Fragmento del Prólogo

"Parado aquí, miro hacia atras el largo y extraño camino que me reservó el destino, y compruebo tristemente a mi alrededor que hechos similares a los que voy a contar no dejan de ocurrir entre la especie humana."

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Hinda, compañera de vida

JUDIA POR ELECCION
(LA HISTORIA DE HINDA RUBENFELDH)

NO SE OLVIDEN, CHICAS...

La familia estaba formada por Hinda, sus padres y sus dos hermanas. Vivía en un pueblito llamado Wysoka, muy cerca de la pequeña ciudad de Langut, en el sur de Polonia, región de Galizia.
Aunque no era una familia rica, esa zona era más próspera que otras y el hogar de Hinda no pasaba privaciones. En esa zona de Polonia los judíos tenían derecho a poseer tierras, la familia de Hinda tenía un pequeño campo. Hasta 1935 fueron dueños de un almacén, lo liquidaron porque no podían pagar los impuestos, que habían subido demasiado. A partir de ese momento el padre se dedicó a comprar fruta y venderla en Rzeszov, ciudad muy cercana a Langut.
En la casa no faltó para comer ni para estrenar vestidos nuevos en las fiestas, incluso hubo para pagar un colegio privado idisch, en el que las dos hijas en edad escolar complementaban su asistencia a la escuela polaca oficial.
Los padres de Hinda tenían educación, leían y escribían el idisch. El padre manejaba bien el alemán oral y escrito, lo había aprendido durante la primera guerra, cuando la región estuvo ocupada por Austria; eran gente con inquietudes culturales, como es usual en las familias judías.
La familia vivía tranquila, los padres trabajando, las chicas creciendo y estudiando, cuando estalló la guerra. El fulminante avance alemán en Polonia llevó al padre de Hinda al este. El había pasado grandes sufrimientos durante la primera guerra, y estaba justificadamente asustado por lo que se venía. Cuando pasaban los aviones alemanes, se lamentaba:
-No nos olvidamos de la primera guerra y ya tenemos la segunda...
Los alemanes le daban mucho miedo. Pensaba que lo primero que iban a hacer era atrapar a los varones adultos y obligarlos a combatir, conocía el profundo antisemitismo de Hitler y no se imaginaba en qué podía derivar. Por eso, en cuanto empezó la invasión decidió escaparse. Muchos judíos tomaron la misma decisión.
Antes de irse de la casa, reunió a las tres hijas, las abrazó y les dijo:
-No se olviden, chicas, que son judías. Hinda escucharía esa frase muchas veces, dentro suyo, durante los largos años de la guerra.


EL PADRE DE HINDA

El papá se escapó un viernes a la noche con 5 personas más. El sábado llegaron los alemanes al pueblo. Los anticipó un bombardeo feroz que obligó a la mamá y las chicas a esconderse junto al río. Cuando volvieron a la casa, caminando entre escombros, encontraron a los alemanes paseándose por todos lados.
Tenían noticias del padre, que desde el lado ruso les mandaba cartas. Las escribía en alemán, para que los ocupantes alemanes, que controlaban toda la correspondencia, pudieran leerlas y las entregaran a la familia. Pero pronto dejaron de llegar cartas. Hinda no supo más de su papá, hasta que -pasada la guerra- un testigo presencial le contó la historia de su muerte:
El padre estaba en territorio polaco que (como producto del pacto de Stalin con Hitler) correspondía ahora a Rusia. Un día, los rusos preguntaron a los refugiados, todos judíos, cuáles de ellos querían retornar al territorio polaco que habían dejado. Ingenuamente, el papá se anotó, pero era una trampa. Al día siguiente lo apresaron y lo enviaron a uno de los campos de trabajo forzado de Stalin, cerca de la frontera con Finlandia, donde el clima feroz, los malos tratos y el hambre al que lo sometieron acabaron con él.
Miles de judíos que se refugiaron en la Polonia ocupada por los soviéticos sufrieron el mismo destino, sin que sus familias, que habían quedado en la Polonia ocupada por los nazis, supieran qué les estaba ocurriendo. En una sola noche, exactamente después de las doce, la policía secreta estalinista sacó por la fuerza a todos de los lugares donde estaban viviendo y los llevó en camiones y trenes de carga al este de Rusia, sobre todo a Siberia.
De todos modos, y seguramente contra las intenciones de Stalin, esto hizo que sobrevivieran muchos judíos que hubieran sido exterminados por Hitler cuando traicionando el pacto con la Unión Soviética, abrió el frente ruso. Aunque desnutridos y en pésimas condiciones, la mayoría de estos prisioneros consiguió vivir.



