Y después, solamente siete días antes del final de la guerra, los Schindlerjuden volvimos a ser salvados por un pelo. El episodio es notable y revela una vez más quién era Oskar Schindler. En los últimos días de abril de 1945 corrió entre nosotros el rumor de que existía la orden de liquidarnos a todos el primero de mayo.
En efecto, como sabríamos poco después, había llegado al campo un telegrama de GrosRosen dirigido a Leopold. Por suerte cuando eso ocurrió estaba Schindler en su oficina del campo, acompañado por sus colaboradores judíos. En el contexto de fin de guerra, un telegrama de Gros Rosen no podía ser nada bueno. Valiéndose del vapor y con infinito cuidado, Schindler y su gente abrieron el telegrama y lo leyeron: el primero de mayo había que exterminarnos y cerrar Brünnlitz.
Oskar puso manos a la obra. No entregó el telegrama a Leopold e inició otra de sus tareas de seducción. Sus colaboradores nos contaron, pasado el peligro, cómo hizo para ganar tiempo, que en ese momento de la guerra era lo único que se precisaba. Había que evitar que le llegara otro telegrama y esta vez sí lo recibiera. Schindler invitó a Leopold a cenar, lo emborrachó, le regaló tabaco y alcohol y empleó su mejor facilidad de palabra para darle a entender que lo que le convenía era abandonar el campo. Estaban por llegar los rusos, la guerra estaba perdida, él era un S.S., ¿qué otra cosa podía hacer para salvar su vida?
Mientras tanto, los días pasaban. Pasó el primero de mayo y Schindler insistía con su delicadeza habitual: era un amigo paternal que daba buenos consejos. El cuatro de mayo Leopold se escabulló del campo. Estábamos a salvo.
EL ENIGMA DE OSKAR

Ha circulado una versión que pretende explicar los motivos íntimos que Schindler tuvo para asumir su riesgosa tarea humanitaria: en algún momento durante la guerra, a fines del ‘42 o ‘43, en un país de Europa Oriental, Oskar se habría entrevistado en secreto con emisarios de una organización judía de ultramar. En esa reunión, los judíos le habrían pedido que salvara gente y le habrían prometido una recompensa económica para cuando la guerra terminara. La organización habría averiguado que podía confiar en Schindler, tal vez por el trato que les daba a sus "Schindlerjuden". En la entrevista se habrían discutido opciones para el salvataje, y la lista que luego se instrumentó habría sido uno de los planes posibles.
Si esto fue así (y de mis charlas con Emilie no salió una negativa), estoy convencido de que el matrimonio recibió luego su recompensa merecida. Claro que Oskar nunca fue bueno para guardar dinero y para hacer negocios; si fue gratificado, probablemente perdió gran parte de la plata en sus fallidos proyectos comerciales en Buenos Aires.
De todos modos, esta posibilidad tampoco permite entender a Schindler como un hombre interesado exclusivamente en enriquecerse. Apostar a hacerse rico con una organización judía de ultramar en plena segunda guerra mundial no habla precisamente de una gran visión para los negocios. Había recursos bastante menos arriesgados, más seguros y redituables para acumular una fortuna. Hay que tener en cuenta que el peligro que los Schindler asumieron frente a los nazis fue muy grande. La doctrina nazi decía explícitamente que los oficiales S.S. eran los dueños de las vidas de los judíos, y nadie más. Cualquiera que olvidara esto podía ser inmediatamente fusilado. Ni Oskar ni Emilie parecían medir las consecuencias de lo que hacían.
No veo a Schindler como un calculador hombre de negocios, sino como un amante del riesgo y la aventura sin demasiadas convicciones políticas pero con un sentido de humanidad que probablemente desconocía de si mismo. Tal vez se descubrió haciendo algo que lo dignificaba y se lo tomó en serio. Si hubo pacto con la organización judía, éste funcionó posiblemente como una suerte de pretexto que su extraña psicología necesitó ponerse para salvar una cierta máscara cínica frente a sí mismo.
En todo caso, se trata de un hombre complejo y admirable cuyo único rédito fue en definitiva sublime: su conciencia. Cuando un hombre pasó las cosas que yo pasé y vio lo que yo vi, sabe que solamente un ignorante lanza condenas éticas apresuradas a la hora de juzgar a la gente que atraviesa un momento límite. En mis primeros días de Budzin, cuando aún no trabajaba en las duchas, descubrí que otro judío famélico me robaba del bolsillo el pan que yo me guardaba de la ración que me daban en el campo. Su mano en mi bolsillo me quema todavía hoy, pero no lo juzgo y no le guardo rencor. ¿Cómo hacerlo? Hay situaciones en las que los valores que usamos tan cómodamente se vuelven completamente relativos.
Schindler no podría haber tenido la fábrica de Cracovia sino del modo en que la tuvo, y no podría habernos salvado la vida sino como nos la salvó. El purismo no nos hubiera servido para nada a nosotros, "sus judíos". Mi más sincero y profundo homenaje a un hombre muy valiente y noble, ejemplo para la humanidad, gracias al cual hoy puedo contar esta historia que ojalá sirva a este mundo tan terrible y a las generaciones que vendrán.


EL FINAL

A los nazis de las altas torres de vigilancia se los veía como siempre, pero se notaba que la guerra terminaba: observábamos movimientos de retirada de unidades alemanas, cosas tiradas en cualquier lado, abandonadas por grupos que huían. El 8 de mayo de 1945 amaneció celeste, era un día lindo de primavera. Enseguida entendí que algo pasaba: la fábrica estaba cerrada, la gente deambulaba sin trabajar. Sólo un par de electricistas, compañeros nuestros, estaba ocupado: instalaban parlantes en el patio. Era la primera vez que se hacía una cosa así en Brünnlitz, y era una orden de Oskar Schindler.
Los alemanes prohibían que la población ocupada escuchara la radio. Pero Schindler tenía radio y sabía que esa mañana se iba a transmitir la rendición del Tercer Reich. Oskar apareció en el patio sin dar explicaciones, acompañado por Emilie; se ubicaron arriba de una pequeña tarima. Nosotros nos paramos alrededor de los parlantes. Oskar llamó al oficial S.S. que había quedado al mando luego de la huida de Leopold, le explicó algo en voz baja y lo hizo llamar a su gente. Los guardias bajaron de las torres y se ubicaron en el patio. Schindler dio la orden de encender la radio.
Todos quedamos expectantes, en silencio absoluto. Por cierto nos imaginábamos de qué se trataba. Eran casi las once de la mañana cuando apareció la voz de Churchill y dijo en inglés algo que no entendimos, después escuchamos la voz de un alemán: el almirante Doenitz, y ahí supimos con certeza que Alemania se estaba rindiendo incondicionalmente a los aliados.
La Segunda Guerra Mundial había terminado.
Nadie habló. Después, Oskar Schindler dio un paso al frente. Nos agradecía el esfuerzo que todos habíamos hecho para sostener su fábrica, nos informaba que ésta se cerraba a partir de ahora y que cada uno de nosotros era libre. Pidió que no hubiera desbordes ni venganzas. Debía temer que nuestro odio estallara contra la guardia S.S., o algún desmán por el estilo, porque hizo mucho hincapié en la inutilidad de tanta muerte y pidió tranquilidad.
Se lo veía calmo; después, en la huida, según relata Emilie en sus Memorias, perdería bastante el control. Creo entenderlo. En el patio de Brünnlitz, hablándonos a todos, todavía estaba con nosotros, sumergido en su proyecto. Pero se terminaba su tarea, se acababa la eficacia de los métodos que sabía usar, de los códigos que conocía y le servían, y entraba en un terreno completamente nuevo donde el cognac francés o las orgías no servirían para dominar el terreno y ya no podría manejarse como lo había hecho.
Sus palabras de conciliación y despedida fueron recibidas en silencio por nosotros, sus Schindlerjuden. De pronto, los nazis empezaron a moverse. Algunos dejaban sus armas tiradas en cualquier lado, otros las llevaban consigo, todos se encaminaban hacia la salida. Volvían a sus hogares, ¿pero qué encontrarían de sus hogares? En minutos el campo quedó vacío de guardias. La temible S.S. se había retirado. Los Schindler también se fueron. Volvieron a su vivienda y empezaron a preparar la partida. Yo no los vi más. Después supe que ese mismo día abandonaron el lugar, vestidos con nuestra ropa de reclusos y acompañados por un grupo de judíos que iban a contar a los ejércitos vencedores lo que ellos habían hecho por nosotros, para protegerlos. El matrimonio llevaba un improvisado "pergamino" que todos firmamos apresuradamente, allí constaba nuestra profunda gratitud. Nuestra idea era que les sirviera para probar ante las tropas aliadas que no eran nazis. Su situación era muy peligrosa: los checos y los rusos buscaban a Schindler por espía de la Wermacht.
De todos modos, el "pergamino" no sirvió. Emilie cuenta que las peripecias de su fuga fueron complicadas y tristes, y aunque se salvaron por muy poco de ser fusilados y pudieron con gran esfuerzo llegar a las líneas norteamericanas y ser admitidos en la Cruz Roja, fueron saqueados por los soldados rusos y perdieron una cartera con documentación, donde probablemente estaba nuestro humilde testimonio de agradecimiento.
Cuando los Schindler se retiraron del campo, nosotros seguíamos parados allí, en silencio. No hubo aplausos ni exclamaciones de júbilo. La sombra de nuestros muertos acudió toda de golpe. Cada uno quedó pensativo. Asomaron lágrimas a nuestros ojos por primera vez en todos esos años. Algunos por fin dejaron que siguieran saliendo y lloraron, ahora que tenían tiempo.
Volvieron las preguntas sin respuesta: ¿y ahora qué?; ¿a dónde voy? ¿A cuáles de nuestros queridos tenemos alguna esperanza de encontrar? ¿A dónde los buscamos? ¿Cómo nos recibirán afuera? Yo pensé en mi hogar, mis padres, mis hermanas, mi hermanito. Era el único Wichter que quedaba; había sobrevivido. Tenía que enfrentarlo: la vida seguía y el futuro volvía a querer decir alguna cosa.


EN BRÜNNLITZ SIN LOS SCHINDLER

En seguida empezamos a organizamos. Un grupo formó un comité que se encargaría de dirigir el abandono del campo. Uno de sus jefes era comunista, un hombre recto y respetado que había logrado pasearse con un arma solamente una hora después de la rendición del Tercer Reich. Quién sabe cómo la habría conseguido, se dijo que se la había pedido a un guardia que se estaba yendo.
El comité, integrado por hombres de distintas ideas, funcionó bastante bien. De él nació la iniciativa del "pergamino" que firmamos. Como toda post-guerra, la situación era delicada. Se sabía que por la zona se desbandaban algunas bandas ucranianas del general Wlasov que asesinaban a los judíos que encontraban. Los rusos iban a llegar en cualquier momento, pero todavía no estaban. Mientras tanto, el comité decidió simular que no había cambiado nada, que los nazis no se habían ido de Brünnlitz. Probablemente esto ya lo habían planeado Schindler y sus colaboradores, previendo la situación, porque -aunque parezca mentira- en la fábrica había armas conseguidas por Oskar, quién sabe cómo. Yo vi las armas ese 8 de mayo, en el campo de Brünnlitz: habían estado escondidas esperando la ocasión. Tal vez Oskar las obtuvo por contactos con la resistencia checa, tal vez en el mercado negro de la propia Wermacht. Lo cierto es que muy poco después de que se habían ido los guardias S.S. ya había en las torres otros vigilantes, ahora nuestros ex-soldados judíos del ejército polaco, los que venían de Budzin, que se paseaban custodiando el perímetro fingiendo que nada había ocurrido. No sólo armas dejaron los Schindler al abandonar el campo. También dejaron el depósito provisto de comida, una gran cantidad de cortes de casimir para hacer trajes, y de artículos de mercería. La tela y las cosas de mercería eran otra idea ingeniosa de Oskar: Enterado por sus familiares que trabajaban en la estación de Trottau de que había un vagón abandonado, aparentemente lleno de mercadería, él lo hizo desviar hasta la plataforma del campo y ordenó que descargáramos todo su contenido.
Tener algo que trocar o vender en un momento como ése era sumamente útil, para eso serviría la mercadería. El comité decidió, siguiendo indicaciones ya conversadas con Schindler, que cada judío que abandonara Brünnlitz recibiera un corte de tela y algunos artículos pequeños (agujas, carreteles de hilo, etc). Ese equipaje me permitió comer muchos días. También resolvieron hacer una especie de documento para cada uno que quisiera dejar la planta, donde ellos firmarían atestiguando que el poseedor era un sobreviviente judío que venía del campo de trabajo forzado de Brünnlitz. El papel no tendría valor oficial, obviamente, pero serviría a la hora de tener que demostrar por qué uno estaba vivo y libre y caminaba por ahí. La postguerra era así: ahora todos eran sospechosos de todo, y había que estar cubierto.