SALVAME A ESTA HIJA

Mediados del verano de 1942 en el sur de Polonia, región de Galitzia. Los nazis han establecido el ghetto para la población judía de la ciudad de Rzeszov y de zonas aledañas. Los judíos han recibido la orden de abandonar en pocas horas sus viviendas y concentrarse en el ghetto de Rzeszov, erigido en el peor lugar de la ciudad, completamente cercado y celosamente vigilado día y noche.
Los caminos que convergen al ghetto tienen constante movimiento en una sola dirección: familias judías enteras, otras ya diezmadas por las "acciones de limpieza" de la terrible S.S., caminan en silencio llevando sus pobres pertenencias, agobiadas por tristes pensamientos. Son, en su mayoría, madres con niños y viejos. Ya hay pocos jóvenes que no hayan sido levantados en razzias y conducidos a los campos de trabajo forzado. Los que ahora van a encerrarse en el ghetto suponen su destino: serán transportados como animales en vagones cerrados hasta las cámaras de gas y los crematorios. Entre esos grupos callados no están Hinda, ni su madre ni sus hermanas. La mamá se ha escondido con dos de las chicas. En cuanto a Hinda, se ha ido a otra ciudad. Sólo ella podrá sobrevivir.
-Vos te podes salvar -le decía la gente a Hinda, aludiendo a su pelo rubio y sus ojos muy celestes.
Aunque con muchas excepciones, una gran parte de los judíos eran morenos. Los polacos, en cambio, se parecían a Hinda. Por eso su madre la eligió a ella cuando tuvo la oportunidad de comprar la partida de nacimiento de una chica cristiana. Ester, que no tenía dieciséis años cuando Hinda la vio por última vez, era una preciosa morena de ojos negros y cutis muy blanco; Majla, una niñita, tenía sólo seis años, la fecha del documento nunca podría servirle. Era pelirroja, de ojos claros, y todavía no había empezado el colegio.
La mamá de Hinda compró la partida de nacimiento a una mujer muy humilde, polaca, que había trabajado como empleada de servicio doméstico en casa de su madre -abuela de Hinda-. La mujer tenía una hija extramatrimonial que se llamaba Eva Czarnota, de la misma edad que Hinda.
Con el documento en la mano, la madre fue a ver a una conocida judía que había sido sirvienta en Cracovia antes de la guerra. Se trataba de una buena mujer, con muchos contactos con polacos de la ciudad. Le dijo:
-Sálvame a esta hija.
Así fue como la adolescente que luego sería mi mujer se despidió de la familia que le quedaba y emprendió el camino buscando la salvación. Hinda supo luego que su mamá y las chicas se escondieron para que no las llevaran al ghetto, pero que fueron atrapadas de a una, y las mataron a todas. Lo mismo ocurrió con su tío, y con casi todos sus parientes.


SIRVIENTA CATOLICA BUSCA TRABAJO

Hinda, la amiga y otra chica joven en igual situación que Hinda llegaron a la ciudad de Cracovia. La buena mujer las llevó a la portería de un edificio, donde vivía un matrimonio de polacos, gente muy solidaria que las dejó pasar la noche y se propuso ayudarlas.
Pocos días después, por recomendación de los porteros, la que sería mi mujer tenía su primer empleo como empleada doméstica en Mislenice, un pueblo cercano a la ciudad, en casa de un matrimonio polaco con un hijo que sabía que ella era judía.
La paga, por supuesto, no existía: Hinda trabajaba a cambio de la casa, la comida... y no ser encerrada en el ghetto. Llevaba al nene a jugar a la plaza y veía cómo obligaban a los judíos a salir del pueblo, los veía marchar con sus bultos y sus chicos.
La situación para los judíos era irrespirable; la exigencia alemana de que no hubiera judíos en Mislenice intimidó a los patrones de Hinda. Su empleador le confesó a la chica que le daba miedo tenerla en su casa, alguien los podía denunciar. Albergar a un judío se castigaba con pena de muerte. El hombre le pagó el pasaje a Cracovia y la mandó de vuelta.
Tal vez los lectores se pregunten por qué Hinda no presentó su partida como Eva Czarnota. Es que no le servía para mucho. La partida de nacimiento servía en todo caso para sacar un documento como cristiana, en el registro civil de la comuna, pero esos trámites eran imposibles de realizar. El lugar de emisión de la partida de nacimiento de la niña Eva estaba lejos de Mislenice, ¿qué hacía ahora sola en ese lugar? Los nazis indagarían y en seguida averiguarían, era demasiado peligroso. Ser menor de edad y estar sola, alejada de los padres, en ese momento era ya un signo bastante evidente de que podía tratarse de una judía.
Hinda volvió a la portería de sus amigos buscando ayuda. Se trataba de polacos nobles y valerosos, que no vacilaron en volver a hacerlo. Una vez más le dieron un lugar donde dormir mientras ella buscaba trabajo por el diario. Así se empleó como doméstica en la casa de una señora con una hija, sin marido, que no sabía que ella era judía pero tampoco le exigió documentos.
Su patrona había vivido en una importante ciudad, Poznan, que fue anexada bajo régimen especial al territorio alemán. Su población era mayoritariamente alemana y los nazis habían ordenado a la minoría polaca abandonar sus casas. Por eso la mujer se fue a Cracovia con su niña, donde instaló una dulcería.
No era una señora pudiente, debía trabajar todo el día afuera de la casa y regresaba por la noche. No se ocupaba en absoluto del hogar, donde casi no estaba. Hinda llevaba a la nena al colegio, donde estaba mañana y tarde, y se ocupaba de los quehaceres domésticos, pero la patrona no pensaba en ella y no le dejaba nada de comer. La muchacha se arreglaba como podía, pero no era fácil. Después de varias semanas, cansada de pasar hambre, decidió buscar otro trabajo.
Un domingo vio que en el diario local había un aviso pidiendo empleada doméstica. Anotó la dirección y el lunes, finalizadas las tareas de la casa y aprovechando que su patrona no estaba, tomó el tranvía y se dirigió al lugar.
Se trataba de una casa de familia donde vivían una señora mayor y su joven hija, viuda, con una nena. Hinda se presentó como Eva Czarnota (y así la llamaré en lo sucesivo, hasta que recupere su identidad) y mostró, a pedido de la señora, su partida de nacimiento. Traía preparada una historia verosímil sobre su familia y su situación, la dijo con la mayor naturalidad que logró.
No tenía grandes pretensiones, aceptó todo lo que le ofrecieron, que era simplemente casa, comida y tal vez alguna recompensa más en el futuro si rendía y se comportaba bien.
Esa noche habló con su patrona. Le dijo que en su casa había un familiar en grave estado de salud y debía retornar rápidamente. Puso cara de afligida y hasta lloró para convencerla. No le resultaría demasiado difícil llorar ni creerse el pretexto, le bastaba pensar en la verdadera situación de su familia. Lo cierto es que la mujer le creyó y la dejó partir.
Al día siguiente entró en su nuevo empleo. La casa se encontraba en una zona muy hermosa, cerca del legendario castillo Wavel, a orilla del río Vístula, el más importante de Polonia. Siglos atrás, Wavel había sido la sede de los reyes polacos y la capital de Polonia. Ahora estaba ocupado por un sanguinario representante de Hitler, el gaulaiter Frank, jerarca nazi que era el responsable civil de la ocupación alemana en Polonia.
La nueva casa era más espaciosa que la anterior y la alimentación de Hinda estaba cubierta. Pero la dueña exigía más trabajo y supervisaba las tareas diarias.
La joven viuda trabajaba en una oficina, su madre estaba todo el día en la casa, cuidaba de la nena y organizaba las tareas del hogar. Eva debía ayudar en la cocina y realizar mandados fuera de la casa.
Al caminar por las calles de Cracovia encontraba a veces prisioneros del ghetto que habían sido llevados en grupos a realizar pesados trabajos por los alrededores de la ciudad. Los veía flacos, macilentos, reducidos a la esclavitud, custodiados por los crueles destacamentos de los ucranianos de Vlasow. La judía que ahora se llamaba Eva pensaba en el destino desconocido de su familia, en el horror al que estaba sometido su pueblo, apuraba el paso angustiada, desviaba con pena y dolor la vista nublada de lágrimas, trataba de fingir indiferencia. La voz de su padre repetía en su interior: "no te olvides que sos judía."
EVA EN NAVIDAD