LOS RUSOS

El nueve de mayo a la mañana temprano vimos al primer ruso. Era un cabo montado a caballo, se acercó al portón del campo y entró solemnemente. El comité de dirección y el resto de los judíos acudimos a recibirlo. El ruso improvisó un discurso frente a nosotros y fue recibido como un héroe. Algunos se agruparon a su alrededor en el patio y lo vivaron; otros más sobrios presenciamos la escena desde unos balcones.
El cabo dijo que habíamos sido liberados por el heroico pueblo ruso y gracias al camarada Stalin, padre de todos los pueblos oprimidos. Los de abajo festejaron, cantaron y saltaron: era una fiesta.
Mirándolos, algunos nos preguntábamos cuál era la razón de semejante algarabía. Todos esos judíos que reían y bailaban habían perdido hijos, padres, esposas, y ni siquiera tenían tumbas donde llorarlos, éramos los fantasmas de un pueblo asesinado en pleno, éramos un error de la máquina de Hitler, la que se había puesto en funcionamiento con el explícito guiño cómplice del camarada Stalin, padre de los pueblos oprimidos. Un bullicio como el que hacían allí abajo estaba, por lo menos, fuera de lugar.
Pero la gente precisa divertirse y tal vez eso les hacía bien. Por fin el cabo se fue, montado en su caballo. La fiesta siguió todavía un rato.
Ese mismo día llegó otra delegación de 4 o 5 oficiales rusos al campo. Sabían que entre nosotros había mujeres y querían invitarlas a un baile que harían por la noche. Los soldados rusos eran famosos por su falta de respeto a las mujeres jóvenes y por sus atropellos a la población local; si suponían que tenían derecho a cobrarse como quisieran la deuda que los checos o los polacos tenían con ellos, qué no pedirían a los judíos, sobre todo si eran chicas.
A ninguno de nosotros nos gustó el convite al baile. Además de prevenir violaciones, había que evitar embarazos. Esos no eran momentos para andar trayendo niños al mundo. La nueva dirección del campo (los integrantes del comité) se opusieron a comunicar la invitación a las chicas, decidieron que no iban a asistir y así lo informaron a los militares. Las cosas podrían haberse puesto tensas, pero un capitán ruso era judío y apoyó la decisión.
Sería ya el 10 de mayo cuando nuestro grupito de cuatro amigos se dispuso a usar la flamante libertad: decidimos salir a pasear por el pueblo de Brünnlitz. Atravesamos el portón del campo con emoción y miedo. ¿Cómo sería el mundo libre? ¿Cómo nos trataría? Vestidos con nuestros trajes a rayas de campo de concentración, empezamos a caminar por el pueblo; se veían muy pocos transeúntes.
De pronto avistamos un depósito en el que estaba parado un camión del Ejército Rojo. Unos soldados rusos cargaban gran cantidad de cajones. Cuando pasamos frente a ellos, nos llamaron: con señas autoritarias nos indicaron que cargáramos el camión y se sentaron a mirarnos. Obedecimos sin chistar, ellos tenían las armas y eran el nuevo ejército de ocupación. Estuvimos casi cinco horas trabajando. Luego nos dejaron ir, no sin antes avisarnos que nos esperaban al día siguiente por la mañana para seguir las tareas.
Regresamos al campo enojados y apesadumbrados. ¿Así que después de haber sido esclavos de los nazis teníamos que servir a los rusos? Después de una breve reunión, decidimos los cuatro no presentarnos al día siguiente y abandonar Brünnlitz cuanto antes.
La guerra había terminado pero yo no podía estar feliz. Tenía un único consuelo: había sobrevivido a Hitler.
CRACOVIA

Me fui de Brünnlitz una semana después de terminada la guerra. Emprendí la travesía con mis cuatro amigos. Llevábamos, por todo equipaje, el que Oskar Schindler había previsto: un corte de tela y la ración de artículos de mercería que nos correspondió en el reparto. No teníamos ni una moneda.
Yo tenía diecinueve años, León era 12 años mayor que yo, Schmuel y Moisés estaban en la veintena. Eramos jóvenes, pero estábamos curtidos por lo que nos había tocado vivir. Yo no tenía miedo, sólo la ciega decisión de seguir adelante, y a todos nos pasaba algo parecido. Emprendimos el camino hacia horizontes nuevos, queríamos encontrar un destino cierto, instalarnos, echar nuevas raíces, formar una nueva familia, tener descendientes y participar en la reconstrucción del pueblo judío. Queríamos vivir en paz. Ese era el simple plan para el futuro.
En la estación de Trottau abordamos un tren de pasajeros hasta la frontera polaca. Viajamos tres días y dos noches hasta que llegamos a tres kilómetros de la frontera. De ese viaje, el primero de los múltiples y diversos que debería hacer hasta llegar a un lugar donde quedarme, recuerdo el paisaje devastado y un episodio típico de la post-guerra: la milicia checa abordó el tren en una estación, buscaba alemanes civiles o militares. A los que encontró los hizo bajar del tren, los agrupó y los llevó, fuertemente custodiados, con destino desconocido. A nosotros en cambio los milicianos nos miraron con respeto, no nos molestaron ni nos preguntaron nada.
Como dije, bajamos en una estación cercana a la frontera y debimos entrar a Polonia caminando. Los recuerdos terribles nos asaltaron. Caminamos entre los polacos, vestidos con nuestros trajes a rayas de judíos de campos de concentración, soportando miradas de recelo, silencio hostil. Así llegamos a la estación fronteriza, cuyo nombre no recuerdo, y tomamos un tren de carga que estaba detenido e iba, como nos informaron allí, rumbo a Cracovia. Partía a la tardecita.
Los obreros polacos de la estación nos miraron y cuchichearon entre ellos: seguramente se preguntaban cómo era que Hitler no nos había matado a todos, de dónde habíamos salido. ¿Polonia se iba a llenar de judíos otra vez?
Viajamos hasta la mañana siguiente en vagones de carga, sentados en el piso con las puertas abiertas. Los trayectos en esa Europa destruida eran largos y complicados: puentes devastados, vías rotas y daños diversos obligaban a ir a muy poca velocidad, a detenerse a cada rato.
Al arribar a la ciudad nos presentamos a un comité judío. Se había formado hacía ya bastante, luego de que los rusos ocuparan Cracovia en 1944. Allí me encontré con uno de mis compañeros de trabajo en las duchas de Budzin; nos dimos un gran abrazo, contentos de hallarnos con vida. El había sido enviado al campo de Alemania cuando yo entré a la lista de Schindler. Por él me enteré de que el malvado Yuziek, ex-compañero nuestro, se había logrado acomodar en la enfermería del campo alemán, donde colaboró con los nazis dando inyecciones letales, y también supe del injusto final del comandante Sztockman, fusilado por un ucraniano oportunista.
El objetivo del comité judío era dar solidaridad a sobrevivientes de los campos, pero debo decir que no recibimos ninguna ayuda: Lo único que nos entregaron fue un papelito con el nombre de una calle: Stradom. Ahí había viviendas abandonadas, de las que los nazis habían arrebatado a judíos de la ciudad. Ahora -saqueadas y rotas- servían de refugio para sobrevivientes. Nos dirigimos allí. Moisés y Schmuel se ubicaron por su cuenta, León y yo ocupamos un cuarto en una casa compartida.
El edificio estaba en un estado lamentable, pero no teníamos mucho que elegir. Mi amigo y yo compartimos una habitación sin vidrios ni puertas ni muebles. Dormíamos en el piso. Como estábamos en primavera y no hacía frío, nada era demasiado grave. En otras habitaciones dormían otros refugiados. Cada uno se arreglaba como podía.
Pudimos vender los cortes de tela con que habíamos salido de Brünnlitz y conseguimos 50 dólares cada uno. Era una cantidad de dinero considerable, ya teníamos para comer. Pero queríamos irnos de Polonia lo antes posible. Para mí, era una tierra de pesadilla.
EUROPA EN RUINAS

Por fin llegó la oportunidad de salir de ese país. Un día, conocidos del edificio nos presentaron a un muchacho judío que estaba reclutando jóvenes para llevar a Palestina.
En 1945, Palestina era un protectorado británico ocupado por lo que hoy es Israel (que sería reconocido como Estado recién en 1948) y Jordania. Ya había judíos pioneros, instalados en un número relativamente importante. Habían llegado antes de la Primera Guerra Mundial, en dos oleadas. La primera, de 1881, provenía de Rusia; la segunda, de la primera década del siglo, de Polonia y Europa Central. Los habían empujado hasta allí el antisemitismo y los pogroms, pero también un sueño y un proyecto político: el sionismo, fundado por Teodoro Herzl, que propugnaba la vuelta de los judíos a Israel, su tierra prometida.
La segunda ola de inmigrantes (o segunda aliah, para usar la palabra hebrea que designa el retorno a la tierra prometida) provenía del núcleo del movimiento sionista de este siglo. Estaba formada en su mayoría por intelectuales de clase media, muchos socialistas, hombres y mujeres de izquierda que venían huyendo también de persecuciones políticas y soñaban con la construcción de un socialismo judío.
Los que serían los padres fundadores del Estado de Israel se instalaron entonces en Palestina desde comienzos del siglo XX, en regiones hostiles como la de los pantanos del Jule, donde disecaron territorios, trabajaron tierras áridas y fueron constituyendo los primeros kibutzim, o granjas colectivas.
En 1945, el sionismo apostaba a traer a los judíos sobrevivientes del nazismo a la tierra de Israel y continuar la construcción de lo que aspiraba a ser reconocido como estado. El gobierno inglés había prohibido terminantemente la instalación de judíos en Palestina, pero esto entraba en conflicto con la idea que compartían -por razones diversas- soviéticos y norteamericanos, según la cual las colonias inglesas, francesas, etc, debían transformarse en estados independientes. De modo que el traslado de judíos a Israel era una compleja operación secreta,  cuidadosamente planeada,  con el apoyo más o menos encubierto, y más o menos reticente, de los partidos comunistas europeos, más la ayuda económica y política de judíos de todo el mundo.
El hombre que nos reclutó no nos dio mucha información ni sobre el plan ni sobre quién era. Sólo supe que había nacido en Polonia como yo, probablemente él también era un sobreviviente de un campo y, por supuesto, trabajaba para el sionismo israelí. Su propuesta fue emprender un largo viaje ilegal en el que nos iríamos juntando con otros emigrantes hasta llegar a Italia, desde donde se vería cómo llegábamos a Palestina. Nos pidió veinticinco dólares a cada uno, no sé si era para cubrir gastos del viaje o si había lucro en la operación.
León y yo resolvimos sumarnos a la partida. Yo no estaba muy convencido de ir a Israel, pero estaba completamente seguro de que no toleraba vivir en Polonia un día más. En principio, saldría de allí; luego vería. Varios de los que integramos el contingente tuvimos igual propósito. De hecho, muchos nunca llegaron a Palestina.
Salimos una noche, en un tren de carga. Viajaba con mi amigo León. Eramos en total algo menos de veinte personas, hombres y mujeres. El número iría creciendo durante el viaje. En cada transbordo llegaban más judíos que se unían al grupo, a veces algunos tuvieron la extraordinaria suerte de encontrar a algún pariente que creían muerto, o cuyo destino ignoraban. Se abrazaban y lloraban de alegría: eso era un milagro.
Dirigía la travesía un guía de la organización sionista que se ocupaba de trasladarnos a Palestina. El ríos indicaría a dónde había que transbordar, cómo debíamos comportarnos en las situaciones difíciles, y nos dejaría en manos del próximo conductor en algún punto del viaje que ignorábamos.
Así empezó una travesía larga y sacrificada a través de una Europa en ruinas, siempre a la intemperie. El primer tren era de vagones-plataforma sin carrocería, llenos de refugiados ucranianos y rusos que volvían de Alemania. Ellos iban hacia el este, nosotros al sureste.
La primera noche soportamos rapiñas constantes de los soldados rusos. Se trepaban con sus linternas a las plataformas, en pleno camino, y se ponían a manosear los equipajes y a los viajeros para robarles los relojes, alguna joyita con la que algún desdichado planeaba comer muchos días, y hasta bicicletas. Cuando encontraban chicas jóvenes las hacían bajar y las tomaban ahí mismo, tiradas en la tierra.
De día, el desolador espectáculo de los pueblos saqueados y destruidos que habían sufrido la ocupación nazi y la liberación; de noche, en la plataforma, cuerpos acurrucados en derredor, abrazando algunas valijas atadas y viejas de todos los tamaños y colores. Eran rusos o ucranianos que habían sido sacados por la fuerza de sus casas, que habían debido ofrecerse como voluntarios obreros por necesidad, que estaban más desamparados. Venían de las granjas rurales alemanas, o de soportar los bombardeos de los aliados a las fábricas de armamentos nazis donde habían trabajado, venían de ver morir a sus compañeros; iban no sabían a dónde. ¿Cuánto de su hogar estaría en pie? ¿Cuánta de su gente viva? Mejor la habían pasado los campesinos: allí había habido menos hambre y menos bombardeos.
Muchos de los que durmieron junto a mí, acurrucados, esperanzados, abrazados a sus pobres valijitas, volvieron para comprobar la destrucción total de su familia, o que tal vez les quedaba algún pariente aislado. Después de noches soñando el reencuentro, sólo hallaron amargura. Otro tanto, en mucha mayor escala, ocurrió con nosotros, los judíos. De cada cien judíos de Polonia, solamente dos quedaron vivos.
Noventa y ocho muertos de cada cien. Hitler había hecho bien su trabajo, pero incompleto. Los que habíamos sobrevivido teníamos un motivo para no darnos por vencidos. De allí sacamos fuerzas, seguramente, para aguantar un viaje muy duro.


NUNCA MAS POLONIA

Después de dos días de viaje llegamos a Jaroslav, en la Galicia polaca. Ahí los rusos y ucranianos que iban al sur siguieron su camino, nosotros bajamos y nos pusimos a esperar. El tren que atravesaba una pequeña franja oriental de Checoslovaquia y cruzaba a Hungría llegaría en algún momento de la tarde.
El estado de los caminos ferroviarios era desastroso, y los trenes todavía no estaban regularizados. De modo que nadie sabía bien cuánto había que esperar. Era un día soleado, nos acomodamos todos en los andenes, junto a los pequeños bultos que eran nuestras únicas pertenencias. Tres o cuatro horas después pudimos subir al tren.
Pasar la frontera Polonia-Checoslovaquia fue  muy complicado. El ferrocarril se detuvo en pleno campo, donde estaba el puesto fronterizo del lado polaco, para una inspección. Nosotros viajábamos con papeles falsos que nos acreditaba como refugiados rumanos. El guía nos había instruido: en primer lugar, no debíamos hablar ni en polaco ni en ruso, en realidad lo mejor era no hablar; en segundo lugar, si teníamos algún elemento de valor, teníamos que esconderlo muy cuidadosamente; en tercer lugar, los que tuviéramos un poco de dinero de cualquier moneda debíamos dejarlo en los bolsillos, dispuestos a perderlo. El guía se encargaría de todo lo demás.
Un oficial ruso fue el encargado de la inspección; dos soldados polacos lo acompañaban, sumisos. Bajamos todos de los vagones y formamos fila. Nuestro grupo ya tenía unas ciento veinte personas. El oficial hizo las preguntas de rigor sobre nuestra procedencia y destino, el guía respondió en deficiente ruso y el oficial se conformó en seguida. En realidad, la respuesta no le importaba mucho, Checoslovaquia también estaba bajo la influencia estalinista, ésa no era una frontera clave. Lo que el ruso quería era rapiñar.
Ordenó a los soldados que se fueran y nos previno que estaba prohibido pasar dinero y objetos de valor, de modo que debíamos entregárselos. Se veía que estaba ya acostumbrado al procedimiento: Fue caminando a lo largo de la fila; la gente le dio el dinero que tenía preparado en los bolsillos, algunos billetes ni siquiera tenían circulación legal, pero él no rechazaba nada. Se había desabrochado la camisa, alisaba los billetes y se los iba metiendo adentro, ya se le notaba un bulto grande en la panza. Después dio la orden de que cruzáramos. Y por fin dejé Polonia, a donde no quise regresar nunca más.


 VIDA DE REYES EN ORADIEMARRE

Nos bajamos apenas entramos en Hungría, en una estación fronteriza, allí nos pusimos a esperar otro tren, rumbo a Budapest. Luego de algunas horas llegaron unos campesinos que vendían comestibles. No querían pago en dinero, sino en objetos. A mí se me ocurrió mostrarles un carretel de hilo de los que me habían dado en el campo de Schindler; lo aceptaron con tanto entusiasmo como yo la comida. Nos comunicábamos por señas, pero pudimos hacer la transacción. Por un carretel de hilo marca "Cadena", más dos agujas, recibí pan y queso para comer entre dos durante dos días. Así nos arreglábamos en ese mundo convulsionado.
Finalmente, llegó el tren para Budapest, ciudad atravesada por el Danubio y dividida en dos partes: Buda y Pest. El puente ferroviario sobre el río había sido dinamitado por los alemanes. El Ejército Rojo habían improvisado uno muy rudimentario y peligroso, que tomó más de una hora atravesar.
Del otro lado del puente estaba Pest, a donde nos aguardaba un comité de ayuda para los judíos rumanos. Nos tenían preparado un refugio en donde pernoctamos. A la mañana siguiente abordamos un nuevo tren; íbamos a Rumania, ciudad de Oradiemarre, a donde permaneceríamos un tiempo a la espera de que se completara el contingente.
Oradiemarre es una gran ciudad de la región de Transilvania, rodeada de tierras fértiles. Allí nos esperaba otro comité de ayuda para los judíos, que nos dio, clandestinamente, un paquete de ropa y cinco dólares a cada uno; debían durarnos el tiempo que estaríamos instalados en la ciudad, que fue casi un mes.
La ropa que me entregaron me permitió dejar el uniforme a rayas de los campos de concentración. Antes de sacármelo definitivamente, le pedí a José que me tomara una foto; José era fotógrafo y nos habíamos hecho amigos en la larga travesía. No puedo hoy explicar por qué lo hice, se me ocurrió, simplemente. Tal vez necesité dejar ese testimonio para mí, o para todos. Lo cierto es que ahí está mi foto: vestido de judío en el nazismo, judío para exterminar, sin nombre y con número. Después me saqué esa ropa y la tiré a la basura.
Nos ubicaron en casas abandonadas, habían pertenecido a gente que no había vuelto de Auschwitz. Rumania no había estado formalmente ocupada por los nazis, sino que había tenido un gobierno títere, dirigido por una agrupación nacional llamada Guardia de Hierro, que por supuesto era profundamente antisemita. De todos modos, recién en 1944 los judíos habían sido recluidos en campos de concentración, principalmente en Auschwitz, y eso hacía que hubiera más sobrevivientes que en Polonia, donde el exterminio había empezado muy temprano.
En Oradiemarre compartí la vivienda con León. Fue bueno tener un tiempo para detenernos y descansar. La vida en la ciudad era agradable, se aproximaba el verano y se sucedían lindos días soleados. Aunque nosotros no olvidábamos el horror del que veníamos, de alguna manera podíamos disfrutar el don de la libertad.
En la primer mañana cambiamos los cinco dólares de cada uno por Lei, la moneda rumana. Por un dólar nos daban en el mercado negro ocho mil Lei. Yo sabía cocinar y me gustaba hacerlo, un dólar me bastaba para comer muy bien una semana. Comprábamos comida fresca a los campesinos de alrededor. Como no podíamos entendernos en su idioma, nos hacíamos señas y dibujos para acordar los valores.
Una vez, mi amigo León y yo compramos un ave viva para hacer una rica sopa. Pero cuando llegó el momento de sacrificarla, ninguno de los dos se atrevía. Podrá parecer raro, después de todo lo que los dos habíamos visto; sin embargo, tal vez era precisamente por eso que quitar la vida, aunque fuera a un ave y para comerla, fuese tan horrible para los dos. Finalmente prevaleció mi criterio: si yo cocinaba, él era el que tenía que matar al bicho. León dio muchas vueltas, pero al final lo hizo. Esa fue la primera y la última vez que compramos un ave viva.
León estaba orgulloso de mi arte culinario y la verdad es que yo también. Lo había aprendido de niño, solamente de mirar hacer a mi madre. Sabía preparar sobre todo comida tradicional judía al estilo europeo. Después de lo que habíamos pasado, nuestras comidas eran los mejores banquetes del mundo. Para los sábados encargábamos con tiempo el chulent, la comida típica sabática; se la pagábamos a una familia judía. Como era un hogar muy religioso había que pagarles anticipadamente, porque el sábado no podían recibir dinero. Nos costaba alrededor de veinticinco centavos de dólar, unos mil quinientos Leí.
En esos días de verano llegamos a darnos el gran lujo excéntrico: había un recreo con pileta de natación en la ciudad y tenía muy bajo costo. Fuimos varias veces a nadar con León, José y otros amigos que habíamos conocido en el viaje. No podíamos creer que la vida pudiera ser así.


HAMBRE Y PEPINOS

Estuvimos un mes en Oradiemarre aguardando que terminara de formarse el contingente. Finalmente nos avisaron que había llegado el momento de partir, nos retiraron los documentos rumanos y nos dieron unos austríacos. Ahora el grupo había llegado a ser de unas trescientas personas.
Nos acercamos caminando a la frontera con Hungría. Del lado rumano tuvimos un pequeño problema: civiles del Partido Comunista (varios de ellos eran judíos) nos revisaron de la cabeza a los pies buscando dinero o algo parecido, pero casi ninguno de nosotros tenía algo para darles. No conformándose con el fracaso de su primera inspección, insistieron con una segunda. Sólo después de más de dos horas nos permitieron cruzar la frontera, frustrados por no haber encontrado nada. Estos episodios no fueron extraños en la postguerra.
Nuevamente en Hungría, tomamos un ferrocarril hasta cerca de la frontera con Austria, donde transbordamos a un tren austríaco y llegamos a Gratz, ciudad austríaca, sin ningún inconveniente.
Acabábamos de salir del territorio de influencia estalinista. Dos días antes el Ejército Rojo se había ido de Austria, previo acuerdo con los aliados. Quedaban únicamente contingentes militares ingleses cerca de la frontera con Italia, y no eran muchos. Austria era un territorio bastante neutral.
En Gratz nos alojaron en un hotel de lujo que se llamaba Weiser. Había camareros que servían con guantes blancos y amplios salones de recepción. Sin embargo, qué paradoja, la comida -que llegaba a la mesa en vajilla de alta calidad- era más pobre que la que servían en los campos nazis.
Parece una exageración, pero no lo es. A la hora del almuerzo nos ponían en la mesa, por ejemplo, un bello plato de porcelana con un agua caliente que no hacía grandes esfuerzos por parecerse a la sopa. Si se tiene en cuenta que el menú era para judíos que venían de campos de concentración, parecía un siniestro chiste de humor negro. Pero nosotros no estábamos para reírnos. No sé por qué la comida fue así, quién tuvo la responsabilidad; aparentemente fue un error de la organización sionista, porque no se puede decir que la ciudad estuviera hambreada o no hubiera suficientes alimentos para la población.
Lo cierto es que luego de tres días la conocida mordedura del hambre se hizo insoportable. Y encima no se nos permitía salir del hotel, nuestros guías lo habían prohibido, por seguridad del operativo. Pero al tercer día León, yo y dos amigos no aguantamos más y nos escabullimos por la ventana para buscar algo para comer.
Los lugareños parecían gente bien alimentada, pero no nos quisieron vender ni un pedazo de pan. Desconfiaban, tenían miedo. No sabían quiénes éramos y probablemente temían ser asaltados si demostraban alguna abundancia; cosas de la postguerra. Después de muchos rebusques, conseguimos que alguien nos vendiera unos pepinos grandes, no sé si lo hizo por lástima o por burlarse de nosotros. Lo cierto es que devoré con rapidez mi enorme pepino, con el estómago completamente vacío. La descompostura que tuve fue tremenda; durante veinticinco años no pude volver a probar pepino.
LA BRIGADA JUDIA DEL
EJERCITO BRITANICO