Pero Eva no tenía tiempo para pensar demasiado. Había mucho trabajo y mucha exigencia, por la noche caía rendida de cansancio. Sin embargo, no podía dormir bien; vivía torturada por el miedo y las noches la angustiaban. Dejaba prendida la luz porque le daba terror la oscuridad, y la patrona la reprendía a menudo por eso.
En realidad, la vieja le hacía la vida imposible, psicológicamente hablando. Era evidente que sospechaba algo. Eva nunca mencionaba a su familia, no tenía contacto con nadie. Encima, es probable que haya hablado dormida en idisch. Lo cierto es que muchas veces, frente a cosas que la chica hacía, la patrona le decía insidiosa "costumbres de judía", y se quedaba mirando cómo ella palidecía, o desviaba la vista. A Eva le atemorizaba cada vez más dormirse en su estrecha camita de la cocina y revelar entre sueños y pesadillas su origen real. Vivía amenazada.
La relación entre ella y su patrona era contradictoria. La mujer la trataba bien, la valoraba en su trabajo y hasta le demostraba afecto. Pero otras veces se aprovechaba del evidente desamparo de su empleada, como si usara su sospecha para hacer saber a Eva que estaba en sus manos y que por lo tanto no debía oponerse a nada que ella le exigiera en el trabajo. Eva escuchaba en silencio las indirectas, no tenía opción.
Los domingos Eva concurría a la catedral de Cracovia, como cualquier feligresa cristiana. No se confesaba ni tomaba la hostia, pero rezaba a su manera. Creía en Dios y estaba demasiado sola, necesitaba hablarle. La religión no importaba, se decía, si Dios es uno solo y está en todos lados, a lo mejor en este lugar escucha mis ruegos.
Había sacerdotes que daban sermones desde el pulpito condenando a los judíos. A Eva le dolía mucho escucharlos, cuando sabía que alguno de esos curas iba a decir el sermón, no concurría.
Llegó la navidad de 1942, fiesta de la cristiandad, la muchacha participó de los festejos. En la casa donde trabajaba las tareas se intensificaron: la familia esperaba en Nochebuena familiares e invitados especiales y había que hacer numerosos preparativos.
Pocos días antes de navidad cayó abundante nieve. Trajeron un pino natural y lo adornaron. El horno y la cocina funcionaban todo el tiempo, Eva no daba abasto, pero trabajó con alegría. La costumbre polaca era que en la cena de Nochebuena debían servirse doce platos a la mesa, además de las bebidas tradicionales y manzanas y nueces como únicos frutales.
Ese 24 de diciembre Eva sirvió la mesa y se reunió con los invitados a cantar villancicos; hasta recibió regalos y algunas propinas en efectivo, que guardó celosamente. Todos fueron a la catedral a la misa de medianoche. Había un clima solemne.
Y así vivió en Cracovia, con sus quince años, fingiendo ser quien no era para que no la mataran. No tenía amigos y tampoco los buscaba: ¿cómo podía establecer una relación verdadera con alguien en esa situación? Tampoco iba a bailar o a los lugares a donde las jóvenes se divertían. No sólo era porque tenía que fingir todo el tiempo, además porque no le daban ganas. No olvidaba a su madre, a su padre y a sus hermanas, aunque intentara no pensar para poder tolerar la situación mentirosa en la que estaba metida.
La tremenda tensión nerviosa a que estaba sometida se expresó en síntomas físicos. Eva dejó de tener menstruaciones y comenzó a tartamudear. Su patrona no podía pedir más: una muchacha sumisa, trabajadora y honesta que no pretendía ni siquiera dinero a cambio de su trabajo y que -si era verdad que era judía- toleraría el maltrato con tal de no ser denunciada.