Con el mayor sigilo, aprovechando la oscuridad, abandonamos Austria en el anochecer del cuarto día. Siempre bajo la dirección de nuestros guías, caminamos divididos en varios grupos hasta un punto prefijado. Allí nos esperaban camiones del ejército inglés con choferes militares. Parecerá absurdo contar con el ejército inglés para el viaje a Palestina, cuando era precisamente Inglaterra quien prohibía el ingreso de judíos a su protectorado. Sin embargo, no lo era: esos camiones eran de gente de nuestro pueblo. Llevaban una insigna especial porque pertenecían a la brigada voluntaria de pobladores judíos de Palestina, que se puso bajo las órdenes del gobierno británico para destruir a Hitler y combatió heroicamente contra el enemigo común.
Confiados, con la sensación de estar en buenas manos, los refugiados subimos sigilosamente a los camiones, cerrados por toldos. Siempre en silencio, emprendimos el viaje hasta un lugar desconocido. Amanecía cuando los camiones se detuvieron, nosotros estábamos un poco cansados pero teníamos fe. Bajamos de los camiones, que partieron rápidamente, y después de entregar nuestros documentos falsos austríacos a nuestros guías, caminamos unos tres kilómetros en fila. Nuestro objetivo era un campo de refugiados bajo tutela inglesa y de la UNRRA, organización internacional que se ocupaba de ayudar a refugiados y desplazados de su país.
El guía nos dejó al llegar. Ya se reuniría, dentro del campo, el nuevo guía que nos estaba esperando. Nos recibieron las autoridades civiles del campo, designadas por las tropas aliadas y nos presentarnos como lo que éramos: refugiados de guerra y sobrevivientes de campos de concentración, judíos sin documentos ni patria. Nos dieron una tarjeta de identificación provisoria a cada uno, un documento de los aliados, el primero que teníamos. Allí figuraban mis datos, que yo di correctamente sin ningún comprobante que los ratificara, y la constancia de que yo era, como los demás, una "displaced person", persona desplazada.
El rótulo era desdichadamente exacto: desplazados de nuestros hogares, de nuestros seres queridos y de nuestras condición misma de personas, el final de la guerra nos encontraba sin ningún papel que nos reconociera como gente, con el cuerpo marcado como los animales, y el primer documento decía sólo eso: que pertenecíamos al género humano y que habíamos sido desplazados de ese lugar elemental. En el campo nos instalamos a descansar. Cuando fue la hora del almuerzo nos abalanzamos sobre la comida. Muchos de nosotros aprovechamos el relativo desorden, hicimos dos veces la cola y tuvimos doble ración.
Por la tarde nos reunimos con nuestro guía secreto; se hizo una reunión clandestina donde nos avisaron a qué hora nos teníamos que encontrar para seguir viaje a Italia.
El campo no tenía control de ingresos, era un refugio para los que no tenían a dónde ir, o estaban de paso hacia algún lado, de modo que salir y entrar era completamente libre. Esa misma tarde salía un tren rumbo a la cercana frontera con Italia. Era un tren de carga pero con vagones, no con plataformas. El viaje sería mucho más tolerable que los anteriores.
Llegó la hora; formamos como siempre grupos pequeños e hicimos un corto trayecto hasta la estación. Tuvimos un viaje tranquilo, por primera vez hasta diría que logramos disfrutar. El paisaje era hermosísimo, el tren corría entre los Alpes majestuosos, reverdecidos por el verano y con la nieve en sus picos. Por un instante casi olvidamos el pasado; tuvimos otra vez el goce de sabernos libres.
Así arribamos muy cerca de la frontera, a la última parada del tren en Austria. Nos hicieron bajar y nos llevaron hasta otros camiones ingleses de la brigada de voluntarios judíos. Evidentemente, la organización era buena. Ocultos en los camiones del ejército británico, cruzamos sin mayores problemas la frontera y llegamos a Italia.


EL ULTIMO CAMPO

Udine fue la primera ciudad italiana que pisamos. Pintoresca, bella, en medio de un hermoso paisaje. Allí nos recibió la Cruz Roja italiana; estuvimos en un campamento de tránsito de refugiados diversos, la mayoría eran italianos de paso, que volvían a su patria después de un penoso destierro: habían sido llevados por los nazis a trabajar en fábricas y granjas.
Ese mediodía disfrutamos por primera vez de un almuerzo abundante, regio; conocí la excelente comida italiana. Maccarroni en guiso con porotos, un vasito de vino, toda una fiesta. Terminado el almuerzo, nos pusimos en marcha otra vez: la próxima parada era la importante ciudad de Bologna.
"Bologna la roja", el importante centro cultural y comercial de hermosísima arquitectura, cuna de la primera universidad de Europa, no tenía para ofrecernos un buen lugar donde estar. Mi recuerdo del campo de refugiados es horrible. Estaba tutelado por los aliados y ubicado en un suburbio cercano a la ciudad. En él me juré a mí mismo que nunca más pisaría un campo de ningún tipo. Era enorme y provisorio. Toda su estructura eran carpas militares sobre piso de tierra.
Había mucho polvo, hacía mucho calor. Y el clima era triste.
Una buena parte del campo estaba ocupada por contingentes de partisanos italianos, los famosos "partiggianni" que habían combatido heroicamente contra el fascismo. Su rol había sido fundamental para la liberación de Italia, pero los aliados los habían internado luego de que, con el apoyo protagónico del Partido Comunista de Italia, habían sido obligado a entregar sus armas. Estaban muy descontentos, después de controlar su país durante diecinueve días acababan de perder todo poder. El acuerdo de Yalta establecía que Italia quedaba del lado de la influencia norteamericana, Stalin había ordenado parar a los partisanos en sus pretensiones socialistas, y el Partido Comunista Italiano, obediente al padre de los pueblos oprimidos, se había encargado de hacerlo, aunque a regañadientes.
Por su parte, los aliados norteamericanos e ingleses que regenteaban el campo desconfiaban profundamente de ellos. Los habían catalogados a todos en bloque de comunistas, lo cual no era cierto (había socialistas y liberales), y los trataban como peligrosos rebeldes que ya les habían sido muy útiles y que ahora había que vigilar.
El campo de Bologna nos pareció un lugar muy primitivo y sucio. Dormimos sobre piso de tierra con la ropa puesta. Durante las noches algunas parejas se metían en las carpas, que siempre permanecían abiertas. Se hacían relaciones rápidas y a veces muy ocasionales, aunque también las hubo firmes y duraderas; había mucha gente joven y sola.
No la pasamos bien en ese campo. Ni siquiera teníamos dónde bañarnos, eran malas condiciones de vida. Luego de varios días de malhumor, un grupo de amigos resolvimos abandonar el lugar. Eramos León, José, una chica que estaba con él, otra pareja que también se había formado en el viaje, Izi, un amigo que venía con nosotros, y yo. Nos despedimos y emprendimos el viaje a Roma. Así fue que nuestros destinos se separaron del grupo. No todos los que quedaron llegaron a Israel, algunos permanecieron en Italia, otros viajaron a otros lugares. Volvíamos a dispersarnos.


QUINTO PISO POR ESCALERA

Tomamos un tren con vagones de carga que no tenían techo. Dispuestos a viajar entre mercadería, trepamos por una escalerita y nos encontramos con que la carga era humana: varones y mujeres, jóvenes y de edad mediana en su mayoría, todos italianos, que regresaban de Alemania y Austria, a donde habían sido llevados a trabajar contra su voluntad.
Estaban contentos de volver, de buen humor; algunos habían aprendido alemán, por lo que podíamos entendernos en idisch. Nos recibieron encantados, nos hicieron un lugar. Sabían de dónde veníamos, eran sensibles a nuestras terribles penurias y actuaron con solidaridad. Nos incluyeron en el número de viajeros del vagón, que tenía un líder elegido por ellos. Cada vez que el tren paraba, las empleadas de la Cruz Roja se aproximaban para hablar con el guía de cada vagón y le preguntaban cuánta gente había; entonces le entregaba una vianda que él repartía. Gracias a estos amigos, nosotros también tuvimos una vianda cada uno.
La solidaridad de los italianos hizo placentero un viaje largo y difícil: los puentes estaban destruidos y habían sido reemplazados por pasos improvisados e inseguros, el tren tenía que ir muy despacio, había que tomarse todo con verdadera calma.
Por fin llegamos. El tren no paró en Roma Termini, la estación central, porque ésta estaba parcialmente destruida. Descendimos en un suburbio y encontramos un puesto de la Cruz Roja italiana, instalado para recibir y ayudar a los contingentes de compatriotas que volvían a sus hogares. Les daban de comer, los asesoraban y les facilitaban el transporte si querían seguir viaje.
Nuestros amigos italianos nos invitaron a compartir el almuerzo que les ofrecía la Cruz Roja. Comimos juntos y nos despedimos. Una de las parejas que viajaban con nosotros se fue por su cuenta. Quedamos José y su novia, León, Izi y yo. Abordamos un tranvía que nos llevó al centro de la ciudad, había que empezar a buscar dónde dormir.
En los suburbios de Roma había un gran campo de refugiados, completamente gratuito, instalado en los estudios de Cinecittá. Pero nosotros no queríamos saber nada. Igual que yo, todos habían decidido que nunca más dormirían en un campo, fuera del signo que fuere.
Por intermedio de la organización judeo-italiana Delasem conseguimos un hotel gratis por una noche. Dormimos los tres varones en una habitación, y la pareja tomó la suya. Luego arreglamos con el lugar un precio muy bajo que nos permitió quedarnos dos días más, hasta encontrar un lugar definitivo.
Finalmente, José y su compañera se instalaron por su cuenta. Los seguí viendo después, cada tanto. El lograba vivir de hacer fotos por la calle, ella no trabajaba: no había trabajo en Italia; había que arreglárselas como se podía.
Para Izi, León y yo el alojamiento apareció finalmente por intermedio de Delasem: una viuda ofrecía una habitación por un alquiler muy bajo. Era una judía alemana con una hija adolescente. El hecho de que hablara alemán nos facilitó la comunicación.
La señora nos contó que su marido, un periodista italiano, había sido fusilado por los fascistas por su militancia antitotalitaria. Ella vivía con su hija y con una señora de confianza que se encargaba de la casa. No tenía una posición económica desahogada. Trabajaba como empleada en el ministerio del Interior y su sueldo no era muy significativo. Por eso le venía bien alquilarnos el cuarto, aunque nos cobrara barato. A la noche anotaba los gastos que había hecho en el día y controlaba si no se estaba excediendo.
Era metódica, recta y exigente. Nos había advertido que nuestra conducta debía ser ejemplar. Nosotros no le dimos el menor motivo de queja.
Nuestra casa era el número 3 de la Piazza del Re di Roma, tenía vista a la Via Appia. La vida era agradable allí, aunque tuviéramos que subir cinco pisos por escalera para llegar a nuestra pieza. Teníamos derecho a usar la cocina y el baño, aunque no nos daban agua caliente central, y podíamos utilizar el teléfono si pagábamos las llamadas, pero eso para nosotros no quería decir nada porque no teníamos a quién llamar.
Enseguida de instalarnos en la casa de la señora Berta tuvimos que presentarnos a la policía para gestionar el documento de estadía provisorio llamado "permesso di soggiorno". Los encargados de los edificios tenían la obligación de informar en la comisaría correspondiente la llegada de los nuevos inquilinos. Nosotros no poseíamos ninguna documentación personal, salvo la que nos acreditaba como "displaced persons"; dimos todos nuestros datos.
Con los "permesso di soggiorno" en regla recibimos cupones para adquirir alimentos esenciales a precio oficial. Aunque las raciones eran restringidas (había mucha hambre, mucha miseria, Italia estaba en la ruina), cualquier ayuda nos era útil. El resto de la alimentación y nuestras elementales necesidades de consumo debíamos buscarlas en el mercado negro, a precios mucho más caros. La feria de Piazza Vittoria era el lugar donde se compraba y se vendía de todo, incluso ropa, para la que había mucha demanda.
Así, de a poco, empezábamos a existir como ciudadanos, a integrarnos a algún lugar. Tengo muy buenos recuerdos de Italia y de su gente. Pese a haber dado un apoyo masivo a Mussolini y pese a las grandes estrecheces que sufría la población, era gente generosa, amable, y no tenía especial tradición antisemita. Todo esto se notaba. Tampoco parecían desesperados por haber perdido la guerra; más bien estaban muy conformes con que hubiera llegado el final de una época infame. La miseria arreciaba, la desocupación era masiva y la destrucción se veía por doquier. Sin embargo, se oían cantos, se notaba que enfrentaban con fe la reconstrucción del país, confiaban en ellos mismos y en la ayuda internacional.
Este clima nos hizo mucho bien a nosotros, nos contagió la fe y la esperanza. De a poco comenzamos a aprender el idioma. Los italianos nos tenían mucha paciencia y nos corregían los errores. En pocos meses aprendí y empecé a leer los diarios.
AMOR ENTRE SOBREVIVIENTES