A LA CAZA DE SOBREVIVIENTES

A fines del verano de 1943, en medio de las festividades judías, pasado el Día del Perdón, llegó la orden del sanguinario Eichman para los judíos de Polonia: separar a los jóvenes más sanos y fuertes, aptos para trabajar, y trasladar al resto a las cámaras de gas. Era el comienzo de lo que llamaron "solución final".
En Cracovia, los que eran aptos para trabajar fueron llevados al campo de Plaszow; el resto fue exterminado. A raíz de esa situación, la Gestapo incrementó los controles: no quería que se les escaparan judíos ahora que estaba tan claro cómo hacer para terminar de librarse de ellos. Pedían documentos constantemente por la calle. Los sospechosos eran llevados a sedes de la Gestapo y la S.S. en averiguación de antecedentes. El objetivo era simple: buscar sobrevivientes del ghetto.
En ese verano de 1943 Eva no tenía documento en regla; teniendo en cuenta que la patrona la mandaba a menudo a hacer mandados, la situación se ponía cada vez más peligrosa.
Paradójicamente, las sospechas de su patrona le ayudaron a salvarse. Toda la familia había resuelto tomarse un mes de vacaciones en Mislenice, donde vivía un hijo de la señora que era dentista. El lugar era muy pintoresco, rodeado de verde campiña y grandes bosques, el aire era puro y tonificante. No obstante, Eva temía ir allí, porque en ese pequeño pueblo ella ya había trabajado con una familia que sabía que era judía. Su secreto correría gran peligro, pero no tenía opción.
Efectivamente, en Mislenice la patrona confirmó su sospecha. Tal vez por comentarios de los antiguos patrones de Eva, o tal vez porque simplemente lo barruntaba, lo cierto es que acudió a la parroquia de Mislenice con la partida que su empleada doméstica le había presentado y solicitó al obispo que averiguara a dónde estaba Eva Czarnota. El obispo escribió una carta a la parroquia donde se había emitido la partida de nacimiento; la respuesta tardó unos diez días y no dejó lugar a dudas: el clérigo respondía que Eva se encontraba en su casa con su madre.
La patrona llamó a Eva y le mostró la evidencia. La muchacha estalló en llanto, pidió perdón y clemencia en nombre de Dios. La mujer calló y aceptó no denunciarla. Es más, habló con su hijo dentista, que tenía pacientes que trabajaban en el registro civil de la zona, para que tramitara un documento para Eva con la presentación de su partida de nacimiento. Ni el hijo de la señora, ni los funcionarios que la atendieron en el registro civil a donde él la acompañó hicieron preguntas. Todo se hizo sin grandes aspavientos y dos días después del trámite, que supuso dos fotos y entrega de formularios, Eva obtuvo el documento que le salvaba la vida.
En seguida tuvo oportunidad de usarlo. Cuando la familia volvía a Cracovia fue interceptada por un operativo de la S.S. Les pedían documentos a todos, buscando judíos. Hinda tenía el suyo y lo mostró igual que los demás.
¿Por qué la señora se portó con tanta solidaridad con su empleada judía? Las hipótesis son varias, y no necesariamente contradictorias. Existe la posibilidad de que le tuviera afecto a la muchacha, como también que quisiera conservarla a toda costa (Eva era sumisa, trabajaba muy bien, no pedía nada a cambio); también debía tener miedo de que los nazis descubrieran que ella guardaba a una judía y la fusilaran; por último, probablemente disfrutaría de la situación de poder en que esto la ponía respecto de Eva. Lo cierto es que siguió haciéndole la vida imposible, y además le retuvo el documento. Se lo daba para que hiciera los mandados o fuera los domingos a la iglesia, pero cuando la muchacha volvía se lo sacaba y lo guardaba, para que no se escape.