Así comenzaron a pasar los días. Nos hicimos amigos de gente joven, también sobreviviente. Delasem abrió un comedor popular para nosotros, daban un almuerzo muy simple a precio simbólico. Era un sitio donde encontrábamos relaciones nuevas, a veces descubríamos con sorpresa alguien conocido de quien ignorábamos su suerte. Entonces intercambiábamos abrazos llenos de alegría porque aún estábamos vivos, nos poníamos a contarnos nuestras historias con sus increíbles peripecias y a preguntarnos qué había sido de amigos comunes y a ponernos muy tristes, porque las respuestas eran casi siempre malas noticias.
En este comedor se gestaban noviazgos y relaciones más o menos informales, y también podían verse parejas constituidas en los tiempos terribles. Era curioso observar los efectos de estos tiempos en las relaciones humanas. Recuerdo a un hombre casi sexagenario que venía con una jovencita de veinte. Se presentaban como marido y mujer. El vendía chucherías para mantenerse; estaba orgulloso de su esposa. Ella lo acompañaba y se notaba que sentía vergüenza al ver a su alrededor apuestos muchachos de su edad. La circunstancia era comprensible: una adolescente que al estallar la guerra queda completamente sola, huérfana y sin apoyo. Las situaciones penosas producían relaciones anormales. Ella se había aferrado a este hombre grande, con experiencia, que la ayudó, la protegió, y se ocupó de cuidarla. Era una unión producto de la guerra, no se sabía cuánto más podía durar ahora que la guerra había terminado.
También mis amigos empezaron a conectarse con chicas. León e Izi comenzaron a salir con dos jóvenes sobrevivientes de Auschwitz. De pronto, Izi decidió casarse. Lo que parecía una relación pasajera y hasta improvisada adquirió súbita seriedad. Era lógico, en cierto sentido. Hubo muchos casos similares entre los sobrevivientes. Después de lo que habíamos pasado, la juventud y sus urgencias se despertaban en nosotros, y se despertaba el deseo de vivir intensamente, escapar pronto de la soledad, tener hijos y reparar con esas vidas nuevas un poco de la inmensa muerte que nos había atravesado.
Izi fijó fecha. Quería un casamiento religioso, acorde con nuestras costumbres. Como reconocido cocinero, mi misión fue preparar el lunch para el pequeño grupo de invitados. No hice mal las cosas.
Luego de la celebración Izi partió a vivir con su mujer y León y yo quedamos solos. En un sentido fue más cómodo, porque para que los tres entráramos en el cuarto León y yo teníamos que dormir en la misma cama; pero en otro fue problemático, porque tuvimos que soportar el alquiler entre dos.
Desgraciadamente, Izi y su mujer vivieron nada más que seis meses juntos. Ella tenía un embarazo de cinco cuando se enfermó y hubo que internarla en un dispensario de la colectividad judía de Roma. El diagnóstico fue terrible: cáncer de útero. Su esposo estaba desesperado. No había nada que hacer; se escuchaba hablar de un remedio nuevo, la penicilina, pero era inconseguible a menos que se perteneciera a los ejércitos aliados. A duras penas obtuvimos algunos calmantes. El dispensario estaba en un barrio pobre, cruzando el río, donde antes había estado el ghetto, y no tenía medios.
Los cuatro amigos nos ocupamos de cuidar a la desdichada Estela. Cada cuatro noches me tocaba a mí; ella estaba lúcida pero postrada en la cama, había que ayudarla a higienizarse. Una vez me preguntó si no me avergonzaba asistirla en sus necesidades físicas, le respondí que había vivido cosas muy malas, que esto lo hacía por amor al prójimo y que ojalá pudiera curarse. Ella sabía cuál era su situación; me miró con lágrimas en los ojos. Se había salvado de Auschwitz, había empezado todo otra vez, había concebido otra vida adentro suyo, y ahora su suerte estaba sellada.
No fui a su entierro. Estaba en Nápoles por trabajo, como contaré enseguida. Estela tenía nada más que dieciocho años, era la nueva generación, la que debía tomar el lugar de la que los nazis habían masacrado, la que tenía la misión de reconstruir nuestro pueblo. Para nosotros su muerte fue terrible. Tanta fuerza en empezar otra vez, y un enemigo que salía no se sabía de dónde, a hachaba los brotes nuevos.


VENDIENDO UNIFORMES A LOS
SOLDADOS DE ANDERS

En el comedor conocí a un hombre llamado Jaim Lipel, que buscaba un socio para trabajar. Asesorados por un muchacho húngaro del que nos habíamos hecho amigos, decidimos viajar a Nápoles en tren para comprar uniformes del ejército americano y vendérselos a los soldados del ejército del general Anders, que estaban en Roma. Cada socio aportó un muy pobre capital y con eso logramos adquirir los uniformes. Por mi parte, gasté casi todos los veinticinco dólares que me quedaban de los 50 dólares que había recibido por el famoso corte de tela inglés (la previsión de Oskar Schindler me había sido muy útil) y a duras penas pude aportar mi mitad de alquiler de la pieza y solventar los gastos diarios. De todos modos, valió la pena el esfuerzo.
El general Anders era un nacionalista polaco y había luchado contra Hitler. Su ejército de voluntarios, que incluía algunos judíos, se había formado con polacos que habían sido tomados prisioneros por los rusos al comienzo de la guerra.
Los aliados habían estimulado la formación de este ejército, que era parte de un pacto. A cambio del abundante material bélico que los Estados Unidos habían enviado a Rusia luego de la invasión de Hitler, los soviéticos aportaron el ejército de Anders. El acuerdo había sido que éste debía salir del territorio ruso y quedar bajo mando inglés. Su gente estaba ansiosa por salir de las fronteras rusas, país que despreciaba y con el que tenía cuentas muy pesadas.
Como el general Anders era profundamente nacionalista, en sus filas había antisemitismo. Pese a eso, se enrolaron algunos judíos polacos ansiosos de derrotar a Hitler, quienes fueron mal vistos y en general discriminados, salvo algunas excepciones.
Una vez formado el ejército, los cien mil hombres de Anders se embarcaron en trenes y convoyes con destino a Persia, donde los recibieron los ingleses. Equipados y bajo las órdenes del estado mayor inglés, se trasladaron por Irak y Siria hasta el protectorado británico de Palestina (adonde muchos judíos desertaron para quedarse a trabajar con los pioneros). De Palestina pasaron a Egipto y al frente abierto en África del Norte. Las tropas de Anders pelearon en la batalla de Tobruk, entre otras importantes.
Después se trasladaron a Italia, donde tuvieron participación protagónica en la ocupación aliada. Es famoso su rol en la batalla de Monte Casino, el monasterio que los alemanes habían convertido en una fortaleza que impedía a los aliados entrar a Roma. El ejército polaco de Anders, con ayuda de divisiones hindúes, australianas, neozelandesas y sudafricanas que peleaban bajo mando británico, logró tomar el monasterio.
La postguerra encontró entonces a los soldados de Anders en Roma; como la mayoría de ellos se dedicaba al contrabando -negocio floreciente de la época- eran de los pocos en la ciudad que tenían dinero para consumir. Nosotros sabíamos que estaban interesados en comprar uniformes norteamericanos: Los que tenían eran ingleses, y eran burdos, de tela gruesa, de muy mala calidad; los otros en cambio eran elegantes y de buena confección. Los soldados frecuentaban chicas, pagaban prostitutas (la desocupación y la miseria había generado mucha prostitución en la ciudad), les gustaba divertirse y querían lucir bien.
Así fue que Jaim -mi socio- y yo viajamos a Nápoles  para buscar uniformes del ejército norteamericano, que los soldados de Anders compraron con gusto porque eran realmente de muy buena calidad. Hoy parece fácil decir "viajar a Nápoles y volver", pero en ese momento no lo era. El único transporte que se podía usar en Italia era el tren, y era un infierno. Los trenes circulaban con gran dificultad e iban atestados de pasajeros. El viaje de Roma a Nápoles, unos doscientos kilómetros, duraba entre catorce y dieciséis horas. Conseguir asiento era difícil y caro: muchos jóvenes desocupados ocupaban los asientos con la complicidad de los guardas, antes de que los vagones llegaran a la estación. Así obligaban a los viajeros a comprar un asiento. Los que no podían o no alcanzaban viajaban de pie dieciséis horas, aguantando pacientemente. Ese fue el panorama de los transportes en Italia hasta el año 1947, cuando gracias a la ayuda del "Plan Marshall" mejoró la situación.
El primer viaje a Nápoles lo hicimos con nuestro amigo húngaro, el que nos había sugerido el negocio. El nos mostró la feria dónde debíamos comprar y nos presentó al capo de la camorra que la manejaba, advirtiéndonos que cumpliéramos las indicaciones que nos diera. El tipo nos trató bien, nos garantizó que seríamos respetados y cumplió exactamente su palabra. De otro modo no hubiéramos podido hacer nada, como desconocidos y muertos de hambre nos hubieran desplumado por completo.
Regresamos y pusimos manos a la obra. Conocer el polaco nos facilitaba las transacciones con los soldados de Anders. Como ya dije, ellos tenían dinero y les gustaba gastarlo. Se los veía transando precios con las prostitutas romanas en las cercanías del casino de oficiales, saliendo en grupos ruidosos, divirtiéndose. De modo que el pequeño negocio de los uniformes nos dejó una buena ganancia, aunque por supuesto no alcanzó para poder levantar cabeza.
Mientras tanto, todos nos habíamos inscripto en Delasem para obtener un subsidio como sobrevivientes de campo de concentración, pero no recibimos nada. Poco tiempo después nos informaron que comenzaríamos a tener ayuda de la UNRA, la organización internacional en cuyo campo de refugiados estuvimos en Austria. En efecto, nos dieron un paquete de ropa nueva, de muy mala calidad, y un paquete de alimentos no perecederos envasados, que llegaba puntualmente todos los meses. La ropa la vendí porque con la que tenía me arreglaba y más bien precisaba dinero. En cambio los alimentos, aunque pocos, fueron muy útiles para mi manutención.


JAIM, SU ESPOSA Y SU BEBE

Jaim vivía en Roma con su esposa, su hijo de siete años, Chiel, un amigo que también participaba -aunque con menos emprendimiento- en el negocio de los uniformes, y una prima de Chiel que se volvería muy importante en mi vida.
Yo veía que Jaim y su esposa no estaban bien y pensaba que -como todos nosotros- tenían las secuelas de lo que habíamos padecido. No me equivocaba, lo que no imaginé fue hasta dónde los había tocado el horror.
Un día Chiel me contó su historia: La pareja sobrevivió oculta en un bosque al este de Polonia, junto a los partisanos judíos que resistían a Hitler. Los partisanos eran gente que no se había internado en los campos e intentaba sobrevivir afuera, para lo cual se había ido juntando y armando como podía.
Al principio se formaron grupos aislados de amigos y parientes de la zona que conocían los extensos bosques cercanos a la frontera rusa. Algunos conseguían armas, pero no eran adecuadas y no servían para mucho. Elegían los lugares más apartados y densos, con árboles altos y frondosos que permitieran esconderse. Cavaban trincheras, habitáculos donde vivían y escondían a sus familias, si las tenían; los camuflaban con ramas y plantas. Después, muchos de esos grupos se militarizarían y llegarían incluso a combatir bajo las órdenes soviéticas, pero de eso hablaré más adelante.
Los partisanos conseguían que los campesinos les vendieran o les dieran alimentos muchas veces bajo amenazas, juntando el poco dinero que podían; estas transacciones eran muy peligrosas, ponían en riesgo a los que iban a conseguir comida (generalmente, quienes manejaban bien polaco o ucraniano) y a todos los demás. El enviado tenía que intentar no ser visto, hacer grandes rodeos por si era seguido y tomar infinitas precauciones. Los que permanecían patrullaban la zona cercana, por si se acercaba un extraño. Si esto sucedía se escondían bajo tierra, uno de ellos se quedaba para tapar la entrada, borrar los rastros y alejarse a esperar que el peligro pasara.
Así sobrevivían a duras penas, poniéndose en riesgo constante. En el grupo había pocas parejas y pocos niños, en este caso los de mi socio y su señora, ellos tenían un nene de unos cuatro años y un bebé de meses. Era muy complicado cuidarlos en esa situación.
La tragedia ocurrió un día en que el bebito estaba enfermo. Tenía fiebre, no había médico al que acudir y mucho menos remedios para darle. El bebé lloraba y lloraba cuando alguien avisó que se acercaba un extraño y había que esconderse bajo tierra. La madre intentó calmarlo dándole el pecho, pero no había caso. Los demás se desesperaron y empezaron a pedir a la madre que lo callara de alguna manera. Era una situación de vida o muerte: el bebé iba a hacer que los descubrieran a todos. La madre le puso un trapo en la boca y el bebé se calló para siempre. Una vida incipiente salvó así la de todo el grupo. Habían sobrevivido, pero la pareja de Jaim y su mujer había pagado un precio demasiado atroz. La culpa era imborrable.
Escuché sobrecogido el relato de mi amigo. Y sin embargo, el episodio no dejaba de ser eso: un episodio entre miles. No se puede concebir el límite de las cicatrices que el nazismo dejó en todos nosotros y que llevaremos para el resto de nuestras vidas.


LO QUE QUEDO DE MI FAMILIA

Yo tenía una tía en Buenos Aires, una de las hermanas de mi mamá. Ella me había conocido en Polonia cuando era bebé, era mi madrina. Poco después de mi nacimiento, antes de los años 30, emigró a la Argentina. En cartas a mi familia prometió llevarnos a Buenos Aires a mí y a mi hermana Hanka. Pero ella y su marido eran pobres, tenían pocos medios económicos y no querían arriesgarse, siempre les parecía que no había llegado el momento de hacernos viajar. Así fue dejando pasar el tiempo, esperando que mejorara su situación de inmigrantes para que ella y su marido nos pudieran recibir. Como tantos, no previo el horror que se avecinaba. Hasta que fue demasiado tarde.
En Roma logré restablecer contacto con ella. Era el año 1946, habían pasado todas las cosas que he contado pero yo recordaba de memoria la dirección de mi tía en Buenos Aires. La había recordado durante toda la guerra. En cuanto llegué a Roma fui a la Cruz Roja, dejé mi domicilio en la ciudad y di el de ella para que la buscaran. La organización Delasem hizo publicar mi llamado en Di Prese, el diario de la colectividad de Buenos Aires. Y así fue que un día recibí carta de mi tía en Roma.
Fue conmocionante. La tía estaba muy sacudida, quería tenerme en Argentina cuanto antes. Me mandaba veinte dólares y me contaba una buena noticia: además de ella, casada y sin chicos, yo tenía un tío en Francia, otro hermano de mamá, que había sobrevivido con su mujer y sus dos hijos. Les escribí de inmediato.
Muy pronto llegó carta de ellos. Los tíos se alegraban mucho de que yo existiera y me contaban cómo se habían salvado en la Francia del gobierno títere de Pétain. Mi tío era un judío pobre, sastre de oficio. Ni él ni yo teníamos cómo viajar y encontrarnos en esa Europa devastada de la postguerra. De modo que nunca pude conocerlo, porque falleció en 1948 de un paro cardíaco. Yo me seguí carteando con mis primos cuando me instalé en Buenos Aires. Mantengo relaciones con ellos hasta hoy, viajé hace poco a encontrarlos y los recibí ya dos veces aquí.
Pude comunicarme, además, con el otro hermano vivo de mi mamá. Vivía desde antes de la guerra en los Estados Unidos, pero había cortado todo contacto con sus otros hermanos. Se había casado allí con una joven italiana que no era judía, y por algún motivo que desconozco a fondo no había querido saber nada de seguir en relación con su familia de origen. Cuando los familiares le escribían, las cartas volvían sin ser abiertas. Pero habían pasado demasiadas cosas horribles como para no intentar retomar la relación. La tía me envió su dirección y yo le mandé una carta desde Roma, por supuesto en idish. Pronto recibí respuesta en inglés. La escribía mi prima, su hija mayor (a quien por supuesto yo no conocía), me respondía, por encargo de su padre, que el tío estaba muy feliz de que yo estuviera vivo y me enviaba una orden de 100 dólares. Después de eso supe poco de él; sin embargo, la relación no se cortó. Alrededor de 1965 el tío viajó a Argentina a ver a su hermana después de cincuenta y dos años, y a conocerme a mí; se alojó en mi casa. Hoy, que él no está más, no tenemos contacto con sus hijos.


NO LES IBA A DAR EL GUSTO

En su nueva carta desde Buenos Aires, la tía me escribió que estaban tramitando los documentos necesarios para que yo pudiera entrar al país. Me envió todos los papeles exigidos: una garantía firmada por ella y su esposo que aseguraba que yo no sería carga para el estado, un contrato de trabajo para una fábrica de zapatos, donde mi tío me había conseguido empleo, etc. Yo presenté el pedido de visa y los documentos en el consulado argentino de Roma. Me hicieron completar un cuestionario con mis datos personales y me dijeron que iban a estudiar todo y me iban a comunicar la respuesta. Hice los trámites acompañado por la dueña de la casa donde vivía, que trabajaba en el ministerio de Relaciones Exteriores y manejaba mejor esas cosas.
Unas tres semanas después me citaron en el consulado. Aunque me dieron buen trato, el cónsul me notificó que no se me permitía la entrada al país. Pregunté el motivo y se negó a darlo. Entonces apelé formalmente la decisión, pero nuevamente me negaron la visa. Insistí mucho, quería saber el motivo; no conseguí que me lo dijeran.
La alemana que nos alquilaba la pieza logró averiguar, por sus contactos en el ministerio de relaciones exteriores, qué ocurría. El problema, le dijeron, "era religioso". Dicho sin vueltas: me negaban la visa porque era judío. En el consulado argentino nunca lo reconocieron, pero a la señora se lo dijeron extraoficialmente. En la Argentina, el gobierno de Perón tenía como política no aceptar inmigración judía.
La noticia me puso mal, pero ya estaba acostumbrado a que nada fuera sin dificultades. Yo hubiera podido ir a una oficina del Vaticano en Roma y conseguir documentos como cristiano. Eso no era difícil, cualquiera obtenía papeles del Vaticano en ese momento, sobre todo los nazis, que en esos días se cambiaban el nombre y apellido y escapaban de Europa, principalmente a la Argentina del gobierno de Perón. La oficina del Vaticano no preguntaba demasiado para hacer un documento, era una buena ocasión para aprovechar. Sin embargo, no quise. Era matar mi identidad, terminar simbólicamente la tarea que los asesinos de mi familia no habían logrado terminar, era hacerme desaparecer: si yo había conseguido sobrevivir como judío, ¿ahora le iba a dar el gusto al enemigo?
De modo que escribí a mi tía y a su marido contándoles que no me querían dar la visa. Ellos entonces armaron una alternativa. Pero ya no la armaron sólo para mí: en medio de todos esos trámites e idas y vueltas de correo, los días habían transcurrido. Yo había conocido a una mujer y los planes ahora eran de a dos.
HINDA

Chiel tenía una prima de veinte años, uno menos que yo. La conocí en casa de Jaim, se llamaba Hinda. También de origen polaco, había perdido a toda su familia en el genocidio. Llegó a Roma junto con Chiel, el único familiar sobreviviente que había encontrado después de la guerra. Habían hecho un viaje similar al mío hasta instalarse en Roma, donde estaban de paso para los Estados Unidos.
Me gustaba Hinda: era alegre, animosa, independiente, y tenía buena disposición para compartir. Me atreví a pedirle una cita y aceptó en seguida. Me pareció que tal vez, íntimamente, esperaba mi pedido. Empezamos a salir juntos, íbamos al cine, cuya función tenía dos secciones: la película y una varíete en vivo, todo por el mismo precio. También íbamos a escuchar ópera en la Opera de Roma, yo me ponía uno de los uniformes americanos que vendía, sin insignias, para que me hicieran el cincuenta por ciento de descuento en las entradas. Una vez asistimos, en el viejo teatro Adriano, a la única función del famoso tenor Beniamino Gigli, a quien prohibieron actuar casi en seguida por su afiliación fascista. En los días de verano fuimos a las playas de Ostia, en un tren que partía del centro de Roma. La pasábamos muy bien juntos.
La relación había empezado como un pasatiempo grato, un modo de hacernos compañía y paliar la soledad. Siendo tan jóvenes y con un futuro tan incierto, parecía poco aconsejable profundizar un vínculo. Nada estaba claro, porque no teníamos hogar ni medios para formar una familia. Además los dos estábamos en tránsito, Roma no era para ninguno el lugar definitivo. Pero a medida que nos conocíamos, más cerca nos sentíamos uno del otro. Así pasaron algunos meses. Un día entendimos que nos habíamos enamorado y decidimos que no nos íbamos a separar.
El primo de Hinda no estaba demasiado de acuerdo con nuestro noviazgo. Tampoco lo estaban los familiares que ella tenía en Nueva York. Era gente muy humilde y muy religiosa, aferrada a antiguas costumbres. Querían que Hinda fuera a vivir con ellos a Estados Unidos, incluso le habían tramitado la visa. Tener visa para emigrar a Estados Unidos era una de las cosas más envidiadas entre los refugiados; como menor de edad llamada a emigrar por parientes adultos, Hinda la había obtenido con facilidad. Y sin embargo, se negó a usarla y resolvió acompañarme a la Argentina.
Cómo íbamos a armar un futuro para sobrevivir era bastante vidrioso, pero si habíamos logrado pasar el infierno, ¿por qué no íbamos a poder vencer otros obstáculos y salir adelante? ¿A qué le podíamos tener miedo? Yo me tenía mucha fe, ya no me quedaba prueba por soportar.
Cuando Hinda y yo decidimos que no nos íbamos a separar, le escribí a mi tía contándole la situación. Ella y su esposo respondieron felicitándonos y proponiendo que Hinda fuera conmigo a vivir a la Argentina. Como me habían rechazado la visa, me enviaron por carta certificada dos autorizaciones para entrar al Paraguay con el nombre y apellido de mi futura esposa y el mío. Era, aproximadamente, el mes de octubre del año 1946. Mis tíos nos explicaban que desde Paraguay podríamos ingresar ilegalmente a la Argentina sin grandes dificultades. Habían comprado las autorizaciones a cien dólares cada una, con ellas conseguiríamos las visas en el Consulado paraguayo.
La familia de Hinda continuaba en desacuerdo con nuestras decisiones. Finalmente aceptaron, pero impusieron que formalizáramos la relación por ceremonia religiosa antes de viajar a la Argentina. Así fue que resolvimos casarnos.
Le escribí a mi tío de Norteamérica y le conté que me iba a casar. Recibí un sobre con trescientos dólares como regalo de bodas. Compré los anillos y un necesario y escaso ajuar para mi mujer. Fui con Hinda a Genova, donde funcionaba el consulado general de Paraguay, y presentamos las autorizaciones que habían comprado mis tíos. Para que el cónsul nos otorgara las visas de entrada tuvimos que aceptar por escrito la condición que el país nos imponía: dedicarnos a la agricultura; además tuvimos que pagar los aranceles correspondientes, que eran caros. Los pagué con parte del regalo de mi tío y los escasos ahorritos que me quedaban de los uniformes de Sanders. En total restaron cien dólares, con los que llegué a Buenos Aires: ésa era nuestra única posesión.
Estaba resuelto el problema de las visas, por lo menos teníamos cómo entrar a un país limítrofe. Allí encontraríamos el modo de entrar a la Argentina y reunimos con mi tía y su esposo.
Todo estaba listo para casarnos. La ceremonia se efectuó el 20 de abril de 1947. No se hizo en el templo porque era más caro, un rabino la celebró en casa de Jaim y Chiel. Estaban presentes algunos parientes y nuestros amigos, además de León, Izi y otra gente. Hinda estaba muy bella con su vestido de novia prestado; yo tenía puesto mi único traje, impecable. Después se hizo una cena íntima.
Eramos dos apuestos jóvenes de veintiún y veinte años. Habíamos vivido la misma pesadilla y teníamos el mismo proyecto: con férrea voluntad, sin miedos, trabajando duro, queríamos construir una nueva generación judía, rehacer de las cenizas las familias que los nazis nos habían arrancado.