EVA, OBRERA POLACA

Un domingo, en la Iglesia, Eva trabó conversación con una joven polaca oriunda de los Cárpatos. Era una chica que trabajaba como sirvienta con cama afuera y enviaba dinero a sus padres todos los meses. La muchacha le contó que vivía con otra amiga, en una habitación que alquilaban a una señora. Eva le dijo que ella trabajaba con cama adentro pero quería irse, estaba disconforme. Le propuso ser la tercera en el cuarto, aportando su parte de alquiler y gastos, y la chica aceptó. La otra muchacha, que Eva conoció en seguida, trabajaba en una fábrica.
Las tres se vieron todavía algún domingo antes de que Eva se mudara. El trato estaba hecho, pero ella tenía que esperar la oportunidad de apoderarse del documento para poder escapar.
Un día de semana, Eva regresó de unos mandados ya por la noche y la casualidad la ayudó: la patrona estaba atendiendo visitas imprevistas y se olvidó de pedirle de vuelta el documento; Eva no se lo recordó.
A la mañana del día siguiente, lunes, cuando la pareja salió a trabajar y mientras la vieja madre dormía, la joven abandonó la casa llevándose sus pocas pertenencias y el dinero acumulado por las propinas, regalos de Navidad y fin de año. Estaba libre.
Llegó a casa de sus compañeras y se instaló. Pronto una de ellas le consiguió trabajo en un restorán, como ayudante de cocina. Todo parecía estar en orden.
Eva empezó a trabajar en el restorán. El sueldo apenas alcanzaba para el alquiler y algún otro gasto, pero tenía la comida asegurada, la trataban bien y era independiente. Trabajaba en un sótano anexo a la cocina, pelando papas, remolachas, cortando repollos, los ingredientes de la comida diaria de la mayoría de los polacos.
Pero la paz duró menos de un mes. Una tarde de primavera de 1944, el contador y cajero del restorán, que apreciaba a Eva, entró muy agitado al sótano llevando consigo el abrigo de la muchacha.
-¡Eva, ándate, te busca la Gestapo!
El restorán tenía una puerta trasera. Pálida y veloz, Eva no se hizo repetir el consejo. Salió muy asustada, con su abrigo y su documento. No tenía nada más y tampoco podía volver a la pieza a buscar nada. La habían denunciado.
Muchas veces se preguntó quién habría sido. Las muchachas que vivían con ella no sabían que era judía ni sospechaban nada raro, eran amables y solidarias. La única que podía ser era su ex-patrona, que debía estar furiosa porque Eva se le había escapado. De todos modos, no era ése un momento para detenerse a pensar datos inútiles. Había que salir de esa situación.
Volver a su domicilio era suicida, no tenía idea de adonde dirigirse. En la angustia, empezó a caminar sin rumbo, cada vez más desesperada. De pronto se encontró frente a la iglesia, que estaba abierta. Entró como quien busca refugio. Adentro había silencio y paz. Eva se tranquilizó pensando que de alguna manera estaba en la casa de Dios. Impulsivamente se arrodilló frente al altar y en su idioma imploró al Dios único que le iluminara la mente y la ayudara en ese trance. Así, arrodillada, se le ocurrió la idea; sus ruegos, se dijo, habían sido escuchados: se presentaría como obrera cristiana, voluntaria para ir a trabajar a Alemania.
Los alemanes necesitaban mucha mano de obra. Una buena parte la reclutaron por la fuerza, pero eso no les alcanzaba y ofrecían buenas perspectivas a los polacos que se ofrecieran como voluntarios. Como los precisaban, no interrogaban demasiado sobre sus motivos. En general, los que querían enrolarse eran personas con problemas en sus lugares de residencia, pero los nazis tendían a hacer la vista gorda. El trabajo no era, de todos modos, seguro: las fábricas a donde destinaban a la gente eran de material bélico, y soportaban continuos ataques de los aliados. El peligro era grande, y quien se había enrolado como voluntario no podía desistir, en ese caso era considerado un desertor y sometido a juicio militar si lo atrapaban.
Eva Czarnota salió de la Iglesia y fue directamente a una oficina de reclutamiento y se ofreció como voluntaria para trabajar donde la asignaran. No se despidió de sus amigas, no volvió a buscar nada.
En la oficina se encontró con otros tres postulantes: un matrimonio joven y una muchacha. Era muy probable que el motivo que tenían fuera similar al de ella, pero de eso no se hablaba. Traían documentos personales, lo cual bastaba; los empleados no hacían muchas preguntas.
Discutieron adonde iban ir: les daban a elegir entre Alemania y los Sudetes checos. Se acordó que los cuatro serían enviados a Checoslovaquia. De inmediato recibieron los pasajes para el tren. Irían a Hracko, en los Sudetes. Les dieron un lugar para pernoctar; se bañaron, cenaron y entregaron su ropa para la desinfección. Esa noche se fueron todos a dormir con renovadas esperanzas.
Así fue que un día de fines del verano de 1944, Eva y sus compañeros dejaron Polonia. Al llegar a Hracko los llevaron a una imponente fábrica textil adonde trabajaba gente de la zona y de otros territorios ocupados. Los obreros estaban supervisados por especialistas checos y alemanes. Producían telas para la confección de paracaídas. Además de los obreros, había heridos o inválidos de guerra -muchos de ellos alemanes- que trabajaban como comerciantes adentro del complejo, o en otras tareas más pasivas.
Eva tuvo que hacer un curso acelerado para aprender el trabajo en los telares, para el cual demostró ser muy hábil. Primero hacía simplemente unos nuditos manuales, a la semana ya trabajaba con máquina y al mes atendía cuatro máquinas a la vez. Era una tarea agotadora, le exigían diez horas diarias, siempre de pie, yendo de un telar a otro sin cesar.
Dormía en una habitación con dos chicas más. Tenía un sueldo que le permitía sobrevivir y además recibía cupones de racionamiento. Le alcanzaba justo, pero le alcanzaba.
Los domingos era su único día libre. Las chicas (jóvenes, pero en general mayores que Eva, quien aún no había cumplido los diecisiete años) lavaban y arreglaban su ropa y paseaban por los alrededores; por la noche concurrían a los bailes de los pueblos cercanos, a divertirse con los jóvenes del lugar. Eva no iba. Sus compañeras se pavoneaban al día siguiente de los bailes, relatando sus proezas sexuales. Posiblemente exageraban frente a Eva, la recatada. Pero no era recato, era algo más profundo. Eva no tenía ánimo. Sabía quién era, eso era todo.
A veces había embarazos entre sus compañeras, entonces solían desertar. Esto era muy grave, las autoridades nazis investigaban y buscaban a la desertara. Las jóvenes obreras tenían una supervisora checa que las cuidaba y tenía la misión de ayudarlas en cualquier tipo de problema, la mujer se tomaba muy en serio su trabajo y cuando ocurrían casos así se amargaba.
La supervisora era muy buena persona y quería mucho a Eva, porque ella era buena obrera y no le traía las preocupaciones que le daban otras, que salían con muchachos. Era una mujer de más de cuarenta años que la trataba con afecto y con protección.
Pronto Eva se enfermó. La menstruación que se le había retirado completamente le volvió de un modo descontrolado, con serias hemorragias que la torturaban cada quince días. Había engordado, pero no por alimentarse bien sino por trastornos hormonales, y estaba muy débil, los médicos le diagnosticaron anemia, le ordenaron medicación y reposo. La supervisora la ayudó mucho y se ocupó de eximirla de trabajar. Eva tuvo dos meses de descanso que le hicieron muy bien.
Esos fueron, exactamente, los dos últimos meses de la guerra. Así llegó el ocho de mayo de 1945, Eva no había sufrido los horribles tormentos de los que no pudieron ocultar que eran judíos, pero había perdido el derecho a su identidad, a tener el nombre que tenía, a tener alguna amistad profunda a quien pudiera decirle quién era, y además estaba completamente sola. Se había quedado sin nada.