UNA LUNA DE MIEL
POCO CONVENCIONAL

Después de casarnos dejé a Hinda en casa de Chiel y viajé a Cinecittá para anotarme en el campo de refugiados que funcionaba allí. Hinda también se había anotado. Es que las organizaciones judías "Joint" y "Haias" se hacían cargo de los pasajes y gastos de viaje de refugiados sobrevivientes, pero para tener ese beneficio teníamos que estar inscriptos en un campo.
Más o menos a la semana del casamiento emprendimos el viaje al desconocido nuevo mundo. De la Argentina yo sólo sabía que era un país grande, rico en tierras y con vacas iguales a las que estaban dibujadas en las estampillas de las cartas que me llegaban: toros magníficos, espigas de trigo. De niño había oído hablar mal de Buenos Aires, era un lugar peligroso, perdición de las humildes jóvenes judías que caían en las crueles garras de la Zwi Migdal.
Nos despedimos de nuestros amigos en Roma Termini, donde tomamos el tren para Genova. Estábamos ansiosos y conmovidos, pero contentos. Allí vi por última vez a mi amigo León y a muchos de los otros. No conozco bien el destino de todos, sé que emigraron de Italia. En 1949, ya en Buenos Aires, recibí una carta de León desde Australia, adonde había ido siguiendo a una chica con la que se había casado. Le respondí, pero no me contestó ya más, y no volví a saber de él.
Los demás se dispersaron. Chiel se instaló en los Estados Unidos y vive aún, actualmente tiene 92 años. Cada tanto logramos encontrarnos, hace muy poco Hinda y yo cumplimos nuestros cincuenta años de casados y viajamos a visitarlo. Fue el regalo que nos hicimos por nuestras bodas de oro.
Nuestro equipaje de inmigrantes era una valija de cartón con pocas prendas (yo tenía dos camisas usadas y algo de ropa interior), a las que se sumaba el pobre ajuar que había comprado para mi flamante esposa, algunas fotos, un librito de oraciones y un manto para rezar, cosa que en ese entonces a veces yo hacía. Llevábamos además una lata de anchoas en salmuera, algunos limones y los cien dólares. Esa era toda nuestra fortuna.
En el puerto de Genova nos esperaba un representante de la "Joint" para entregarnos los pasajes. Allí conocimos a los otros sobrevivientes que iban al Paraguay. En total éramos once: varios jóvenes y un matrimonio con dos nenas de uno y tres años de edad, todos sobrevivientes del genocidio.
Finalmente embarcamos. El barco se llamaba San Giorgio, era viejo y no muy grande, los pasajeros lo llamaban "la bañera". Eramos setecientas personas en clase única, la mayoría italianos que viajaban a la Argentina. El barco tenía un comedor común en la cubierta superior, con grandes mesas para dieciséis o dieciocho personas. Dormíamos separados los hombres de las mujeres. Había dos grandes pabellones colectivos, con camas superpuestas, muy incómodos, baños comunes y escasa agua caliente. Las mujeres dormían en el otro extremo del barco, en similares condiciones.   La comida era simple y no muy buena: sobre todo pastas y arroz, poca carne, dos jarras de pésimo vino común y dos jarras de agua por mesa. Como en nuestra mesa casi no se tomaba vino, yo lo canjeaba con la mesa vecina a cambio de agua. De desayuno servían café con leche, pan y mermelada y huevos duros, pero los huevos eran casi siempre imposibles de comer: como el barco no disponía de muchas cámaras frigoríficas, se guardaban en cal para conservarlos, y lo que se lograba era quemarlos: de cada tres docenas de huevos, con suerte se podía comer la mitad.
El barco hizo escala en Nápoles. El mar estaba calmo los primeros cuatro días, pero al cruzar el peñón de Gibraltar las olas se hicieron más fuertes y cada vez se descompuso más gente. Mi esposa, muy propensa a marearse, cayó en cama. Incomprensiblemente y pese a ser mi primer viaje en barco, yo no tuve ninguna molestia. Las mesas del comedor quedaban casi vacías a la hora de las comidas, en nuestra mesa éramos sólo dos.
Yo visitaba a mi esposa para darle ánimo, le contaba que muchos viajeros estaban como ella, la ayudaba a bajar de la cama y la llevaba a cubierta, buscaba el centro de la embarcación, donde el movimiento era menor, para que tomara aire y sol.
Pasamos siete días con la mayor parte de los pasajeros enfermos; de a poco los afectados empezaron a acostumbrarse y recuperarse, pero en el comedor se veía todavía a muchos que salían precipitadamente a la cubierta y se inclinaban sobre las barandas.
La otra escala del barco fue en una isla de las Baleares. Allí conocí las bananas. Me las vendieron los lugareños, un cacho por un dólar. El descubrimiento fue un verdadero deleite.
Así transcurría el viaje hacia una vida que no sabíamos cómo iba a ser; fue una travesía larga, incómoda y aburrida. Sólo nos rodeaba la inmensidad del océano y no veíamos más signos de vida que peces voladores y algún barco lejano con el que nuestra "bañera" intercambiaba saludos, tocando las sirenas.


UN PARTISANO JUDIO

Si algo hubo en ese viaje fue tiempo para conocerse. Yo conversé mucho con uno de nuestros compañeros, el hombre que viajaba con su mujer y sus dos hijas al Paraguay, y así supe que él había sido uno de los partisanos que participaron en la formación de la guerrilla judía que actuó en los bosques de la Polonia Oriental.
Chil Mekler tenía 35 años cuando lo conocimos. Era oriundo del Este de Polonia, cerca de Ucrania. Cuando la guerra estalló, estaba casado y tenía tres hijos. Su mujer y sus chicos fueron asesinados por los nazis y él sobrevivió actuando en la resistencia judía. Viajaba en el barco con su nueva esposa, y sus dos nenas chiquitas, una bebita y otra algo mayor. Herrero de profesión, era un hombre alto y de contextura fuerte.
Su historia es interesante porque muestra que no es cierto que los judíos se entregaron a la masacre sin oponer absolutamente ninguna resistencia. Es cierto que ésta no fue masiva ni suficiente, es cierto que hubo pocos levantamientos, pero hubo algunos y fueron heroicos. Yo tuve la suerte de conocer a Chil, héroe de la resistencia varias veces condecorado, un hombre simple y honesto, un sobreviviente. Y esto es lo que me contó:
Luego de la invasión alemana, grupos de soldados rusos que no habían caído prisioneros de los nazis empezaron a vagar por los extensos bosques de la zona. Poseían algunas armas. Conseguían comida de los campesinos con presiones y amenazas, o los convencían de que los rusos recuperarían pronto el territorio perdido y se vengarían de los que no hubieran colaborado. A estos grupos rusos se unieron judíos que vagaban (como lo habíamos hecho mis primos y yo) sin destino, intentando salvarse de los campos de exterminio. Se formaron contingentes que aunaban el objetivo de sobrevivir con el de luchar contra los nazis. Con el tiempo y la urgencia fueron disciplinándose y organizándose, hasta llegar a ser eficientes guerrilleros.
En algún momento estos partisanos tomaron contacto con el estado mayor ruso, que encontró así el modo de crear grupos de sabotaje detrás y dentro de las líneas alemanas. Llegaron oficiales y pertrechos lanzados en paracaídas, y las acciones se volvieron más organizadas y dirigidas.
Mi amigo usó su oficio de herrero en las acciones guerrilleras. Su misión era colocar minas bajo los rieles del ferrocarril para sabotear los trenes alemanes que llevaban armas, vituallas y soldados al frente ruso. Tareas como éstas fueron fundamentales para derrotar a Hitler, porque aislaron y desmantelaron las tropas alemanas, que finalmente quedarían atrapadas en una tierra inmensa, desabastecida y hostil, que además se volvería inhabitable con la llegada del invierno.
La tarea de Chil Mekler era compleja y peligrosa. Se necesitaba mucha destreza para colocar las minas lo más escondidas que se pudiera y descarrilar así los trenes alemanes. Las vías estaban celosamente custodiadas; cerca de cada estación había muchas patrullas rondando y de noche se rastreaban las vías con reflectores, buscando minas puestas por los saboteadores.
Los guerrilleros estaban escondidos a la orilla del bosque, Chil salía y ponía la oreja sobre la vía, por la vibración calculaba la distancia a la que venía el tren, entonces preparaba el agujero bajo las vías y se escondía. La patrulla pasaba con sus reflectores, buscando minas: no había nada. Chil salía y ponía el explosivo segundos antes de que el tren llegara. Era un trabajo de paciencia, habilidad y experiencia.
Orgulloso, mi amigo decía su handicap: había hecho descarrilar catorce trenes.
Los partisanos tenían orden de no tener bajas. Si había que dar combate frontal, la indicación era esconderse. Lo que había que garantizar era el sabotaje. Pero lamentablemente no podían concentrarse en esa única tarea: bandas de ucranianos y polacos atacaban a los partisanos judíos para matar y rapiñar, de modo que también debían defenderse de ellos.
Chil actuó en los bosques entre 1942 y 1944, cuando el ejército rojo ocupó los territorios. Entonces volvió a su pueblo, donde conoció a su nueva mujer, que también había sido partisana. Tenía un hermano en Argentina, por eso viajaba. Las charlas con él fueron muy interesantes para mí y para mi mujer. Mientras nos relataba con sencillez su historia, su nena más chiquita gateaba por todo el barco.


SOLIDARIDAD EN PORTO ALEGRE

Luego de dieciocho días de travesía llegamos a Río de Janeiro. Era mayo de 1947. Nuestro grupo de inmigrantes judíos desembarcó, casi todo el resto siguió a Buenos Aires. En el puerto nos esperaba un delegado de la "Joint". Nos explicó que en el Paraguay había un levantamiento militar y no se podía entrar. Tendríamos que esperar en Río.
Nos llevaron a un hotel que sólo albergaba a inmigrantes sobrevivientes, donde nos dieron una habitación a cada matrimonio y otra a los tres jóvenes solteros. La Joint nos entregó además cupones para comer en un restorán cercano.
Tuvimos que estar seis semanas en Río. Era junio, que en este hemisferio es un mes de otoño-invierno. Pero en Río hacía calor y en cualquier momento, sin previo aviso, se descargaba una lluvia torrencial. Caminábamos mucho por la ciudad, usábamos los tranvías, distintos de los que yo conocía: eran largos y sin tabiques a los costados, tenían bancos cruzados a lo ancho. Los pasajes se pagaban a un guarda que no entregaba boletos, sino que marcaba el importe en un reloj, tirando de una cuerda. Por cada cinco pasajes que vendía, marcaba sólo dos. Nos dijeron que el puesto de guarda era muy rentable, la gente pagaba por conseguirlo.
Apenas llegamos envié una carta a mi tía explicándole nuestra nueva situación. No podía darle fecha ni forma cierta de reunimos. Ella respondió que había resuelto viajar a esperarnos hasta Uruguayana, en Brasil. Si nosotros nos las arreglábamos para llegar allí, ya veríamos cómo volveríamos juntos a Buenos Aires.
Expliqué la situación en la oficina del Joint. Nos gestionaron un viaje en avión, con escala en Porto Alegre. Avisé a mis tíos fecha y hora de llegada; el encuentro quedó acordado.
Así partimos, después de abrazar a nuestros amigos. El avión era chico y a hélice, mi mujer se descompuso. En Porto Alegre debíamos transbordar para llegar a Uruguayana, pero otra vez hubo problemas: dos militares brasileños viajaban en ese vuelo y ocuparon nuestro lugar en el avión: su condición de militares les daba prioridad. El próximo vuelo era dentro de tres días, ¿cómo podíamos avisar a mi tía y su esposo, que iban a estar en Uruguayana? ¿Y cómo viviríamos esos tres días?
La casualidad y la generosidad de la gente hicieron lo suyo: en su última carta, cuando supo que nosotros haríamos transbordo en Porto Alegre, mi tía me había escrito que unos vecinos suyos habían recibido en su casa familiares de esa ciudad, ella los había conocido. Afortunadamente se le ocurrió escribir el nombre y apellido de esta gente. En el aeropuerto, un empleado se tomó la molestia de buscarlos en la guía telefónica y pudimos comunicarnos con ellos.
Esta familia, también judía, sabía de nosotros, mi tía les había contado que tenía un sobrino sobreviviente, que estaba dirigiéndose hacia Buenos Aires desde Rio de Janeiro. En cuanto se enteraron de que estábamos varados en el aeropuerto nos pasaron a buscar y nos abrieron las puertas de su casa. Pasamos junto a ellos tres días inolvidables. Por finllegó el día de partir. Nos llevaron de vuelta al aeropuerto, donde nos despedimos con emoción y agradecimiento.
Así emprendimos el viaje que me llevaría hasta la hermana de mi madre, el único familiar que podía abrazar después de todo lo que había pasado.
UNA NUEVA LUCHA