EL REGRESO

En cuanto terminó la guerra Eva Czarnota decidió volver a su lugar de origen. Tenía la remota esperanza de encontrar a alguno de sus seres queridos. Juntó sus escasas pertenencias en una bolsita y llevó consigo su documento falso. Le faltaban cinco meses para cumplir los dieciocho años.
Abordó un tren en Hracko rumbo a Praga y de ahí transbordó a Polonia. En el camino la Cruz Roja le dio algunos víveres. Eva no podía dormir en el viaje. ¿Podría volver a ver a alguno de los suyos? ¿Qué quedaría de Wysoka, su pueblo, donde habían nacido sus padres y sus antepasados, el único lugar donde había vivido como ella misma?
Cuando el tren llegó a Langut, la pequeña ciudad donde ella había estudiado, al lado de Wysoka, Eva bajó con miedo. La ciudad estaba triste y abandonada, con viejas casas derruidas. Caminó por sus calles, entre la apatía de la poca gente que se veía, Eva sentía la falta de algo. ¿Qué era? De pronto lo entendió: faltaban los judíos, su emprendedora pujanza, su movimiento.
Cuando pasó por su colegio fue hasta la bomba del patio, para tomar agua y lavarse la cara. No hacía minutos que había llegado, pero ya se acercó un polaco que la conocía y la saludó con esta frase: "¡ah, sobreviviste!".
La voz corrió como un reguero de pólvora: había sobrevivido una judía y volvía a su pago. Eva caminó unos dos kilómetros hasta Wysoka, llegó a su casa y la encontró habitada por desconocidos. Lo mismo ocurría con las otras casas que antes habían sido de judíos. Miró a su alrededor como buscando un milagro: una cara conocida. Nada.
De pronto se le acercó una mujer, el primer rostro familiar. Era una polaca vecina suya. Eva, ahora Hinda, le hizo varias preguntas sobre sus parientes. La mujer le empezó a contar cómo los habían atrapado y acusó a otra vecina de haber denunciado a su madre y a sus hermanas, mientras decía a cada rato: "Yo ayudé a tu mamá, yo ayudé a tu hermanita".
La mujer hablaba de más, se mandaba la parte. Era evidente su interés: la familia de Hinda tenía campo, seguramente esperaba alguna recompensa. La invitó a descansar en su casa y la muchacha aceptó: estaba profundamente deprimida y muy agotada. La vecina le dio comida y una cama para descansar. Eva se acostó y se durmió profundamente.
EL ENCUENTRO