Llegamos a Uruguayana. La tía había estado aguardando los tres días que por fin apareciéramos. Nos esperó del lado brasileño. Fue un encuentro tenso, sin lágrimas. Estábamos todos muy nerviosos y no sabíamos bien cómo tratarnos. Cruzamos el puente internacional en colectivo. Fue fácil entrar ilegalmente; sólo nos hicieron bajar del lado argentino para una revisación ocular. Los gendarmes no pedían documentos a menos que vieran algo sospechoso: era una frontera muy laxa. Hinda y yo no teníamos ni siquiera equipaje que pudiera ser revisado; yo había enviado la valija de cartón directamente a Buenos Aires desde Río, a través del "Joint" y llevaba conmigo un portafolio con poca ropa. Y así fue como terminamos de perder nuestro equipaje: Cuando algunos meses después, ya en Buenos Aires, fui a retirar la valija, descubrí que todo se había apolillado y ya era inservible. Como para llevarme las cosas tenía que pagar, retiré solamente las fotos y dejé el resto en el puerto.
Vuelvo al momento en que llegamos al país. Pasamos la noche en Paso de los Libres, y al día siguiente tomamos un tren para Buenos Aires. Cuando el tren se montó sobre el ferry para cruzar el río Paraná y llegar a Zarate, la situación se puso difícil: subieron gendarmes de migraciones y empezaron a pedir documentación. Nosotros corrimos a escondernos a un baño y esperamos adentro que el ferry terminara de cruzar el río. Cuando llegarnos a la estación de Zarate nos bajamos y tomamos un taxi hasta la ciudad de Buenos Aires; era más seguro.
Así fue nuestra entrada a la Argentina. Más difícil, con toda seguridad, que la del nazi Eichmann, que estuvo al mando de todo el operativo de "limpieza judía" en Polonia, el responsable de las muertes de toda mi familia, de la familia de Hinda, y de la de millones de judíos polacos. Eichmann entró a la Argentina con su identidad prolijamente cambiada y sus nuevos documentos en regla. No debe haber necesitado esconderse en ningún baño.
De todos modos, en el año 1948 el presidente Perón promulgó un decreto que legalizaba a todos los indocumentados que entraron al país y mi mujer y yo pudimos así sacar la ciudadanía argentina. El decreto (bastante contradictorio, a decir verdad, con la política que el gobierno de Perón había mantenido hasta ese momento) se debió a la intervención de la O.J.A., Organización Judía Argentina, que nucleaba a los peronistas de la colectividad y que presidía el señor Matracht, comerciante de la calle Canning.
Llegamos a Buenos Aires en el mes de julio de 1947. Por fin el destino final, y ahora otra lucha: afincamos, conseguir una mínima posición económica, construir un hogar que pudiera albergar hijos.
La primera sorpresa fue que los tíos no tenían lugar para recibirnos. Vivían en un conventillo de Parque Patricios, en una pieza, con cocina a carbón compartida en un servicio para seis inquilinos. Una amiga de la tía que vivía en la calle Brandsen nos prestó una cama por dos semanas. Se llamaba Juana Rapaport y provenía de Lubartov, la misma ciudad de donde venían mis tíos, en Polonia central. Habían emigrado todos juntos a la Argentina. Juana había quedado viuda en 1946. Su hijo, Simón Rapaport, tenía dos años menos que yo. Para darnos lugar, Simón se tuvo que ir a dormir a otro lado. Hasta hoy Simón y su familia son nuestros amigos. Para Hinda y para mí, Simón es un hermano.
Nos quedamos unos días en casa de los Rapaport y después tuvimos que arreglarnos en la pieza de los tíos. Fue muy duro: nos pusieron un diván ahí mismo, con una especie de biombo.
Mis tíos tenían un puesto de ropa común y algo de mercería. Vendían en cuotas, a empleadas domésticas o amas de casa pobres. La tienda estaba en un mercado municipal de Brasil y Rioja, lleno de ratones inmunes al veneno, rodeados de mugre y polvo. ¿Cómo podía sentirme yo ante mi esposa? No fue fácil para mí: hubiera querido darle otra vida.
Pero Hinda estaba dispuesta a apoyarme y a esforzarse lo que fuera necesario. Despacito, las cosas empezaron a mejorar. Los tíos tenían unos ahorros y con eso y una hipoteca compraron una casita donde pudimos instalarnos los cuatro. Tenía una pieza, un local, cocina y baño. Nosotros ocupamos medio local. Ya habíamos conseguido trabajo y aportábamos con nuestro sueldo las cuotas de la hipoteca.
Hinda había trabajado durante la guerra en la industria textil y era muy diestra. Esa era una época de mucha demanda de obreros en casi todos los rubros, de modo que a la semana de haber llegado entró a una fábrica en Haedo. El contacto fue la amiga de mi tía que nos alojó cuando llegamos, cuyo esposo un judío de Lodz, que había fallecido había trabajado en la industria textil. Ella recomendó a mi mujer en una fábrica de Haedo que se estaba instalando. Su dueño era un judío alemán, excelente persona, que la tomó sin documentos y sin embargo le dio -en negro- todos los beneficios sociales que le correspondían. Hinda trabaja muy bien; su función era reparar las roturas de telas que producía la cadena de montaje. Era rápida, eficaz, se concentraba en su tarea y se adaptaba fácilmente, aprendió rápido el nuevo idioma. Hacía muchas horas extras y estaba siempre bien dispuesta. El director, que estaba muy contento, pronto le subió el sueldo. Mi mujer llegó a ganar más de 400 pesos mensuales. Ya estábamos en agosto de 1947, hacía un mes que habíamos llegado.
Por mi parte, conseguí empleo como aprendiz en una fábrica de joyas del barrio de Once. Mi sueldo era muy bajo, de cuarenta pesos mensuales, porque estaba empezando en el oficio. Pero la tarea no me gustaba, no era lo mío.
El primer año fue de gran esfuerzo. Hinda entraba a las seis de la mañana a la fábrica. Nos levantábamos juntos, tomábamos un breve desayuno, después yo la acompañaba hasta el tranvía que la dejaba en Plaza Miserere, donde tomaba el tren hasta Haedo, y me iba a mi empleo.
Pasado un año me fui de la fábrica de joyas porque conseguí trabajo en un taller de confecciones de ropa de cuero. Eso sí me entusiasmó; yo conocía el cuero y había aprendido a tratarlo mirando a mi padre. Me manejé con destreza muy pronto. Me pagaban diez pesos por día.
A partir de ahí empezamos a evolucionar: con mucho esfuerzo dejé la relación de dependencia y logré instalarme por mi cuenta. Puse mi taller en el local de la casita donde vivíamos, me fue bien y trabajando muy duro logramos crecer.
Vivíamos siempre con mis tíos. En el local que ocupábamos yo puse mi taller y también la cuna, cuando nació nuestro primer hijo, el 30 de octubre de 1948. Diez años despues, en nuestra propia casa, vino nuestro segundo hijo. Así, simplemente, la vida se iba pareciendo a lo que habíamos proyectado.


SEPARADOS POR UN ABISMO

La convivencia con mi familia argentina no fue fácil. Los tíos nunca preguntaron cómo sobrevivimos, no querían saber. Un día tuve que sentar a mi tía y decirle: "¿vos sabes cómo murió tu madre?". Ni siquiera eso había preguntado. Me miró como si la hubiera golpeado, prefería no enterarse.
Supongo que ellos no entendían bien cómo tratarnos, creían erróneamente que con no hablar las cosas se borraban, se olvidaban. Había asuntos demasiado terribles que nunca se tocaban: el hecho de que yo viniera de donde tía había salido, de donde todos los que se habían quedado -menos yo- se habían muerto; la promesa histórica y no cumplida de traernos a mi hermana y a mí a Buenos Aires, cuando ni ella ni nosotros sospechábamos que la situación en Polonia iba a adquirir semejante dramatismo. La convivencia no fue fácil para nosotros, y puedo suponer que no lo fue para ellos.
Sé que en general fue problemática la relación entre los sobrevivientes recién llegados y los que ya estaban afincados. Los conflictos tenían que ver con cosas muy profundas, pero se expresaban en una especie de competencia, o de derechos prioritarios. En idisch había una expresión que usaba nuestra gente acá, cuando vinimos: hablaban de amarillos y verdes, como si hubiera "maduros" e "inmaduros" entre los que estábamos en la Argentina; los recién llegados éramos "verdes", y parecía que los otros tenían algún derecho sobre nosotros por eso. Un día mi tío me dijo: "vos querés saber más que yo y sos verde". Era injusto. Yo no quería saber más ni menos que él, simplemente quería hacer mi vida.
Todos los sobrevivientes del genocidio tuvieron problemas. No sólo los económicos; hablo de los conflictos psíquicos. Era difícil insertarse en una nueva vida y era difícil que nuestros familiares nos entendieran: lo que nos había pasado era absolutamente imposible de concebir para quien no lo había sufrido. ¿Cómo proceder con nosotros, cómo tratarnos, si estábamos separados por un abismo de experiencia? Hubo muchos roces e incomprensión en muchos casos, no sólo en el nuestro. La adaptación mutua fue traumática.
El tiempo no curó las marcas, pero cerró las heridas; hoy me es posible entender, a la distancia, que nada debe haber sido demasiado fácil para nadie, aunque fuéramos nosotros, los sobrevivientes recién llegados, los que estábamos en la situación más desamparada.
Y así, de a poco, mi mujer y yo llegamos a donde estamos hoy en día, con dignidad y la conciencia tranquila. Fue un largo camino en un país a veces generoso, a veces impredecible y riesgoso, un camino con momentos malos y momentos mejores. No fue sencillo y no lo es tampoco ahora. Nos esperó todavía otro gran dolor: nuestro primer hijo falleció joven, a los treinta y un años.
Hoy, rodeado de nietos que crecen en este país a donde finalmente pude construir mi vida, miro hacia atrás y no siento rencor. Siento más bien tristeza, comprendo hasta dónde los intereses económicos y políticos son capaces de desencadenar la injusticia y el odio sobre esta tierra, y apelo a lo único que tengo, mi memoria, con la esperanza de que sirva para que hechos como los que conté no ocurran nunca más.


¿EL UNDECIMO MANDAMIENTO?

Me es imperioso de vez en cuando repasar algunos capítulos de mi pasado. Me siento satisfecho de haber podido cumplir por fin con el legado que me dejó mi madre en el año 1943.
Me voy a referir a algunos hechos puntuales que vengo de contar, que me ayudaron a sobrevivir en el infierno ciego impuesto por Hitler. Algunas son coincidencias, otras expresiones de un sexto sentido. La mayoría aconteció en el último trimestre de 1943, de un modo galopante: el hecho de que mi familia fuera parte de las últimas "limpiezas" nazis, haber sido enviado al escondite del sótano, haber saltado del tren cuando estaba a punto de presentarme como voluntario polaco con documento falso, haber sabido en qué noche debía abandonar la sinagoga de Belzitz y que era urgente dejar Poniatov aunque muchos me creyeran loco por eso, la decisión (inexplicable para mí en ese momento) de no abandonar el calabozo de Budzin cuando sacaban a los demás prisioneros para fusilarlos y, por último, la suerte de entrar en la lista de Schindler. Todos estos son hechos sin los cuales yo no estaría vivo, así como sin el film de Spielberg y mi mágico encuentro con Emilie, yo no me hubiera decidido a contar mi historia.
Es posible imaginar que fue suerte, o la voluntad de Dios. No quiero ofender a nadie, respeto profundamente la fe, pero no puedo pensar que Dios quiso ayudarme a mí y no a los millones de inocentes que no sobrevivieron. Cuando me acuerdo de los momentos cruciales en los que, porque sí, pude tomar la decisión correcta, yo mismo me asombro. Era un sexto sentido siempre despierto y era el deseo muy fuerte de no entregarme, de vivir. Esa era mi lucha. Para los judíos, en el nazismo, había aparecido el undécimo mandamiento: "sobrevivirás a Hitler, y así lo derrotarás". Cada hora, cada día, cada mes, parecían siglos en esa batalla. Después de haber pasado esos pocos años que parecieron infinitos, ¿cómo puedo computar mi edad?
Pese a todo lo que sufrí, estoy conforme. Llegué aquí, como dije, con la conciencia tranquila. Sólo me faltaba cumplir con el quinto mandamiento, "honrarás a tus padres"; mi madre me dijo, antes de que se la llevaran, cuál era el modo de hacerlo. Por eso cumplí su legado y relaté mi historia, que no es ni única ni excepcional. Si algo puede asombrar de ella -si algo hoy me asombra- son los encadenamientos, las casualidades, un azar que parece previsto, en algún lugar que ignoramos, por el ciego destino.