Como dije, el rumor de que Hinda había regresado corrió por todo el pueblo. Ya no había judíos allí, salvo Berco, un muchacho -oriundo de Wysoka- que se encontraba en Langut sólo por negocios: en medio de la miseria de post-guerra, sobrevivía comprando vodka a los polacos para vendérsela a los soldados rusos.
El joven escuchó que una chica judía había llegado y quiso saber quién era. En ese momento todos los sobrevivientes estaban buscando familiares o conocidos que hubieran quedado vivos. De modo que Berco fue a la casa de la vecina y le explicó su interés en conocer a la durmiente. La mujer despertó a Hinda y se la presentó. Cuando la muchacha le dio su nombre y apellido verdaderos, él la terminó de ubicar, era conocida de su familia.
-Hinda -le dijo Berco-, vení conmigo enseguida que aquí te van a matar. No busques a nadie, porque nadie sobrevivió.
En verdad era así: si los nuevos habitantes de su casa se enteraban de que ella había vuelto, podían llegar a matarla para que no reclamara los bienes. Había que tener en cuenta que además su familia tenía tierras, era muy peligroso. Así acababa de morir una hermana del propio Berco, sobrevivió a Hitler para terminar asesinada por polacos en la post-guerra. Cosas semejantes estaban ocurrieron en esa zona, y ocurrirían, como enseguida se verá, cosas aún peores.
Hinda se despidió de la vecina y Berco la llevó a la cercana ciudad de Rzeszov, adonde había un grupo de judíos sobrevivientes. Ahí la joven descubrió que uno de su familia también estaba vivo: su primo Chiel. El encuentro fue conmovedor. Hacía tres años que no se veían y era el único familiar que le había quedado en Polonia.
Los primos hablaron mucho tiempo, contándose todo lo que les había pasado se sintieron inmensamente felices de estar juntos. Chiel había estado escondido en un bunker con Ester, la hermana del medio de Hinda, sabía que Ester había sido atrapada después que él. A él lo agarró un polaco, pero se escapó de un modo novelesco: tenía un saco puesto y el polaco lo llevaba agarrado de la ropa. Con movimientos cuidadosos, Chiel se sacó las mangas sin que se notara. De pronto salió corriendo, dejando el saco en manos del que lo había apresado. No pudieron encontrarlo más.
Chiel sobrevivió escondido en la casa de una humilde campesina. Con coraje y generosidad, la mujer lo ocultó durante casi dos años, arriesgando su vida. Ella tenía un hijito rengo y una hija, eran muy pobres. Chiel vivía en el altillo de un pequeño establo, primero le pagaba su manutención porque tenía algo de plata y algunas pocas joyas. Cuando se le terminó el dinero, habló con la mujer y le pidió que no lo echara. La mujer aceptó. El le había prometido que luego de la guerra la iba a recompensar y lo hizo: le compró una vaca y le dio parte del campo que los nazis le habían confiscado y él reclamó y recuperó terminada la guerra.
En casa de esta humilde señora sobrevivieron cuatro personas: dos mujeres, un niño que era sobrino de ellas y el primo de Hinda. Varios años después de terminada la guerra la mujer obtuvo una medalla del estado de Israel. Chiel, que hoy es un anciano, todavía se escribe con la hija de la señora (la única que está viva) y le manda periódicamente dinero.
Para Hinda encontrar a su primo fue muy importante. Ella era una adolescente y él le llevaba veintidós años; ahora ya no estaba sola, tenía alguien que la protegiera en esa Europa devastada y peligrosa.
Hinda se instaló en Rzeszov junto con Chiel, donde se habían refugiado más o menos un centenar de judíos sobrevivientes de los alrededores. Pero no pudieron estar más que dos semanas. Hitler había sido derrotado, pero no el antisemitismo. La tensión política por el destino de Polonia encontró una vez más su perfecto chivo emisario para descargarse: los judíos.
En la conferencia de Yalta, ocurrida meses antes del fin de la guerra, en febrero de 1945, Stalin, Churchill y Roosevelt acordaron -entre muchas otras cosas- el destino soviético de Polonia. La "solución" para esa castigada tierra sólo agravaba la tensión en un país cuya resistencia a Hitler se había centralizado en dos bandos profundamente enemigos: uno nacionalista católico, otro comunista; respaldados respectivamente por Churchill y Stalin.
En la postguerra de 1945, los dos bandos reivindicaban su accionar contra Hitler y formaban dos gobiernos rivales que se disputaban el derecho a dirigir Polonia. Pero el bando nacionalista católico sospechaba su impotencia: el destino de Polonia estaba en buena parte ya resuelto. La presencia del ejército rojo en el territorio nacional era la más evidente prueba de ello.
En Rzeszov, como en todas las ciudades polacas de postguerra, había un destacamento del Ejército Rojo. El nacionalismo polaco rechinaba los dientes y repetía sus viejas consignas xenófobas y fanáticas, que tenían a los judíos por blanco preferido. ¿Además de aguantarse a los rusos, tendrían que volver a aguantar a los judíos? ¿Qué eran esos sobrevivientes que se juntaban en la ciudad? ¿Hitler no había servido ni para terminar con ellos?
Así fue que los agitadores anticomunistas, nacionalistas y católicos llamaron a los habitantes de Rzeszov a revivir la vieja costumbre del pogrom. Usaron un pretexto viejo: para la pascua judía, dijeron, los refugiados habían matado a un niño cristiano y con su sangre habían preparado la matzá. Ya que no podían contra un ejército armado y victorioso, qué mejor que descargarse con indefensos sobrevivientes hambreados y castigados, alimentando las mentiras más burdas y las supersticiones más ignorantes. Las autoridades soviéticas miraban de costado, sin intervenir. Era preferible que se ensañaran con los judíos a que se las agarraran con ellos. Después de todo, a los rusos el antisemitismo no les era extraño.
Ebrio y descontrolado, un sector del populacho de Rzeszov la emprendió con piedras y palos contra los sobrevivientes. En algún momento límite de esa nueva pesadilla Hinda volvió a ser Eva y usó una vez más su documento.
Felizmente, en el destacamento del Ejército Rojo había un oficial judío que se presentó inmediatamente ante su superior, planteándole la necesidad de reprimir el pogrom. Tuvo que subrayar que las consignas de la gentuza no eran sólo antijudías, sino antisoviéticas, y consiguió que se le permitiera acudir a proteger a sus hermanos.
Los agredidos fueron trasladados a un lugar seguro, donde se puso vigilancia. Eva estaba allí, con su primo. Eran unas cincuenta personas, y decidieron abandonar la ciudad al otro día. Los soldados rusos los escoltaron a la estación, donde tomaron un tren a Cracovia. A partir de allí viajaron sin custodia.
¿La nueva pesadilla había terminado? De ninguna manera.


EL POGROM   

En la importante ciudad de Tarnov, primera parada del tren, el contingente fue detenido. Los esperaba un destacamento de la antigua resistencia nacionalista, la milicia civil polaca, que los obligó por la fuerza a bajar del tren. Desde Rzeszov les habían avisado por teléfono que había un contingente de judíos que venía huyendo.
Los milicianos (esos que hoy son considerados parte de la heroica resistencia contra Hitler en Polonia) llevaron a todos a un galpón de la estación. En el grupo había una chica de la edad de Hinda que había estado en el terrible campo de exterminio de Auschwitz. Hinda, sentada en el único banquito que había en el galpón, se puso a conversar en voz muy baja con la muchacha. La otra le contó que se dirigía a Lublin a encontrarse con un hermano que también había sobrevivido, estaba ansiosa por abrazarlo. Hinda la vio cansada y le ofreció el banquito. La chica se sentó y siguieron charlando.
Un miliciano polaco de la custodia quiso escuchar de qué hablaban las dos mujeres jóvenes. Se acercó al banquito y en ese momento se le disparó el fusil. La chica que estaba sentada cayó muerta en el acto.
La muerte de la chica produjo la furia de los detenidos. La policía intervino, y en seguida llegó el comité judío de la ciudad. El grupo fue rescatado y el miliciano detenido y llevado a juicio. Los del comité judío pedían que se quedara la gente para testimoniar, pero el primo de Hinda no quiso:
-Nos vamos, nos vamos de Polonia -dijo.
Así se fueron, aunque otros, probablemente, se quedaron para testimoniar. Así fue como la joven que había sobrevivido a Hitler no sobrevivió al fanatismo polaco. El terrible genocidio que acababa de ocurrir no alcanzaba para calmarlo.


EL FIN DE LA PESADILLA

Finalmente, el grupo llegó a Cracovia. Allí Hinda recuperó definitivamente su identidad y nunca más volvió a llamarse Eva Czarnota. Pocos días después emprendió un largo camino de cruces fronterizos con sus controles, exactamente el mismo que hice yo, el que hicimos casi todos. También ellos pagaron para realizarlo.
Tampoco Hinda pensaba ir a lo que hoy es Israel. Sabía que quería salir de Polonia para siempre, eso era todo. Iba con su primo, a donde su primo la llevara.
En la frontera con Hungría un guía los hizo caminar toda la noche, tenían que cruzar a pie la frontera montañosa. Para prevenirse de las violaciones de los rusos, ella y el resto de las chicas del grupo se disfrazaron de varón.
Por la mañana, muy cansados, llegaron al otro lado. Así siguieron por Rumania, Austria e Italia, donde por fin llegaron a Roma.
Como ya se sabe, el destino me unió a Hinda en la ciudad de Roma. Desde entonces y hasta hoy seguimos juntos, en las buenas y en las malas.
La historia de Hinda es la de alguien que sufrió el final violento de su niñez y la pérdida de sus seres queridos como todos los sobrevivientes, pero no sufrió las privaciones y los castigos físicos de los que estuvimos en los campos de concentración y exterminio. Sin embargo, la tortura moral y psíquica a que el nazismo la sometió no fue menos tremenda: vivió bajo la mentira y la negación de quien era, y solamente desde esa posición pudo recibir afecto, cuando lo recibió.
Hinda no quiso contar en este libro la historia de su vida, dice que quiere ser anónima, una más en su país, en la  Argentina. Por eso lo hice yo por ella, recomponiendo sus largos relatos y pidiéndole ayuda.
Hinda pudo dejar de ser judía y no lo hizo. Como ella dice, eligió ser judía. Y como ella también dice, entendió que lo más importante en una persona no es su religión ni su origen cultural, sino su capacidad de ser solidaria, sensible al dolor y a la injusticia que la rodean.